La ultraviolencia como búsqueda de la felicidad

escribe Eduardo Alvariza 
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Naranja Mecánica: a 50 años del estreno, la película mantiene su esencia controversial, violencia y humor negro.



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Había visto cuatro veces la película If… (1968), de Lindsay Anderson, con ese apoteósico final en el que los estudiantes de un colegio británico disparan a los padres desde los tejados en la fiesta de fin de curso y recién había terminado de leer la novela La naranja mecánica, de Anthony Burgess. Quería llevarla al cine y tenía muy claro que el papel principal era para uno de los estudiantes con metralleta de la película de Anderson. Si el actor no aceptaba el protagónico, sencillamente no habría película. Fue así que el rostro de Malcolm McDowell quedó asociado de por vida al de Alexander DeLarge, el adolescente descarriado y violento de Naranja mecánica (Clockwork Orange, 1971), para muchos la propuesta más desafiante en toda la carrera de Stanley Kubrick, uno de los grandes cineastas de la historia del cine.

A 50 años de su estreno mundial conserva todo el picante que en su momento la volvió polémica y controversial. Y ese picante no estriba tanto en los actos vandálicos de un grupo de jóvenes vestidos con ropas extravagantes que roban, violan, asesinan y hablan en una jerga llamada nadsat, mezcla de yiddish, ruso y otras yerbas, que en la película suena a un Shakespeare de ácido lisérgico, ayudado por el moloko vellocet (leche con droga) que beben los protagonistas. Hoy en día la propia realidad se ha encargado de multiplicar exponencialmente la violencia en todas las áreas de la sociedad —sin reparar en el color de piel, la religión, la ideología ni la diferencia de clase— y de parir sujetos que quedan fuera del sistema y salen a delinquir a una edad cada vez menor. El Estado genera violencia, los individuos se encargan de distribuirla y luego el propio Estado la reprime o intenta enderezarla.

Malcolm McDowell

El principal punto de quiebre tanto de la película como de la novela consiste en la propuesta filosófica que hay en su base: si aceptamos la libertad como una condición no negociable, también debemos aceptar que el ser humano pueda elegir la violencia como una opción en su vida. Pretender corregir esto con un método conductual coercitivo, como el que el sistema le impone a Alex, es cercenar la propia libertad del individuo.

Entonces aparece el latiguillo “fascista”, que por lo general se emplea con una asombrosa ligereza y en este caso alcanza a Kubrick. Resultaba frecuente oír en los 70 que Naranja mecánica era una película fascista. El director ya se había ganado el mismo calificativo por parte de algunos fanáticos que creyeron ver una exaltación del superhombre en 2001, odisea del espacio (1968) con el empleo del poema sinfónico Así habló Zaratustra, de Richard Strauss, y el niño interestelar del final.

Luego de 60 semanas en cartel en Gran Bretaña, y a pesar de las críticas positivas, la prensa comenzó a dar cuenta de actos delictivos de copycats (copiadores) que, disfrazados como los drugos de la película, apaleaban borrachos por las calles o atacaban sexualmente a mujeres mientras entonaban la canción Singin’ in the Rain. Y vinieron las consecuentes acusaciones. ¿Puede una película —o una obra de teatro o un libro— provocar o incitar a la violencia? El tema es viejo y siempre divide las aguas. No se trata de que el consabido derecho de un individuo termina cuando comienza el derecho del otro. Eso ya está claro y por algo existe la ley. El asunto es si corresponde atacar la posibilidad misma de decisión. Y Kubrick, el fascista, cree que no, que el individuo debe mantener su libertad pese a todo.

Semejante postura a favor de elegir incluso el mal no puede provenir del mundo de la corrección política, que siempre necesita la justificación moral y el bien común para erigirse. Solo un artista es capaz de indagar en una fisura que va al hueso, a lo más individual, que atormenta y descompone, como lo propuso Burgess y lo extendió Kubrick.

El director ya era un peso pesado dentro de la productora Warner Bros. Tenía control creativo completo de sus obras. En su carrera figuraban títulos imponentes como Doctor Insólito (1964) y 2001, a los que se les pueden echar encima 100 años más y seguirán inalterables porque también tocan temas como el poder, el conocimiento, la miseria del ser humano y la idea de Dios. Hace unos diez años aparecieron 17 minutos inéditos de 2001 en unos viejos almacenes de Warner en Kansas. Si se hubiese tratado de cualquier otro director era la excusa perfecta para volver a comercializar la película incluyendo esos 17 minutos. Pues nada. La versión que el mundo conoce es la que quiso el director que conozcamos y así seguirá siendo con todas sus obras.

Kubrick no quiso discutir ni defender Naranja mecánica de los ataques. Incluso en las giras promocionales de la película siempre participaban Burgess y McDowell pero nunca el director, aunque esto bien podía deberse a su conocida condición de misántropo. Se ofuscó con la prensa. También dicen que él y su familia recibieron amenazas de muerte de esos grupos anónimos que siempre velan por nuestras buenas costumbres. Y además había elegido Inglaterra para vivir. El asunto es que mandó retirar inmediatamente la película de todas las salas británicas y Warner no puedo hacer nada para impedirlo. Hasta su muerte, ocurrida el 7 de marzo de 1999, Naranja mecánica no volvió a ser exhibida en Inglaterra.

Malcolm McDowell recordó en un reportaje que el fenómeno social provocado por la película fue notorio. Cierta vez, mientras conducía su auto, tuvo que detenerse para corroborar con asombro cómo cruzaban delante suyo un grupo de sujetos vestidos con botas de caña negra, pantalones, camisas y tiradores blancos, bombines negros, bastones y pestañas postizas, una prueba del poder identificatorio que tienen el cine y las imágenes, y en particular esta película. El asombro no le impidió defender la extrema propuesta libertaria y dijo que en cualquier western de John Wayne se mata al otro como si nada y se trata la violencia con mayor ligereza. Además, y el dato no es menor, rescató el humor de Naranja mecánica, a la cual calificó de “comedia negra”. Cuando asistió a un preestreno neoyorquino percibió con temor un sepulcral silencio en la sala. Nadie se reía. Incluso una mujer salió corriendo y vomitó en el hall. “No tienen sentido del humor”, se quejó el actor, fanático de James Cagney. Al fin y al cabo se trata de ficción.

Quien cazaba a la perfección con el método de Kubrick era Peter Sellers (Lolita, Doctor Insólito), el actor favorito del cineasta porque te repetía decenas de tomas sin problemas, y todas eran distintas. Kubrick dejaba rodando varias cámara desde diversos ángulos y se sentaba a desternillarse de risa con el arsenal de payasadas del actor, que en Doctor Insólito hace tres papeles.

Como el misántropo, el fóbico, maniático y detallista, el provocador y el fascista no daba reportajes, su método de trabajo y opiniones deben ser reconstruidas a partir de quienes fueron parte de sus creaciones, como los intérpretes, los vestuaristas, los diseñadores de producción y demás especialistas en los diversos rubros técnicos.

Nacido en 1928 en Nueva York en una familia de clase media acomodada, se dio a conocer con una impactante fotografía sobre la muerte de Roosevelt que le compró la revista Look, que además lo contrató como fotógrafo cuando solo tenía 17 años. Siempre interesado en las imágenes y con un ojo de una precisión milimétrica, comenzó haciendo cortos (Day of the Fight, sobre boxeo) hasta llegar a su primer largometraje, Fear and Desire (1953), que de tan malo lo retiraría de su filmografía. El “niño listo del Bronx”, como lo definiría Paul Mazursky, entró con mejor pie en Marcado para morir (Killer’s Kiss, 1955) y en especial gracias a Casta de malditos (The Killing, 1956), para consagrarse con La patrulla infernal (Paths of Glory, 1957), prohibida en Francia durante 20 años debido a su implacable retrato de unos oficiales franceses durante la I Guerra Mundial que condenan a un puñado de soldados a muerte por no cumplir órdenes suicidas. Espartaco (1960) es una película aparte. Kirk Douglas era el productor, se había peleado con el director y contrató a Kubrick. Fue una dirección de alquiler, digamos.

Acostumbrado a trabajar con Lindsay Anderson, quien distribuía con naturalidad a los actores sugerencias sobre sus papeles y lo que pretendía de ellos, McDowell, nervioso y con la novela de Burgess en la mano, le preguntó en cierta ocasión a Kubrick si quería compartir alguna idea con él o qué esperaba del personaje de Alex. Kubrick lo miró atónito y solo le contestó: “Para eso precisamente te contraté”.

Si bien el cineasta era obsesivo y meticuloso, capaz de repetir una toma hasta 50 veces o más, según el actor no era igual de ordenado. Una vez le pidió que le mostrara unas fotos de locaciones y Kubrick las estuvo buscando varios días hasta encontrarlas. Además, dejaba espacio para la improvisación. Durante la filmación de la escena de la violación a la esposa del escritor, Kubrick no terminaba de conformarse. Las tomas resultaban demasiado duras, artificiales, algo les faltaba. Le dijo a McDowell si tenía algún “numerito” para distender el asunto. Y al actor se le ocurrió cantar Singin’ in the Rain.

Fueron siete meses de rodaje a 15 horas diarias, un trabajo agotador. Cuando McDowell abandonaba el set molido literalmente (se quebró una costilla en la escena en que sus exdrugos lo apalean y dañó su córnea durante el tortuoso tratamiento conductual), el cineasta lo llamaba aparte: “Malcolm, ¿podríamos conversar un minuto más?”. Y se iban otras dos horas en puntualizaciones. En cierto momento el actor reclamó sus horas de trabajo en el estudio para grabar la voz en off y Kubrick le pagó, sí, pero descontando el tiempo que pasaron en el set jugando al ajedrez y al ping pong.

La película fue un éxito mundial, la segunda más taquillera en la historia de Warner detrás de My Fair Lady. Nadie niega que trabajar con semejante monstruo era una bendición, pero también un infierno por sus extremas exigencias. Las leyendas, que dan terreno fértil para la literatura, también exageran. Terry Semel, expresidente de Warner, aleja el mito tan mentado de que Kubrick salía una fortuna al estudio: “No había costos descontrolados, siempre se sobreestimó y se abultó el presupuesto porque rodaba durante largos períodos, pero a bajo costo”. Es muy sencillo: el mundo esperaba con ansiedad cada película de Kubrick, por lo tanto la empresa estaba dispuesta a cumplir los deseos del señor.

Hay que tener poder de sugerencia para conseguir tal expresividad y riqueza no solo a través de las imágenes, de un peso conceptual como nadie ha logrado, sino en la banda sonora. Beethoven sería el músico amado por Alex (la secuencia con la Novena y el baile de Cristo es brillante), pero también aparecen La gazza ladra y la Obertura Guillermo Tell de Rossini. Además, para dotar a la historia de un sabor futurista y enrarecido (la novela se ubica en un tiempo futuro pero nada diferente al actual, por lo que hablar de distopía o ciencia ficción es excesivo), el director encargó a Walter Carlos (después de la operación de sexo convertido en Wendy Carlos) que desgranara por el sintetizador Moog pasajes de Beethoven y aportara alguna pieza de su autoría como la maravillosa introducción.

Genio es el que crea pero también el que se apodera de otro genio y lo vuelve parte de su mundo. Si el vals de Johann Strauss ya es parte indisoluble de las estaciones espaciales para cualquier cinéfilo y no de los casamientos, la Novena estará para siempre asociada al mundo sensible musicalmente y ultraviolento de Alex. Naranja mecánica también podría ser un musical pesadillesco.

La encargada del vestuario Milena Canonero, que luego ganaría un Oscar por Barry Lyndon (1975), recuerda que Kubrick le dijo: “Primero vas a ayudar al diseñador de producción, John Barry. Quiero que aprendas cómo se buscan localizaciones. Mientras tanto, piensa en la película. No quiero ciencia ficción. Se trata de algo más ambiguo. Se trata del hoy. Se trata del mañana. Hablaremos del vestuario en cuanto te vayas haciendo a la idea de lo que quiero conseguir”. Y le dio una cámara Nikon con gran angular y la mandó a sacar fotos por todo Londres. También contaba con dinero para comprar libros de arte (“si no son caros compra dos”) y ropa antigua en subastas. Al final lo que resultó para los drugos fue una especie de traje de cricket, con el agregado de los sombreros, los protectores inguinales y una pestaña postiza para Alex, además de bastones, cadenas y navajas.

Así es el Mundo Kubrick, siempre cambiante, imprevisible. Después de este delirio violento llegaría Barry Lyndon, una película parsimoniosa y pictórica sobre el siglo XVIII. Después una de terror: El resplandor (The Shining, 1980). Después una sobre Vietnam: Nacido para matar (Full Metal Jacket, 1987). Y después un drama inclasificable: Ojos bien cerrados (Eyes Wide Shut, 1999), el canto del cisne. ¿Dónde están sus admiradores? En todos lados. ¿Y sus discípulos? Eso es mucho más difícil. Nadie hasta el momento pudo “copiar” o siquiera acercarse al estilo de Kubrick.

La adaptación de Naranja mecánica —cualquier traslación de la literatura al cine implica otro lenguaje— fue bastante fiel aunque con pequeños cambios. El principal es que Alex no tiene 15 años, como en la novela, sino 27, que era la edad de McDowell en el momento del rodaje. Además, el exquisito gusto del adolescente por la música clásica en la novela se extiende a Bach, Mozart y al compositor norteamericano Geoffrey Plautus, que… no existe. Otro pequeño detalle es que “La naranja mecánica” es el título del libro en el que trabaja el escritor cuando Alex y los drugos entran a su casa y la vandalizan, desparramando por los aires las hojas antes de violar a su mujer. En la película no existe ninguna mención, con lo cual el título vuela directo hacia la imaginación del espectador.

Burgess, cristiano confeso, al parecer agregó un capítulo final a su novela donde el personaje se arrepiente de lo que hizo. Kubrick, ateo confeso, leyó la edición norteamericana que no contenía ese capítulo y así la llevó a la pantalla. En el epílogo (supongo que a nadie molestará el espoileo, a esta altura es como decir que Macbeth la queda o JFK termina asesinado en Dallas), Alex se encuentra en el hospital disfrutando otra vez con la Novena de Beethoven, ahora junto al primer ministro, que le da de comer en la boca como un buen amigo. El gobierno le ha conseguido un trabajo y ya está listo nuevamente para emprender sus tropelías. Nada de arrepentimiento. La traducción española de Minotauro de 1973 concluye igual que la película: “Oh, qué suntuosidad, qué yumyumyum. Cuando llegó el scherzo pude videarme clarito corriendo y corriendo sobre nogas muy livianas y misteriosas, tajeándole todo el litso al mundo crichante con mi filosa britba. Y todavía faltaban el movimiento lento y el canto hermoso del último movimiento. Sí, yo estaba curado”.

Vida Cultural
2021-02-03T15:47:00