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    La infancia de la vejez

    La ley del menor, última novela de Ian McEwan

    La jueza Fiona Maye es una especialista en derecho de familia que a sus 59 años lo ha visto todo. O casi todo. Sus veredictos han generado polémicas públicas, pero sus colegas la reconocen y respetan y le envían cartas de felicitaciones “que vale la pena guardar en una carpeta especial”, aunque también ha recibido correspondencia con amenazas y lenguaje ultrajante.

    Es que entre sus casos más sonados, Fiona tuvo que decidir si separaba o no a unos bebés siameses unidos por la pelvis, lo que implicaba salvar a uno y matar al otro, o dejarlos pegados hasta que ambos murieran. También falló en una situación familiar que tenía dividido a un matrimonio de la comunidad jaredí: la madre quería que sus hijas continuaran estudiando más allá de los 16 años, mientras que su padre las quería recluidas en su casa.

    Entre la razón y la fe debe moverse habitualmente Fiona, protagonista de La ley del menor, última novela del escritor británico Ian McEwan (Amsterdam, Expiación, Sábado), uno de los más destacados narradores de la generación que hizo eclosión en los años 80 en Inglaterra. Como en otras de sus historias, McEwan vuelve a enfrentar a su protagonista con dilemas morales, a veces reñidos con la libertad de elección o con la libertad religiosa. Pero Fiona es una jueza sólida y equilibrada, y ha sabido lidiar con esos conflictos.

    Sin embargo, hay un “caso” inesperado sobre el que debe decidir y tal vez sea el más difícil porque proviene de su propio hogar: su esposo Jack le anuncia que quiere tener una aventura con una mujer joven, pero seguir casado con ella. Entonces el mundo de Fiona, que transcurría por la rutina sin sobresaltos de un matrimonio acomodado y sin hijos, se comienza a tambalear sin que ella pueda resguardarse en los expedientes, los códigos o las leyes. “¿No me dijiste una vez que los matrimonios que llevan muchos años casados aspiran a ser como hermanos? Hemos llegado a ese punto, Fiona. Me he convertido en tu hermano. Es agradable y bonito y te quiero, pero antes de caerme muerto quiero vivir una gran relación apasionada”, le dice su marido.

    El anuncio de Jack aparece justo cuando Fiona debe decidir sobre otra situación complicada. Adam, un Testigo de Jehová de 17 años, está internado en un hospital enfermo de leucemia y tiene que recibir en forma urgente una transfusión de sangre, de lo contrario morirá en una dolorosa agonía. El muchacho y sus padres se niegan a la transfusión, pero como el enfermo es menor, la justicia es la que debe decidir qué es lo mejor para su bienestar. Entonces en la historia comienzan a mezclarse los conflictos de la Fiona mujer con los de la Fiona jueza, que termina involucrándose, tal vez demasiado, con el caso del joven Adam.

    A pesar de que el grueso de la trama se detiene en los procesos legales y en los testimonios de familiares, médicos o religiosos, McEwan transforma una temática árida en materia literaria. Y lo logra gracias a su protagonista, una mujer que se esfuerza por demostrar fortaleza, aunque se siente perdida. “Lavarse, vestirse, tomar café, dejar una nota y facilitar una llave nueva a la asistenta; todos esos gestos la ayudaron a controlar la crudeza de sus sentimientos”, dice de ella el narrador.

    Igual que en Sábado, una de sus mejores novelas, protagonizada por un neurocirujano, en La ley del menor la mayor parte de la historia sucede en la mente de la protagonista. En ella empiezan a tener tanta importancia el paso del tiempo, la vejez o la soledad como las leyes que deciden sobre la vida o la muerte. “Una mujer abandonada de cincuenta y nueve años, en la infancia de la vejez, que aprende a andar a gatas”, piensa de sí misma el personaje.

    Y como trasfondo, a través de las noticias que escucha Fiona, aparecen los temas que preocupan a McEwan: “los terroristas suicidas en populosas plazas públicas de Pakistán o Irak, el bombardeo de bloques de apartamentos en Siria, la guerra islámica librada por medio de escombros (…) y miembros humanos proyectados por los aires a lo largo de mercados, y gente corriente gimiendo de amor y de congoja”.

    Para escribir Sábado, McEwan estuvo dos años viendo el trabajo de un neurocirujano, y ahora, para escribir La ley del menor, consultó casos reales que lo inspiraron en la historia, como él mismo cuenta en los agradecimientos. Pero más que tratar sobre asuntos jurídicos, su novela atraviesa tribunales, despachos y escritorios cargados de expedientes, para mostrar personajes sin maquillajes: jueces que cometen graves errores, algún abogado que aprovecha su estrabismo para despistar a los testigos cuando los interroga, y una jueza que toma conciencia del sentido de su vida cuando entra en la “infancia de la vejez”.

    McEwan nació en 1948 y seguramente comparte las inquietudes que aquejan a su protagonista. Quienes han seguido su trayectoria, volverán a encontrar en esta novela su estilo directo, de un realismo crudo y sin vueltas. Y también su especial maestría para tratar varios asuntos sin quebrar la armonía de la historia, que en este caso tiene un final impredecible, como suele ser la vida.

    La ley del menor, de Ian McEwan, Anagrama, 2015, 211 páginas, 420 pesos.