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Los grandes escritores son inagotables. Uno piensa que ya está todo dicho sobre la II Guerra Mundial y que la lectura a propósito de los últimos días de 1944 en Budapest durante el asedio soviético nada nuevo podrá aportar a la valiosa y profusa literatura que han escrito los grandes novelistas sobre el tema. Sin embargo, al leer las primeras líneas de Liberación, una novela de 158 páginas, el lector ya no la soltará: es la descripción hipnótica de una herida abierta, la de una población en un determinado momento y lugar que representa lo esencial del ser humano cuando está en peligro, con todo lo bueno y lo malo que eso acarrea.
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La anécdota es sencilla: en un alto que se toman las bombas, en una pausa de las que ocurren aún en las peores guerras, una muchacha busca refugio para su padre, un famoso científico húngaro que no ha comulgado con el régimen fascista y a quien la Gestapo persigue.
Escombros, humo y cadáveres conforman el paisaje. Apenas quedan edificios en pie. La gente se refugia en sótanos, en cobertizos y en sucias tapaderas, mientras los militantes locales de la Cruz Flechada, de notoria orientación pronazi, se dedican a saquear y asesinar.
La población mantiene la esperanza en el cambio, confía en los nuevos vientos que pronto soplarán cuando los soldados del Ejército Rojo, que se encuentran a pocas cuadras de las trincheras alemanas, tomen finalmente la ciudad y la liberen. Pero antes habrá que soportar el asedio.
Paulatinamente, con pequeñas pinceladas y una mirada capaz de llegar hasta las aguas más profundas, Márai describe el intrincado miedo que ocasiona la guerra en la población y que muchas veces saca a luz lo peor. “Es como si en el momento de extremo peligro”, dice el escritor, “la sociedad hubiera perdido lo poco que le restaba de dignidad: la gente se delataba en masa, escribía denuncias anónimas o con nombres y apellidos, corría en persona a acusar a algún desgraciado que en la vorágine final se había refugiado exhausto en el fondo de un oscuro escondrijo”.
El monstruo del asedio, como lo define Márai, ha trastocado completamente todo: hay un extraño silencio entre un bombardeo y otro, un silencio que carcome el cuerpo y la moral. La gente ha acumulado agua y comida como para esperar meses en el refugio; también hacen sus necesidades allí mismo y entierran a sus muertos en los patios o jardines cercanos. El cerrado espacio compartido es una madriguera promiscua y brutal que apesta a humanidad temerosa, moribunda, terminal.
Entre las ruinas y los pocos edificios que todavía resisten, sobresale una bella fuente que ahora se ha transformado en un nido de ametralladoras, y allí, sentado, un centinela alemán con el casco puesto fuma un cigarrillo mientras alguien silba en un instante de inusual tranquilidad. En el peor de los escenarios del asedio, en la antesala de la sofocante espera, todavía hay tiempo para una brevísima distracción, para un corto descanso.
Los personajes son un ejemplo de último recurso y urgencia: un taciturno portero que, sin embargo, es capaz de mantener cierta dignidad y prestar ayuda a quien se lo pida; los funcionarios pusilánimes que han llegado al refugio y cambian de bando de acuerdo a las nuevas circunstancias; los heridos que no hablan; los viejos que callan y en su silencio ocultan historias de tristeza y soledad; la señora aristócrata que todavía mantiene con su empleada, como si la guerra y la miseria no hubiesen emparejado las cosas, el mismo vínculo de servicios y lealtades; la patota de la Cruz Flechada que busca a judíos y opositores iluminando con sus linternas a los moribundos civiles, que a su vez intentan pasar inadvertidos en la oscuridad del refugio. Y, como corolario, un soldado ruso que llega al refugio como un salvador, aunque está muy lejos de serlo.
También hay lugar para que alguien que sobrevivió a lo peor evoque la diabólica figura de un doctor alemán y director de orquesta, un señor que escuchaba a Bach y a Mozart en su gramófono y acompañaba la música con sensibles ademanes al mismo tiempo que indicaba la dirección que debían tomar los prisioneros para llegar a las cámaras de gas.
Burgués de pura cepa, heredero de una familia culta y refinada (en su casa había dos grandes bibliotecas: la de su padre y la de su madre) y exquisito escritor, Márai tiene el don de la palabra sugerente, el adjetivo exacto, la frase rítmica y los párrafos musicales. Más allá de describir la tormentosa realidad bélica, es capaz de arrancarle belleza a semejante cuadro de morbidez y patetismo.
Escrita en unos pocos meses posteriores al fin de la II Guerra Mundial, esta novela permaneció inédita hasta el año 2000 por esas cuestiones que tiene la gran literatura de retraerse, de ocultarse cuando no comulga con la moda ni con las tendencias de turno. Una vez que se instaló el régimen comunista en Hungría, Márai fue estigmatizado como “escritor burgués” y decidió exiliarse, primero en otros países europeos y después en Estados Unidos.
Entre otras obras, es responsable de “El último encuentro”, “Divorcio en Buda”, “La mujer justa”, “La extraña” y “La amante de Bolzano”, además de sus libros autobiográficos “Confesiones de un burgués”, “¡Tierra, tierra!” y de “Diarios 1984-1989”, que son un desgarrador repaso a los últimos días de su vida, cada vez más solitarios y sombríos, hasta el suicidio con un disparo en la cabeza, el 22 de febrero de 1989 en San Diego, en la soleada California, un lugar donde jamás se sintió a gusto.
“Liberación”, de Sándor Márai. Editorial Salamandra, 2012, 158 páginas, $ 350.