“Ningún intelectual (…) ha reflejado tan bien como Carlos Fuentes las atmósferas, los humores, las obsesiones y los cambios de piel de América Latina”, escribió el escritor argentino Tomás Eloy Martínez en 1993.
“Ningún intelectual (…) ha reflejado tan bien como Carlos Fuentes las atmósferas, los humores, las obsesiones y los cambios de piel de América Latina”, escribió el escritor argentino Tomás Eloy Martínez en 1993.
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáLa novela póstuma de Fuentes, Aquiles o El guerrillero y el asesino (Alfaguara-FCE, 2016), no traiciona este juicio, pero deja instalada la sospecha amarga de algo inconcluso.
El autor, como es sabido, tiene excelentes antecedentes. Si su primera novela, La región más transparente (1958), fue un retrato de Ciudad de México con ecos de la revolución, en La muerte de Artemio Cruz (1962), un hombre que agoniza se cuenta a sí mismo y a su país. El entonces joven autor habló en ese libro acerca de la demagogia de Lázaro Cárdenas, pero aún así el general le envió una carta en la que elogió su obra y lo alentó a seguir escribiendo.
Fue un narrador bien mexicano, pero no solo había nacido en Panamá, donde su padre trabajaba de diplomático, sino que se convirtió en un viajero frecuente: vivió en Quito, Santiago de Chile (donde creció), Buenos Aires, nuestra Montevideo y, como muchos autores del boom latinoamericano, pasó temporadas en Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia.
Fuentes estaba preocupado por la justicia social, la salud y la educación en su país, pero no solo de su país, y por eso fue tentado por la dramática y rica realidad de Colombia.
En el prólogo de Aquiles…, Julio Ortega rescata una frase que revela el humor agudo de Fuentes: “Todas las revoluciones fracasan, pero entre tanto producen unos momentos muy padres”.
Según cuenta en el prefacio de la novela su viuda Silvia Lemus, el mexicano que recibió los premios Cervantes y Príncipe de Asturias, estuvo trabajando en este libro durante los últimos veinte años de su vida. Luego de documentarse a fondo, corregir y reescribir muchas veces, se prometió no entregar el texto a los editores hasta que el conflicto armado colombiano no llegara a su fin.
Es que la novela, que comenzó siendo una crónica, trata de la vida y la muerte del guerrillero del M-19 Carlos Pizarro, un muchacho de “buena familia”, formado por los jesuitas, que se echa al monte para imponer la justicia social con las armas y que, luego de sobrevivir al Ejército, fue muerto por un sicario cuando ya había dejado la insurgencia y luchaba por medios pacíficos. El libro pone entonces la mira sobre un asunto muy actual: el pasaje de la lucha guerrillera a la política legal y sus riesgos.
La fórmula que encontró Fuentes fue contar desde el pique la muerte del héroe que, como en la Ilíada, llamó Aquiles. Instaló a un personaje como testigo directo del crimen y describió lo que pasó dentro de la cabina del Boeing 727 donde se produjo, sin eludir los puntos aún oscuros. Como lo hizo Gabriel García Márquez en Crónica de una muerte anunciada, el desenlace queda claro desde el comienzo.
Fuentes, con su poética de no olvidar los pequeños detalles, describe a los pasajeros del avión: los paisa que vuelan orgullosos con sus sombreros puestos, las bellas mujeres colombianas de largas piernas y las quince balas de la metralleta Ingram que terminaron con la vida de Aquiles, más allá de lo que hicieran sus guardaespaldas.
Julio Ortega, que trató y estudió a Fuentes durante más de 40 años, describe este texto breve como una parábola extrema de sacrificio y muerte, en la que se pierde la guerra para lograr la paz y para que en un país donde durante años murieron campesinos y les robaron sus tierras y el narcotráfico es implacable y cotidiano, las elecciones sean legítimas.
Fuentes se mete a fondo en la biografía del personaje central. “Yo le entregué a cuatro muchachos católicos, apostólicos y romanos y usted me ha devuelto a mi casa a cuatro comunistas”, reprochó el padre, un militar a la antigua casado con una mujer liberal, al cura jesuita cuando fue a sacar a sus hijos de la universidad.
Además de Carlos-Aquiles, su familia y sus compañeros, el otro protagonista de esta novela que describe a ese archipiélago llamado Colombia, es el sicario casi niño. El mexicano se formula muchas preguntas que dejan al lector pensando. Por ejemplo: “¿Era imposible hacer una guerrilla puramente latinoamericana, que no quedara encajonada entre las rivalidades de la guerra fría, que atendiera solo a las tradiciones y necesidades de nuestros desventurados países?”.
Pero cuando esas preguntas parecen ya venir de la prehistoria, él pone arriba de la mesa el drama de los gatilleros contratados para asesinar políticos, pero también al árbitro de un partido que cobró un penal “injusto”, a la triunfadora equivocada de un concurso de belleza o simplemente a un vecino que ponía la música demasiado alta.
“Dicen que los guerrilleros y todos esos tienen siempre muchas dudas, que si está bien hacer esto, que si está mal hacer lo otro. (…) Aquí, pelón, a Dios gracia somos ignorantes y por eso no tenemos dudas. Le damos valor a la juventud y al coraje. Nuestra única escuela es la miseria”, fueron las últimas palabras del Cóndor, uno de los sicarios más longevos, que llegó a la edad de 23 años.
El resultado negativo de la consulta popular en Colombia pone aún más en vigencia el drama que plantea esta obra.