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A los 71 años de edad y después de 30 años de haberse retirado, Gioachino Rossini (1792-1868) compone su Pequeña misa solemne, con la que, según sus propias palabras, comete un “pecado de vejez”. Lo de pecado es seguramente porque Rossini es consciente de que, aunque se sirve del texto litúrgico en latín propio de las misas, le da un tratamiento musical que no es nada ortodoxo, acercándose en muchos tramos más a una ópera o a una sucesión de arias o canciones que a una misa.
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Como el veterano compositor italiano nunca pierde el humor, desde el título nos hace además una guiñada: ya vimos que musicalmente no se parece a una misa y por otra parte no es ni pequeña ni solemne. Dura respetables 90 minutos, con lo que puede concluirse que, al igual que la Misa en Si menor de Juan Sebastián Bach, no fue concebida para acompañar ningún oficio religioso. Y en cuanto a la solemnidad, es muy esporádica, no preside la obra.
Se ha dicho con razón que es un texto litúrgico al que le puso la música un operista. En las partes de cantante solista, en el acompañamiento de piano y en muchos de los tramos del coro hay detrás una mano sabedora para explotar adecuadamente la línea melódica, la emoción creciente como si fuese un aria de ópera, así como capacidad para alivianar el ropaje coral eliminándole acartonamiento y solemnidad y potenciar los contrastes de ritmo y de melodía entre las voces y el piano.
La obra fue concebida originalmente para cuatro solistas (soprano, mezzo, tenor y barítono), un coro a cuatro voces de ocho integrantes —Rossini pensaba que los ocho coreutas y los cuatro solistas representaban a los doce apóstoles—, dos pianos y un armonio.
Así se estrenó en 1863. Temeroso de que después de su muerte a alguien se le ocurriera instrumentarla, el propio Rossini escribió una versión para una pequeña orquesta de cuerdas, maderas y un corno en 1867. Con el paso de los años las orquestas y los coros se han agrandado y reducido y los pianos han sido dos o uno, pues el segundo piano no tiene un trabajo importante. En realidad, se trata en su origen de una misa de cámara, por la pequeñez de su coro y de su instrumentación, con lo cual lo de “pequeña” del título, pese a su prolongada duración, puede también referirse al tamaño del grupo vocal e instrumental.
La versión que se ofreció el viernes 9 en la Sala Eduardo Fabini tenía un piano y un armonio, las cuatro voces solistas y el Coro del Sodre en pleno, todos bajo dirección de Esteban Louise. Es un tema de gustos, pero hubiéramos preferido una masa coral algo más pequeña, si se quiere intermedia en número entre los ocho que indicó Rossini y las varias decenas de coreutas del Sodre.
El coro brilló siempre, con momentos de gran belleza en varias partes con forma de canon, donde sus distintos sectores se van sucediendo y solapando en la repetición de un tema. Especialmente notables fueron las fugas del Cum sancto spiritu y del Et resurrexit con un maravilloso Amén final. Andrea Cruz Fostik se desempeñó siempre con corrección desde el armonio. Me pregunto si no habría sido posible darle algo más de volumen al instrumento, que muchas veces se perdía en el conjunto. Desde el piano, Eduardo Alfonso se manejó con gran autoridad, sobre todo en las partes en que él solo es el acompañante de una de las voces solistas. Su acompañamiento fue en esas ocasiones un modelo de concertación y de elasticidad. Rossini le da al piano solo un gran momento que es el Preludio religioso, seis o siete minutos de piano con reminiscencias de Bach, Liszt y hasta de Chopin. Otro gran momento de la noche donde Alfonso lució su estatura de solista.
Las cuatro voces protagónicas estuvieron a muy buen nivel. Excelente el tenor Gerardo Marandino en su solo Domine Deus con afinación prolija y muy buen control respiratorio. Correcto el barítono Gustavo Balbela en su solo (Quoniam), aunque con alguna rispidez ocasional en la línea de canto. Gran desempeño de las dos integrantes femeninas del cuarteto. La soprano Kaycobé Gómez tiene un precioso timbre en todo el registro, unos agudos acerados, canta con visible facilidad y debemos agradecerle dos puntos altísimos de la velada: el Crucifixus y más adelante el O salutatis, ambos a solas con el piano y el armonio. Otro punto altísimo fue el Agnus dei final, donde brilló la mezzo Susana Ferrer con una voz generosa, de graves aterciopelados, contrastando con las brillantes irrupciones del coro. Un final estremecedor.
Desafortunadamente, el público no colmó las instalaciones del teatro y al tratarse de una única presentación se perdió entonces una velada de alto nivel musical. La obra es de una belleza casi constante, que muestra la amplitud del talento de Rossini aun fuera de su terreno habitual bufo y belcantista. Hay que agradecerle a Esteban Louise que se haya lanzado con tan buen pie para sacarla del olvido en nuestro repertorio.