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    La humanidad retorcida de un genio

    Arte eterno: 400 años de la muerte de Doménikos Thetokópoulos, El Greco

    No se sabe dónde está su cuerpo. Se dice que fue enterrado en una capilla de Toledo donde su hijo bastardo Jorge Manuel arregló el destino final a pedido de su padre. Ese lugar ya no existe. Pudo haber sido trasladado o quedar bajo tumbas y esqueletos que poblaron el piso de aquella capilla. Fue un tipo extraño, de costumbres singulares, como pagarle a un grupo de músicos para su deleite durante la cena. Durante algún tiempo, sus biógrafos sospecharon que tuviera alguna enfermedad mental y de la vista, insólita forma de explicar sus figuras alejadas de las convenciones, sus colores fuertes y originalísimos, el tratamiento tan particular de lo religioso que incluyó cuerpos estirados, líneas sinuosas, rostros alargados, proporciones deformes. Vivió 73 años, la mayor parte en Toledo, ciudad que lo acogió y en cierta forma construyó su identidad.

    Toledo fue El Greco (1541-1614), artista que nació como Doménikos Thetokópoulos y vivió hasta su juventud en la isla de Creta, bajo dominio veneciano. A los veinte y pocos años, considerado ya un maestro, viaja a Venecia y conoce profundamente la obra de Tiziano (1490-1576). Su rastro es curioso, ya que vive varios años en Roma, se supone que vuelve a Venecia y finalmente viaja a Toledo, donde se instala. Curiosa también su ubicación en el mundo del arte, considerado, olvidado, redescubierto y ubicado junto a Diego Velázquez (1599-1660) y Francisco de Goya (1746-1828) como uno de los grandes artistas españoles, sin ser español, claro. Un artista que retribuyó a su patria adoptiva con una visión tremendamente original de su época, dinámica y movilizadora como pocas, sobre todo en términos religiosos. Viajó a España en busca de trabajo en la construcción de El Escorial, bajo el manto poderoso de Felipe II y gracias a la influencia de un amigo. Curiosamente, le encargó dos obras que luego rechazó porque no le gustaron. Parte de esta historia lo lleva a radicarse en Toledo. Allí es apoyado por personajes importantes de la Iglesia local y en ese momento figuras fundamentales del movimiento católico, de intenso empuje contrarreformista. Entre ese mundo y sus visiones, entre la potencia de una Iglesia con claros mandatos ideológicos y la fe de un hombre de altísima sensibilidad, aparece una serie enorme de trabajos religiosos, imágenes de santos, escenas vinculadas a los principios evangélicos imprescindibles.

    Trabajó por encargo y sostuvo un taller con actividad importante. En una etapa avanzada de ese proceso, a fines del siglo XVI, aparecen obras esenciales de su inspiración, magníficas como “El expolio” (1590-1600) o su “Cristo en el Monte de Olivos” (1595). Entre ambas, es posible repasar claramente los pasos incontrolables de El Greco hacia su propia fuerza creadora. En el primero ya se percibe la novedad aplicada por el maestro desde sus primeros trabajos en Toledo, aunque en términos de composición, ritmo, perspectiva y color, todavía se evidencia la fuerte influencia de Tiziano. La escena es vertical, apretada, con un Cristo rodeado y agobiado por muchísimos personajes, entre soldados y gente del pueblo. Hay figuras en el lado bajo, casi cortadas, que producen una sensación más elevada de Cristo, ubicado en el centro con una túnica roja de fuerte luminosidad.

    La otra obra presenta a Cristo en una noche absolutamente fantasmagórica, impregnada la escena por una luna semioculta entre nubes; una luminosidad casi de muerte presenta a un Cristo enfrentado a su hora más terrible. Sus discípulos duermen, mientras Cristo recibe la visita del ángel, presencia poderosa, ubicado en una altura en diagonal con los soldados que se acercan a lo lejos. El clima logrado por El Greco es el mismo que llenará de dramatismo sus obras mayores, sus famosas líneas sinuosas, manieristas, sus figuras humanas en claro distanciamiento de cualquier referencia a la naturaleza. Se ha dicho con razón que las figuras pierden cuerpo y ganan en dramatismo, en dolor, en teatralidad. Algo de Miguel Angel, algo de Tiziano y Tintoretto, pero al servicio de una fe que en cierta forma adquiría ya tonos de mística dolorosa, en tormentoso desequilibrio. Son la época y el contexto toledano también, el centro de cierta oscuridad de los tiempos, de un Cristo amenazado, de un misterio a punto de desembocar en terribles movimientos de cielos y tierra. Y de su inexplicable y maravillosa inspiración.

    De su estadía en Roma quedó una anécdota de un hombre que ya crecía en talento y autoridad. “Si se borrara todo yo podría rehacerlo con la misma calidad”, dijo con palabras de la época frente a la obra de Miguel Angel en la Capilla Sixtina. Obviamente, se ganó el odio de todo el ambiente artístico de la capital italiana. Se fue y llegó a España con un legado formidable: el conocimiento de la pintura romana y la adquisición de un sentido marcado del color veneciano, en especial de Tiziano, del enfoque desequilibrante de la composición de Tintoretto (1518-1594), evidente en muchas de sus obras, donde la fuerza del color imprime la naturaleza envidiable de lo nuevo. También su pasado en Creta como pintor de íconos bizantinos, figuras que debían aplicarse a modelos preestablecidos, alejados de cualquier referencia naturalista.

    Entre las discusiones sobre pensamiento y obra de El Greco no quedó fuera su formación inicial cretense, para algunos de aparición predominante en su etapa más madura, en sus imágenes humanas de rostros alargados. También de su cercanía con el mundo religioso ortodoxo, aunque ya no se discute su filiación en la minoría católica de la isla. Su padre y hermano mayor, recaudadores de impuestos, ofrecían cierta solvencia económica y un modelo de negocios que luego El Greco aplicaría en sus repetidas negociaciones por el precio de sus trabajos. Un personaje curioso, cuya obra delata una presencia profunda de la experiencia religiosa.

    Nunca se casó y tuvo un hijo, Jorge Manuel, que reconoció y trabajó junto a él y lo acompañó hasta su muerte, el 7 de abril de 1614, cuatrocientos años atrás. España está pronta para recordar su aporte sustancial al arte de estos siglos. En Toledo se encuentra su museo, que guarda parte de sus trabajos, en especial retratos y pinturas de santos o algunas escenas religiosas. Pero gran parte de su obra está esparcida por iglesias o museos como el del Prado, el Metropolitan de Nueva York o diferentes museos europeos.

    Entre sus imágenes más conocidas está el famoso cuadro titulado “Vista de Toledo” (1604-1614), una composición compleja, atormentada, más parecida a un cementerio que a un centro de poder religioso. La obra es quizás uno de los legados más profundos y conmovedores, uno de sus trabajos más cautivantes. Es también una obra de madurez, de clara impronta dramática, como el resto de sus trabajos de la última etapa, sobre todo los encargos religiosos finales. La obra es de una increíble modernidad. El cielo oscuro, las líneas sinuosas y la ciudad de la que solo se ven sus casas, como fantasmales, sin vida.

    Fue un pintor “resucitado” definitivamente por las primeras vanguardias del siglo XX. Es más, si uno observa algunos de sus cuadros de madurez y los pone al lado de algunos grandes expresionistas modernos, no hay duda de la línea brutal que une cuatrocientos años de arte, territorios increíblemente dispersos y distantes, en sentido geográfico y pictórico.

    Decía Jean Cocteau que El Greco utilizaba los colores como “las trompetas de los ángeles”, “el amarillo y el rojo despiertan a los muertos que gesticulan y desgarran sus sudarios”. Recuerda escenas de cuerpos desnudos, de mártires y de cadáveres que salen de sus tumbas y buscan la paz eterna en algún escenario de la eternidad. Más o menos radical, un estilo presente en obras como “La apertura del quinto sello del Apocalipsis” (1608-1614), por ejemplo, o en la perfección visionaria de “El entierro del Conde de Orgaz” (1586-1590), o en su notable “Adoración de los pastores”, obra de sus últimos años de vida.

    Muchas exposiciones y encuentros en torno a este gran artista marcarán el 2014, a cuatrocientos años de su muerte. Una oportunidad única para seguir sus largas y cautivantes figuras.