Nº 2242 - 14 al 20 de Setiembre de 2023
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáVivo en un pueblo de España donde hubo 22 alcaldes, todos hombres, pero el Día de la Mujer no faltan la bandera morada, las consignas y los discursos que señalan cuán empoderadas estamos. Antes de llegar acá, en Montevideo no había Día de la Mujer que no me invitaran a dar una charla, siempre para una empresa, una organización o el gobierno, invariablemente no remunerada, sobre cuán empoderadas estamos.
No sé cuándo empezó a suceder, pero un día todas las marcas, las empresas, los gobiernos y las organizaciones se habían vuelto feministas. Las campañas de marketing que resaltan supuestos logros parecen estar en todas partes y hoy forman parte de las estrategias de responsabilidad social empresarial de las multinacionales, que son las nuevas campeonas en la lucha por la igualdad de género.
Sin ir más lejos Disney, siempre al golpe del balde, se apropió del feminismo mainstream y nos presenta un refrito de La Sirenita, ahora con protagonista afrodescendiente y letras de canciones modificadas para no herir la sensibilidad del feminismo #metoo. “Hay algunos cambios en la letra de Bésala porque la gente se ha vuelto muy sensible ante la idea de que Eric pueda, de alguna forma, forzar a Ariel”, dijo Alan Menken, uno de sus compositores. Claro, es mucho más fácil reciclar un viejo producto, aggiornar el texto original para dejar a todos contentos, que hacer algo nuevo y verdaderamente comprometido con la causa de los derechos de las mujeres de Afganistán, por citar solo un ejemplo.
Otro ariete en boga son las campañas publicitarias comerciales con mujeres pasadas de peso o “de cierta edad”, y debo decir que, como mujer mayor que soy, me resultan insoportables. Porque esas viejas y esas gordas parecen diseñadas por un artista plástico y están tan lejos de la realidad como lo estaban las flacas jóvenes y divinas. Sin contar con que el mensaje resulta contradictorio, por un lado se pregona el orgullo de ser como somos (canas, celulitis, arrugas, sobrepeso) y por otro aparece, solapada, la insistente necesidad de que nos veamos cada vez mejor.
Greenwashing fue la primera palabra que definió este tipo de careteo publicitario y sin contenido, el marketing que quiere hacer parecer a las empresas, los gobiernos o las organizaciones limpios, modernos, tolerantes, inclusivos, reivindicativos. La palabra se forma con la suma de green (“verde”) y washing (“lavado”) y sirve para nombrar a los que pretenden crear una imagen de respeto y compromiso por el medio ambiente, que no necesariamente es real. Luego el término dio lugar al gendarwashing y al purplewashing, que, aunque no son necesariamente equivalentes, designan prácticas para mejorar la imagen (y a la postre, los beneficios), con campañas a favor de la igualdad de género, sin que medie un compromiso verdadero. O sea, las marcas lavan su imagen dando la impresión de estar comprometidas con ciertas ideas, aunque en el fondo solo aprovechan las tendencias ideológicas imperantes para afinar la puntería hacia el mercado y la demanda.
Alguno podrá decirme que nada me viene bien, que peor estábamos con la publicidad sexista o discriminatoria o hasta violenta con la mujer. Pero no crean que es tan fácil llegar a la realidad con un relato. Por ejemplo, se estima que más del 80% del comercio mundial está vinculado a redes de producción de multinacionales que dan trabajo a pequeñas y medianas empresas, la mayoría de las cuales opera en la informalidad. En esas cadenas de suministro globales, tal vez situadas en Bangladesh, la India o Marruecos, las mujeres aparecen ubicadas en la parte inferior de las jerarquías laborales con trabajos mal remunerados como ensamblaje de prendas de vestir o electrónicos o embalaje de productos agropecuarios. Un estudio sobre 31 de los principales programas de empoderamiento realizado por el Centro Internacional de Investigación sobre la Mujer (ICRW, por sus siglas en inglés) reveló que la mayoría de las empresas participantes confesaron estar más interesadas en producir un impacto general positivo en el mercado que en cambiar sus prácticas comerciales internas. O sea, nada más que humo.
“Para ser una empresa realmente comprometida con la equidad de género se debe trabajar desde la interna, su cultura organizacional debe considerar el liderazgo femenino, el desarrollo de talentos, la igualdad salarial, la cultura inclusiva y las políticas contra el acoso sexual”, dice la relacionadora pública y content manager de la organización PRenseable, Sofía Favio.
Me pregunto qué actitud se debe tomar frente a esas empresas que se presentan como defensoras de los derechos mientras se benefician alegremente de la cosificación y la explotación de las trabajadoras y de la desigualdad salarial. O frente a la industria de la belleza, que abraza la causa del empoderamiento y del orgullo mientras sugiere que las mujeres deben siempre mejorar su aspecto. Lo primero sería ser conscientes de la hipocresía, del eslogan banal que oculta la contradicción de mostrar fuertes e independientes a las mismas que, de puertas adentro, tienen oportunidades y salarios menores. Todos sabemos quiénes son.
Porque no alcanza con que las empresas y las instituciones de gobierno pongan banderas en sus edificios o repliquen consignas para vendernos hamburguesas, remeras o partidos políticos. Un compromiso real no se logra con el color del logo ni vendiendo ilusiones en banners propagandísticos, el cambio se produce con medidas de transformación social, con acciones concretas que promuevan una reflexión destinada a educar y que garanticen las libertades. Los caminos a recorrer pueden ser infinitos, aunque es claro que bajo el paraguas del feminismo cool, open mind y moderno, tan performático como desprovisto de complejidad, de la mano de este gendarwashing engañapichanga e hipócrita, no se llegará nunca al hueso de la desigualdad.