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Hay pocas figuras humanas en esa amplia y ya referencial sala del Museo Nacional de Artes Visuales (MNAV). Apenas uno entra, se topa con algunos cuadros de gran tamaño donde una mujer pintada de cuerpo entero en tono celeste claro, suave, permanece frente al espectador rígida, firme. Es una mujer de cabeza blanca: solo eso se percibe de la posible imagen real, de un posible modelo. Y es la autora de la obra y de todos los cuadros de la exposición titulada “Sola”. Se llama Linda Kohen y, curiosamente, esa imagen de figura casi fantasmal se repite en pocos cuadros, los más recientes de una extensa carrera de pintora, desde fines de los años cuarenta, cuando frecuentaba talleres montevideanos, dedicada a un arte que le salió al cruce, en una época de pintores. Venía de Italia, escapaba de la guerra con su familia judía. Se dedicó al profesorado de inglés y a dibujar. El destino quiso que se topara con algunos maestros del Taller Torres García, en especial con José Gurvich. Aprendió a dibujar, a manejar perspectivas, a construir con medidas y proporciones adecuadas, a trabajar sobre el ritmo, el tono, los contrastes, las figuras. Pero, sobre todo, a construir un mundo y a liberarlo de toda atadura formal. Comenzó a transitar por colores fuertes, luego probó los más oscuros, e incluso el negro. Generó climas, un clima apabullante que permanece en su obra desde los años setenta, cuando realizó sus primeras exposiciones individuales. Aunque entonces ya había llegado al blanco, a los tonos suaves y a un encuentro sustancial consigo misma, con su vida, con sus ausencias, pero, particularmente, con la presencia de lo que no se ve, con la pintura como expresión temporal, de tránsito, de espacio donde se siente el instante anterior o se intuye el siguiente.
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Por ello, su obra es un trozo de vida, una manera de apresar el instante de fuga. Pero no para retratarlo, para fijarlo o para congelarlo. Apenas para mostrar qué frágil es todo, qué huidizo, una manera de ir más allá de la materia o de percibir en la materia la levedad del ser, ese paso fugaz que deja huellas, claro, pero que no permanece más que en el misterio. Por eso, la marca de Kohen es el sello del misterio, de la soledad que ella pregona, pero no de la más obvia. No hay rostros, no hay casi paisajes, salvo el de “puertas” adentro, el más cercano a ella: su propia geografía. Hay algunas mesas con platos y cubiertos y sillas vacías, hay camas con sábanas destendidas, hay carteras abiertas y valijas. Es una soledad descarnada, claro, aunque gracias a su búsqueda se transforma en elocuente y cuestionadora. Puede generar vacío, pero el vacío de la inmensidad, de los grandes interrogantes, de los desplazamientos que dejan de lado la urgencia para enfrentar la trascendencia.
Así es que se impone en esta muestra la sencillez y suavidad formal en el trazo, en la aplicación del color, en las líneas y en las perspectivas. Sencillez y suavidad en el tratamiento de un tema de enorme compromiso, como el de la soledad en el sentido más trascendente. Un tema muy peligroso, además, por el que siempre es difícil transitar: casi suicida.
Es como si su pincel volara y apenas rozara la tela, aunque por momentos se noten las pinceladas y Kohen pruebe a dejar el rastro de cierto estado de ánimo. De nuevo, la suavidad de los tonos, la claridad de su obra. Ese es su sello.
A veces lo interrumpe, es cierto, como en una serie de valijas, donde fuerza la calidez de la materia. Como a veces interrumpe esa permanente ausencia de la figura humana para delinear unos pies en perspectiva, su propio cuerpo en descanso, abandonado, como parece estar, abandonados los objetos.
Hay varios cuadros donde prima el dibujo, evidentemente en etapas de trabajo sumamente apetecibles. Pero la figura completa, esa mujer de cabeza blanca a la que hacíamos referencia, parece una visita más, repetida su imagen frente a un espejo o en una interminable hilera de figuras que se pierden en el pasado. No es lo más logrado de la propuesta, aunque la autora parece necesitar pintarse y, en cierta forma, culminar el proceso. Hay otros autorretratos de sus comienzos que, del mismo modo, agregan poco. Como tampoco agrega demasiado el famoso biombo que supo mostrar en varias muestras alrededor del mundo y que aquí, lamentablemente, está puesto en el medio de la sala como un entrevero de postigones. Tampoco agrega a ese clima la obvia reconstrucción de un taller con sus pinceles y su caballete en una montonera sin sentido en el medio de la sala, pues le quita potencia a una obra interesante, de serena belleza.
Es que no hay necesidad de insistir con referencias tan evidentes en las que no abunda el rostro ni la figura humana, donde el ser y, por lo tanto, la existencia, se juegan en otro lado. Precisamente en la ausencia, en pasillos y espacios vacíos, en puertas entreabiertas, en mesas sin comensales. Uno tiene una sensación de incomodidad ante un desajuste evidente entre lo banal y lo mundano, entre el rostro de lo cotidiano y la profundidad de una pintura de jugada búsqueda interior. Aun así, la mejor obra de Kohen atrapa, seduce. Y conmueve.
“Sola” de Linda Kohen. En el MNAV (Parque Rodó). De martes a domingos de 14 a 19 horas. Hasta el 2 de setiembre.