—Eso no es tango, m’hijo.
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El diálogo se ha repetido durante años y tal vez se siga repitiendo. Los que creen en los compadritos y en el farolito y los que sostienen que todo eso ya fue. La guardia vieja y la guardia nueva. Los que dicen que la música se hace con la tradicional receta de la abuela y los que buscan nuevas fronteras para armonizar de otra forma esa receta heredada.
Astor Piazzolla no dejaba indiferente a nadie. En estudio era meticuloso, machacoso, obsesivo. Repetía una y otra vez las tomas hasta que su música salía exactamente como él quería. Pero en vivo, sin la posibilidad de corregir el error, esa misma música potenciaba su aire de vanguardia, de libertad y de misterio. Por algo el bandoneonista grabó tantos discos en vivo.
El 19 de mayo de 1970, en un edificio art déco de diez pisos de la Avenida Santa Fe al 1200, donde además de una sala teatral y una biblioteca funcionaba un pensionado para actores y autores retirados gracias a una iniciativa de la cantante lírica Regina Pacini de Alvear, el bandoneonista y su quinteto se presentaron ante un numeroso público. Eran los fanáticos de Piazzolla, los beatniks porteños de la guardia nueva que escuchaban jazz, vestían gabardinas oscuras, usaban lentes de sol aunque el día fuera gris y estaban dispuestos a tomarse a golpes de puño contra los detractores del maestro, esos vejetes conservadores que concebían el tango únicamente como un ritmo preciso y bailable.
La compañía discográfica RCA, para festejar el regreso del marplatense al sello, decidió registrar el concierto, que terminó transformándose en el primer disco grabado en vivo en la Argentina. Además, estaban juntas por primera vez las Cuatro estaciones porteñas.
En vivo en el Teatro Regina comienza con unas breves palabras de Astor donde aclara que el quinteto ha cumplido diez años y agradece a sus músicos: Antonio Agri en violín, Cacho Tirao en guitarra eléctrica, Osvaldo Manzi en piano y Kicho Díaz en contrabajo. A continuación destila el invierno, el verano, el otoño y la primavera, y el público enloquece de melancolía y de ganas de caminar la ciudad y de entrar en los cafetines y detenerse en las plazas, porque un año no es nada y la vida se te pasa sin que te des cuenta. Luego el quinteto arremete con “Buenos Aires hora cero”, que es algo así como un desvelado en las alturas a punto de entrar en un sueño de pastillas, con el contrabajo que da zancadas gigantes por encima de esa avenida tan ancha que no terminás de cruzar nunca a pie, el fuelle que se abre y se cierra y esquiva un obelisco de goma y unos taxis de juguete; y el viaje sigue y sigue como una fuga loca. Y cuando la gente se detiene a respirar, el quinteto ejecuta “Retrato de Alfredo Gobbi”, el violín romántico del tango, que nació en París y murió en Buenos Aires, y todos los presentes se sienten transportados y retratados porque ese bandoneón, que nació en Mar del Plata, se crió en Nueva York y también murió en Buenos Aires, te toca en lo más profundo. Aplausos y más aplausos.
Es el turno de “Revolucionario”, que son cajones llenos de ideas que se te caen encima, el violín te enlaza, la guitarra y el bajo se te enroscan al cuello, el piano te perfora y el bandoneón te desolla. Más aplausos y hurras de los beatniks, que no aguantan el corazón en sus pechos. Ahora se hace un silencio porque llega el último tema: “Kicho”, donde el contrabajo con arco del señor Díaz nos habla al oído hasta que entran, como si fuesen un tornado, el bandoneón, el violín y la guitarra. Aplausos finales y gritos: “¡Genio!, ¡genio!, ¡genio!”. Los beatniks están sacados, fuera de sí, son un puñado de avanzada aquella noche de mayo de 1970, pero serán cada vez más y más en el mundo.
“Me puedo morir tranquilo”, dijo Piazzolla al oír la grabación en vivo. “Nunca hemos tocado con esta calentura que solo da el público que nos escucha y quiere... Me costará mucho volver a tocar de esta manera en un estudio”.
—Sí, m’hijo, pero eso sigue sin ser tango.
—Vamos, no se cierre: abra sus oídos.
Tres puertos y dos ciudades que fueron el centro del mundo están en el camino de nuestro bandoneonista incomprendido.
Nació en Mar del Plata el 11 de marzo de 1921, pero en ese puerto estuvo poco tiempo porque su familia se trasladó a otro, un tanto más importante, que es Nueva York. Cuando los Piazzolla llegaron a la Gran Manzana en 1924, todavía existía el Hotel Astoria, mientras que el Empire State era una loca quimera que alguien quería levantar. Por lo tanto, la infancia de Astor en las calles de Little Italy se parece más a lo que vemos en una película clásica de Coppola o Scorsese que a lo que podría recordar un joven compadrito que sueña con ser un tanguero de ley. Nonino, el papá de Astor, trabajaba para un tal Scabutiello. Cuando alguien se quería propasar con la familia Piazzolla, la sola exhibición de una tarjeta que decía “Scabutiello” lo invitaba de inmediato a retirarse con prudencia.
Además de hablar en inglés, el pequeño Astor tuvo sus primeros y deslumbrantes encuentros con el jazz, cuando de chiquilín miraba de afuera del Cotton Club a las grandes orquestas de swing de la época. Por lo tanto, es comprensible que Carlos Gardel, que por ese entonces rodaba en Nueva York “El día que me quieras”, le dijera al niño que lo quiso sorprender con el bandoneón y que tenía un pequeño papel de canillita en la película: “Vas a ser algo grande, pibe, te lo digo yo. Pero el tango lo tocás como un gallego”.
Mucho tiempo después, cuando ya era un músico consumado, Piazzolla compuso su tema más famoso en Nueva York, “Adiós Nonino”, al enterarse de la muerte de su padre. La imagen es así: Astor se encierra con su bandoneón y lloran juntos: las lágrimas impregnan la botonera, el fuelle da espasmos y lo que se abre y se cierra es el pecho del compositor.
El tercer puerto, que necesariamente es Buenos Aires, recibió al joven que tocaba el bandoneón y que hablaba un porteño con acento raro. Allí lo esperaba Aníbal Troilo y su orquesta, con quien Piazzolla aprendió el verdadero sabor de esa música tan rioplatense que se toca con un instrumento inventado por los alemanes. Claro: un bandoneón que en el centro de su alma tenía a Gershwin, no iba a cantar como los otros. Se inicia una larga milonga de encuentros y desencuentros, riñas y disputas con los hacedores de tango. Piazzolla era un excelente compositor y arreglador, además de un notable bandoneonista, pero buscaba algo que estaba mucho más allá.
Y aquí entran, además de los tres puertos, París y Roma. En la capital francesa Piazzolla vivió un tiempo de bohemia y estudió con la prestigiosa musicóloga Nadia Boulanger. Nuestro bandoneonista quería tener el prestigio de un músico clásico, de conservatorio, pero fue la maestra quien lo desalentó al escucharlo tocar un tango al piano: “Ahí es donde usted vibra, no abandone esa música”. Y Astor le hizo caso. Incorporó a Stravinsky, metió las fugas de Juan Sebastián Bach y empleó las enseñanzas de Ginastera, y a eso le añadió improvisación y aire jazzístico. Lo que salió fue un tango revirado, una música nueva que todavía hoy no tiene un lugar definido en las bateas de las disquerías, aunque se la encuentra mayoritariamente en la sección “Tango”, juntito a los tradicionalistas, mal que les pese.
Nadie que viva en Roma, aunque sea por un breve período, queda inmune al sacudón que provoca su belleza. Durante el periplo italiano, Piazzolla grabó dos discos fundamentales, ambos en 1974: “Libertango”, que tiene un toque y unos arreglos electrónicos algo ramplones pero gracias al bandoneón sigue sonando celestial, y “Reunión cumbre”, junto al gran saxofonista barítono Gerry Mulligan.
No era un tipo fácil nuestro Astor. Cuentan que el guitarrista Horacio Malvicino le dijo al maestro en una gira “voy a comprar cigarros y vuelvo en cinco minutos”, y se rajó para el aeropuerto a emprender otra aventura musical. Tampoco le fue bien al bandoneonista en su colaboración con Jorge Luis Borges: hablaban dos idiomas distintos y sencillamente no se entendieron. Algo similar ocurrió con Mulligan. Piazzolla estaba empeñado en que el saxofonista se limitara a tocar lo que estaba escrito, y decirle eso a un jazzero es lo mismo que insultarlo. “Para soplar tres o cuatro huevadas impresas en un pentagrama hubieran llamado a otro”, dijo Mulligan. De todos modos, el disco terminó resultando estupendo.
La discografía de Piazzolla es bastante caótica, pero casi siempre recomendable. Destaca toda la Edición crítica para Sony-BMG, a cargo del estudioso Diego Fischerman, y cualquier registro en estudio y en vivo con el Quinteto, ese grupo de cámara que de una vez y para siempre cambió la música del Río de la Plata.
En los últimos tiempos, Piazzolla, que tenía varias cicatrices de giras, orquestas disueltas y grabaciones problemáticas (además de un cuádruple bypass), ya había alcanzado un nombre y un rango indiscutibles en el mundo de la música. Y, por supuesto, un buen pasar económico: se dedicaba a conducir autos deportivos de lujo y a la pesca del tiburón en Punta del Este (otro puerto de su vida al que dedicó una suite). El 5 de agosto de 1990 lo derribó un infarto cerebral en su departamento de París. Inconsciente, lo trasladaron a Buenos Aires. Padeció dos años de agonía hasta que murió en este punto clave del sur, al que había dedicado su arte, el 4 de julio de 1992, el día de la independencia de los Estados Unidos. Dentro de algo más de un mes se cumplirán 20 años de un mundo sin Piazzolla.
En los puertos todo se sintetiza y se mezcla. En los puertos hay putas, marineros y camorra, pero también amor. En los puertos hay olor a mar, que es olor a aventuras. En los puertos hay ángeles que nos escuchan, calles empedradas y soledad. En los puertos se conciben historias equívocas, increíbles, maravillosas, como la música de Astor Piazzolla.
—Sí, m’hijo, pero sigue sin ser tango.
—Déjese de joder, abuelo.