En Búsqueda y Galería nos estamos renovando. Para mejorar tu experiencia te pedimos que actualices tus datos. Una vez que completes los datos, tu plan tendrá un precio promocional:
* Podés cancelar el plan en el momento que lo desees
¡Hola !
En Búsqueda y Galería nos estamos renovando. Para mejorar tu experiencia te pedimos que actualices tus datos. Una vez que completes los datos, por los próximos tres meses tu plan tendrá un precio promocional:
* Podés cancelar el plan en el momento que lo desees
¡Hola !
El venció tu suscripción de Búsqueda y Galería. Para poder continuar accediendo a los beneficios de tu plan es necesario que realices el pago de tu suscripción.
Domingo Sarmiento, José Pedro Varela y Juan Bautista Alberdi (pero también Artigas, indirectamente) transmitieron una imagen de Estados Unidos altamente positiva, al grado tal que la vida en ese país fue erigida en modelo a imitar por los latinoamericanos. Pero esa visión positiva duró poco. En efecto, a partir de fines del siglo XIX creció en Hispanoamérica una imagen con muy alto voltaje negativo de los Estados Unidos. El verdadero fundador de esta tradición es Paul Groussac.
¡Registrate gratis o inicia sesión!
Accedé a una selección de artículos gratuitos, alertas de noticias y boletines exclusivos de Búsqueda y Galería.
El venció tu suscripción de Búsqueda y Galería. Para poder continuar accediendo a los beneficios de tu plan es necesario que realices el pago de tu suscripción.
Groussac, nacido en Toulouse (Francia) en 1848, llegó a Argentina en 1866. Rápidamente adaptado a su nueva patria, fue escritor, historiador y crítico literario. Entre 1885 y hasta su muerte en 1929 fue director de la Biblioteca Nacional. En 1893, Groussac, que había sido enviado como representante oficial argentino a la Exposición Universal en Chicago, atravesó América a lo largo de la columna vertebral andina, cruzó México y recorrió luego Estados Unidos del Pacífico al Atlántico. Publicó poco después sus observaciones en un muy interesante libro: Del Plata al Niágara.
La imagen que Groussac transmitió del gigante del Norte era la contracara de la visión ofrecida por Sarmiento y Varela. Mientras éstos se habían entusiasmado con la modernidad en sus muchas formas, con la democratización de la vida americana, con el alto estado de bienestar, con la gran capacidad empresarial y su fuerza arrolladora, Groussac sostuvo que los Estados Unidos representaban un modelo inferior y nefasto de existencia.
El primer contacto con la realidad norteamericana la tuvo Groussac en California. Había allí, escribió, naranjales interminables, ciudades que crecían más rápido que sus frutales, fábricas con 500 operarios que producían 4.000 cajas de conservas por día y viñedos que, cada uno por sí solo, ocupaban la misma superficie de todos los viñedos juntos de Argentina. Groussac anotaba datos, llevaba estadísticas, sumaba cantidades, pero tal manifestación de potencia e industriosidad le resultaba abominable.
Los Ángeles, constató, tenía una población de 2.000 indios cuando había sido conquistada por el ejército estadounidense en 1847. Menos de medio siglo después era una ciudad con 60.000 habitantes, alamedas que daban sombra y edificios de hasta quince (15) pisos de altura. Nada de eso despertó su admiración.
Resulta imposible, como lector contemporáneo (y más imposible aún, presumo, como lector contemporáneo de Groussac), no comparar el estado de las precarias ciudades rioplatenses con esos rascacielos de quince pisos. ¿Qué tenía ya no solo Córdoba o Rosario o Colonia para ofrecer sino incluso el mismo Montevideo o la mismísima Buenos Aires?
Evidentemente, a Groussac no había demostración de avance tecnológico y económico que le viniera bien. La fuerza arrolladora de la actividad económica estadounidense era para él despreciable. Por eso escribió: “Desde la California hasta el Massachusetts, sin otros matices que un exceso de pesadez o riqueza decorativa en los emporios más advenedizos, encontraréis reproducidos en cada población no solo la misma estructura material, desde el Templo Masónico hasta el hotel mamut con sus bares y ascensores, sino los mismos órganos previstos de la vida urbana, los mismos accidentes del grupo social; escuelas, teatros, vagones, tranvías con su invariable tarifa de cinco centavos, avenidas de enlosadas aceras donde la luz eléctrica recorta duramente las siluetas, etcétera. Es siempre la ciudad yanki, indefinidamente reproducida y sin más elemento diferencial que el costo y el tamaño, es decir la cantidad”.
Lo mismo que había enamorado a Sarmiento y a Varela repugnó a Groussac. Allí donde los dos impulsores de la educación popular rioplatense vieron signos de democracia e igualdad, Groussac vio pruebas de espantoso igualitarismo; allí donde los maestros vieron logros de una civilización superior, Groussac vio el horror de la tecnología; el mismo constante movimiento y activismo que cautivó a los primeros causó en el director bibliotecario angustia y desprecio.
En ese mundo “gigantesco y uniforme”, donde todo era técnicamente perfecto e inmenso (la palabra que Groussac eligió para caracterizar esas características fue “mamut”), “el producto humano es tosco y primitivo”. Y para que nadie dudara de su juicio lapidario sobre los estadounidenses, Groussac aclaró: “los hallo impermeables a todo lo que sea gusto y verdadera civilización”.
En Montevideo, un jovencito llamado José Enrique Rodó leería estas cosas y se emborracharía de inspiración.
Asqueado por el incansable activismo de los estadounidenses, Groussac escribió: “La inmensidad de los corrales, el vaivén de los trenes, de los ascensores y de los carros de tranvía que pasan eternamente rellenos de pueblo; las atrevidas construcciones que rebosan afanada muchedumbre, los inmensos centros comerciales; las sesenta líneas férreas que irradian de las estaciones centrales, (…) los túneles debajo del río, los puentes movedizos que se abren por segundo ante los buques cargados; (…) el potente rumor de las maquinarias en actividad; los silbidos que desgarran el oído…”.
En Estados Unidos la vida no descansaba jamás, la gente no dormía nunca, todo funcionaba a la perfección, nada era técnicamente imposible. En la visión de Groussac, todo eso era malo, negativo, síntoma de atraso y de brutalidad.
Y no perdamos un detalle fundamental, que puede pasar inadvertido y que seguramente despertará sorpresas, pero que será central en el naciente antiestadounidismo hispanoamericano: por todas partes, en Estados Unidos estaba presente el pueblo en el centro de la escena. ¡Qué horror!