Humano, demasiado humano

escribe Eduardo Alvariza 
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Para los argentinos es tan grande como el General y su compañera. Pero los niños de Londres, de Sarajevo, de Kabul, de Nueva Delhi, de Nápoles, de Valizas, de Ulán Bator, de donde quieran, no conocen al General ni a su compañera, aunque tienen o tuvieron la camiseta de Diego Armando Maradona y saben quién es, porque juegan a la pelota y piensan en las genialidades del Número Diez, corretean, saltan y levantan el puño al cielo en una carrera que es una imitación del ídolo. Para el planeta futbolístico —exceptuando a los brasileños— es el jugador más extraordinario de todos los tiempos.

Los portales anunciaron su muerte en primerísima plana. Las radios hablan y hablarán de él largo rato. Siempre parece haber algo más para decir. Los informativos —pongan el que quieran y miren cómo vibran los satélites— muestran una única sucesión de imágenes: un jugador sorteando rivales y realizando malabarismos hasta que la pelota descansa en el arco, con la camiseta de Argentinos Juniors, con la de Boca, con la de Barcelona, con la de Nápoles o la de su queridísima selección argentina. Estamos asistiendo más que a multitudinarios ritos fúnebres, como los que habrá en Argentina en estos tres días de duelo, a la declaración oficial de un mito, que ya se instala en un perpetuo presente.

La muerte de Diego Armando Maradona en cierta forma estaba anunciada. Su cuerpo no daba para más. Había sido sometido a una cirugía y estaba en recuperación, pero muy deprimido. Sus reiterados quebrantos de salud iban en ese camino, el fantasma de las adicciones a las drogas y al alcohol sobrevolaba otra vez. La vida loca, que la tuvo, le pasó factura. En los últimos días era monitoreado las 24 horas por un psiquiatra y un psicólogo. Guste o no, tenía la categoría de enfermo.

Foto: AFP.

Hay que poseer un talento inconmensurable para ser Maradona. Lo curioso —y eso es lo bueno del fútbol, que democratiza a los atletas: bajos, altos, más gordos o más flacos, todos pueden ser buenos jugadores— es que no tenía un físico ideal. Más bien bajito y regordete, era de esos que en el campito te animás a marcar. Quizá fueron esas mismas proporciones, las ideales, que lo llevaron al éxito. Nadie le podía sacar la pelota. Y nadie le pegaba como él. Como se dice habitualmente: un guante en el pie.

Una vez que encaraba hacia el arco rival era imposible de parar. Su centro de gravedad, la técnica exquisita de la pierna izquierda (dominar una pelotita de golf interminablemente, otra de las imágenes que nos dejó), lo hacía menos completo, menos preparado a priori que Pelé, ambidiestro y letal en el juego por aire. Pero a Maradona, sin ser cabeceador y con la magia alojada exclusivamente en su pierna izquierda, le alcanzó y sobró para superarlo.

Hasta los años 70, el equipo contrario dejaba jugar al rival con cierta comodidad, digamos que hasta tres cuartos de cancha. A mediados de los 70, con la revolución holandesa, ya te marcaban en todos lados y del modo más agresivo, aspecto que conserva el juego hasta hoy. No existen más las posiciones únicas, marcadas geográficamente como la de un puntero izquierdo o derecho pegado a la raya. Y Maradona, ante semejante desafío, volvió a rescatar el aspecto puramente individual del fútbol, que es un juego colectivo. Una vez más el papel del gladiador triunfante en el gran coliseo mediático.

Nacer en una villa miseria, sortear las adversidades de la pobreza, soñar con llegar a lo más alto, lograr un pequeño contrato, luego otro más importante, destacarse entre los mejores, ser el Uno y mantener la postura en semejante universo plagado de trampas que es el negocio del fútbol es prácticamente una idea literaria. Y salir campeón del mundo el fin de esa novela. Maradona lo consiguió. Porque nada de esto sirve si no hay un título mundial, si no hay foto con la copa. Lo sabe cualquiera que sienta el fútbol en sus venas.

El personaje más oscuro, el que descubrió la cocaína en España, el que fue tentado por la mafia en Italia, el que tuvo hijos fuera de su matrimonio, el que entrenaba con una resaca de los mil demonios, el que patinó su fortuna con dudosos amigos, también es parte del ídolo, o mejor aún, del humano que debe llevar a cuestas al ídolo, en este caso un ídolo auténticamente argentino, que es venerado con el orgullo de lo popular por haberle comprado una casita a los viejos con el primer buen sueldo y que también lleva algo del compadrito en sus entrañas.

Maradona muere en plena pandemia planetaria de coronavirus. Y la paradoja es que la gente sale a las calles dejando de lado los barbijos, la conveniente distancia social, haciendo caso omiso a las posibilidades de contagio y exponiéndose al desastre. Ciertas veces, parece decir la biología en todas las ciudades argentinas y en Nápoles, donde Maradona es un dios, lo que significa un solo individuo pone de rodillas a la especie, de tal modo que al conglomerado social no le importa exponerse a una enfermedad o morir.

Foto: AFP.

Maradona soportó la fama como pudo. En su país llegó al colmo de tener una iglesia. También abusó de esa misma fama y se cansó de ella, pero el humano encerrado en el mito no puede zafar. Su verborragia no tenía filtros, estaba en su naturaleza salir a los medios y hacer declaraciones. Cada opinión política abría una grieta, algo que en Argentina ya es una zanja de considerable profundidad. Si se abrazaba con Fidel Castro, si se tatuaba al Che Guevara en el brazo, si se decía amigo de Chávez o de Maduro, si adhería al peronismo, indefectiblemente se ponía en contra a quienes no comulgaban con esos personajes o esas ideas políticas. A veces le cantaba las cuarenta a la FIFA y uno estaba de su lado; otras veces decía cosas que eran muy difíciles de compartir o lisa y llanamente estupideces. Pero otra vez: no pidamos al jugador que sea otra cosa. En este asunto de la pelota fue el mejor. Y la pelota no se mancha, lo dijo él, tal vez su mejor frase. La forma redonda también define a las deidades. La Casa Rosada está abierta para recibirlo.

Hay que tener espalda —y viveza— para hacer un gol con la mano y que pase por válido. Hay que tener espalda para eludir a medio equipo inglés y hacer el mejor gol de todos los tiempos. Hay que tener espalda para jugar lesionado, seguir corriendo, sortear a varios jugadores brasileños, pasársela a un compañero y lograr el gol que otra vez te lleve a la fase definitoria de un mundial. Hay que tener espalda para decirle que no a la Camorra si esa noche te invita a festejar y cierran las calles de Nápoles y no tenés ganas de hacerlo. Bueno, es Diego, dicen los capos. Dejémoslo un momento en paz.

La imagen se reitera y no cansa: el gol a los ingleses. Maradona parte desde más allá de la mitad de la cancha. Es imparable, tiene algo que solo está escrito en el destino. Va a suceder inexorablemente. El gol lo vi en Mendoza, rodeado de argentinos. Apenas dejó atrás al primer inglés sabía que sería gol. Así y todo, cada vez que vuelvo a disfrutar esa secuencia increíble siento la tentación de que un imprevisto ocurra, que por una grieta del tiempo una pierna sea capaz de evitar ese avance. Pero siempre sucede lo mismo: es imparable. Solo hay un jugador que posee tal determinación y encare hacia el arco contrario: Lionel Messi. Pero ya se sabe: Messi no ganó ningún mundial, Messi no sale a los medios, Messi no es líder. Maradona sí a todo eso.

Es difícil ser Diego Armando Maradona. Es difícil ser un líder y tener que putear a un estadio repleto que abuchea el himno de tu país en Roma, que es el centro del mundo. También es difícil seguir al líder y capitán porque te pide en cierta forma que dejes todo en la cancha, que des la vida. Y tenés que hacerlo porque te lo dice Maradona. Otra vez el mito que sangra. Su armadura es humana y comete errores, se excede, pelea contra las adicciones, se deprime, se desbarranca, discute con su esposa, con sus hijas, con sus representantes —los cuervos siempre vuelan donde hay fama y dinero— y debe seguir con su vida fuera del fútbol o dentro el fútbol pero como entrenador.

Es duro ver, para quienes presenciamos toda la evolución de este asombroso jugador, la diferencia que hay entre el joven que hablaba fluidamente en español y en italiano, que resultaba claro en sus ideas, que tenía desparpajo y humor, y de pronto ha envejecido, se vuelve más ofuscado, pierde la velocidad, se retira del fútbol sancionado por doping, se mete a director técnico, fracasa, muestra notorias dificultades para hablar e incluso para respirar. Es duro que el genio se exhiba así, pero de nuevo la paradoja: el mito en la carne no tiene otro remedio que moverse al compás de la carne.

Es difícil ser Maradona y también un personaje de película, el centro exclusivo de un documental, el sujeto de una investigación periodística que develará su vida e intimidades, sus hábitos y sus dichos y miserias. Es difícil ser el mejor jugador del mundo y también tener que ser un ejemplo para los niños, algo absurdo, estúpido. A un mito no se le puede pedir que sea ejemplar, esto es, corrección moral o política: es un mito.

Foto: AFP.

Grandes futbolistas han conseguido más títulos que Maradona, pero ninguno tiene su contenido épico. Para eso es necesario el barro, la polémica, momentos infelices como la caída en la depresión y las drogas, gritar en el palco desaforadamente y exhibirse como un descompensado que necesita la medicación ya, así lo vimos en el mundial de Rusia. O sacar a los tiros con una chumbera a los periodistas en la puerta de su casa, harto de que le pidan una declaración como personaje, como celebridad.

Si hay una historia con todos los aditivos, los felices y los trágicos, los grandiosos y los desafortunados, esa es la de Maradona. Pelé tiene más goles y más mundiales ganados, pero no es una historia para la pantalla. Messi puede ser más espectacular, pero ni siquiera roza la estatura de personaje. Solo una figura que se ha enchastrado y conoce sus posibilidades mediáticas es capaz de acercarse a una cámara, a una distancia que parece que se la comerá, y gritarle el gol al mundo, como hizo contra Grecia el muchacho de Villa Fiorito, ya devenido en veterano crack. En ese mismo mundial fue suspendido por dopaje. Otra imagen que recorrió el mundo: abandonando la cancha, ya más plácidamente, de la mano de una funcionaria sanitaria.

Diego Armando Maradona es un mito de números redondos: 1960-2020, 60 años, dirá su lápida. Pueden elegir: el hombre que tropezó con la fama o la leyenda. Yo elijo la leyenda.

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2020-11-26T01:31:00