El hombre con las respuestas era Mike Hayden, el general tres estrellas de la Fuerza Aérea que lideraba la Agencia Nacional de Seguridad (NSA, por su sigla en inglés). Si la comunidad de inteligencia es el cerebro de la seguridad nacional, la NSA es parte de la materia gris (...). Mike me dijo que la NSA tenía la capacidad de monitorear esas llamadas de Al Qaeda en los Estados Unidos antes del 11 de setiembre. Pero que él no tenía la autoridad legal para hacerlo sin antes recibir una orden judicial, un proceso que podía ser difícil y lento.
La causa era una ley de Vigilancia de Inteligencia en el Exterior (FISA, por su sigla en inglés). Escrita en 1978, antes del uso masivo de teléfonos celulares y la Internet, FISA prohibía a la NSA monitorear comunicaciones que involucraran gente adentro de los Estados Unidos sin una orden de la corte de FISA. Por ejemplo, si un terrorista en Afganistán contactaba a un terrorista en Pakistán, la NSA podía interceptar esa conversación. Pero si el mismo terrorista llamaba a alguien en los Estados Unidos, o enviaba un email que tocaba a un servidor norteamericano, la NSA tenía que pedir una orden judicial.
Eso no tenía ningún sentido. ¿Por qué iba a ser más difícil monitorear las comunicaciones de Al Qaeda con terroristas adentro de los Estados Unidos que las de sus socios en el exterior? Como dijo Mike Hayden, estábamos “volando a ciegas sin un sistema de alerta temprana”.
Después del 11 de setiembre, no podíamos permitirnos volar a ciegas. Si los elementos de Al Qaeda estaban llamando dentro o fuera de los Estados Unidos, sin dudas necesitábamos saber a quién estaban llamando y qué estaban diciendo. Y dada la urgencia de las amenazas, no podíamos permitirnos empantanarnos en el proceso de aprobación de las órdenes judiciales.
(...) Mantener vigilancia contra nuestros enemigos en guerra caía dentro de las potestades garantizadas por la resolución de guerra del Congreso y por la autoridad constitucional del Comandante en Jefe. Abraham Lincoln había intervenido las máquinas del telégrafo durante la Guerra Civil. Woodrow Wilson había ordenado interceptar virtualmente todas las llamadas y mensajes de telégrafo saliendo o entrando a los Estados Unidos durante la Primera Guerra Mundial. Franklin Roosevelt había permitido a los militares leer y censurar comunicaciones durante la Segunda Guerra Mundial.
Antes de aprobar el Programa de Vigilancia Terrorista (TSP, por su sigla en inglés), quería asegurarme de que había garantías para prevenir abusos. No tenía el deseo de que la NSA se transformara en un Gran Hermano orwelliano. Yo sabía que los hermanos Kennedy se habían asociado con J. Edgar Hoover para escuchar ilegalmente las conversaciones de gente inocente, incluyendo a Martin Luther King Jr. Lyndon Johnson había continuado con esa práctica. Yo creía que ese había sido un capítulo triste en nuestra historia y no lo iba a repetir.
En la mañana del 4 de octubre de 2001, Mike Hayden y el equipo legal llegó al Salón Oval. Me aseguraron que el TSP había sido cuidadosamente diseñado para proteger las libertades civiles de la gente inocente. El propósito del programa era monitorear los llamados ‘números sucios’, que los profesionales de Inteligencia tenían razones para creer que pertenecían a elementos de Al Qaeda.
(...) Di la orden de proceder con el programa. Consideramos ir al Congreso para obtener legislación, pero miembros claves de los dos partidos que recibieron informes altamente secretos sobre el programa estuvieron de acuerdo en que la vigilancia era necesaria y que un debate legislativo no era posible sin exponer nuestros métodos al enemigo.
Yo sabía que el TSP se volvería controversial algún día. Sin embargo, lo creía necesario. Los escombros en el World Trade Center aún estaban ardiendo. Todas las mañanas yo recibía informes de inteligencia sobre otro posible ataque. Monitorear las comunicaciones de los terroristas dentro de los Estados Unidos era esencial para mantener seguro al pueblo norteamericano.
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El 22 de diciembre (de 2001), un pasajero británico llamado Richard Reid intentó hacer explotar un vuelo de American Airlines en el que viajaban 197 personas desde París a Miami, mediante la detonación de explosivos en sus zapatos. Afortundamente, un miembro de la tripulación notó su conducta sospechosa y los pasajeros lo anularon antes de que pudiera producir la detonación. El avión fue desviado a Boston, donde Reid fue arrestado y esposado. Luego les dijo a sus interrogadores que su objetivo era paralizar la economía de Estados Unidos con un ataque durante la temporada de vacaciones. Se declaró culpable de ocho cargos de actividad terrorista y recibió una sentencia de por vida en una prisión de máxima seguridad en Florence, Colorado.
(...) El desastre que estuvo a punto de ocurrir en el Atlántico resaltó una grieta mayor en nuestra aproximación a la guerra al terror. Cuando Richard Reid fue arrestado, rápidamente fue ubicado dentro del sistema de Justicia penal de Estados Unidos, el cual le aseguraba las mismas protecciones constitucionales que a un criminal común. Pero el de los zapatos explosivos no era un ratero o un ladrón de bancos; era un soldado de la guerra de Al Qaeda contra Estados Unidos. Él le había enviado un e-mail a su madre dos días antes de su frustrado ataque: ‘Lo que estoy haciendo es parte de la actual guerra entre el Islam y los infieles’. Dándole a este terrorista el derecho a permanecer en silencio, nos privábamos a nosotros mismos de la oportunidad de recoger informaciones vitales de inteligencia sobre su plan y sus jefes.
El caso de Reid puso en claro que necesitábamos una nueva política para tratar con los terroristas capturados. En este nuevo tipo de guerra, no hay más valiosa fuente de inteligencia sobre potenciales ataques que los propios terroristas. En medio del constante torrente de amenazas posteriores al 11 de setiembre, tuve que lidiar con tres de las decisiones más críticas que adoptaría en la guerra contra el terror: dónde mantener a los luchadores enemigos capturados, cómo determinar su estatuto legal y asegurar que eventualmente enfrentaran a la Justicia, y cómo saber lo que ellos sabían sobre futuros ataques, de modo que pudiéramos proteger al pueblo norteamericano.
Incialmente, la mayoría de los luchadores de Al Qaeda capturados fueron mantenidos para interrogarlos en prisiones en el campo de batalla en Afganistán. En noviembre, funcionarios de la CIA fueron a interrogar a prisioneros talibanes y de Al Qaeda detenidos en una primitiva fortaleza afgana del siglo XIX, Qala-i-Jangi. Un motín se produjo. Utilizando armas ingresadas de contrabando al complejo, luchadores enemigos mataron a uno de nuestros oficiales, Johnny ‘Mike’ Spann, transformándolo en el primer estadounidense muerto en combate en la guerra.
La tragedia resaltó la necesidad de una instalación segura para mantener confinados a los terroristas capturados. Había pocas opciones, ninguna particularmente atractiva. Por un tiempo, mantuvimos a los detenidos de Al Qaeda en barcos de la Armada en el mar de Arabia. Pero eso no representaba una solución viable en el largo plazo. Otra posibilidad era enviar a los terroristas a una base segura en una isla o un territorio de Estados Unidos lejano, como Guam. Pero mantener a los terroristas capturados en territorio estadounidense podría activar las protecciones constitucionales que, de otro modo, ellos no recibirían, como el derecho a permanecer en silencio. Eso hubiera hecho mucho más difícil conseguir la inteligencia que se precisaba urgentemente.
Decidimos mantener a los detenidos en una estación naval remota sobre la punta sur de Cuba: la bahía de Guantánamo. La base estaba en territorio cubano, pero Estados Unidos la controlaba bajo el usufructo adquirido después de la guerra entre España y Estados Unidos. El Departamento de Justicia me dijo que los prisioneros llevados allí no tenían derecho a acceder al sistema penal de Justicia de Estados Unidos. El área que rodeaba a Guantánamo era inaccesible y escasamente poblada. Mantener terroristas en la Cuba de Fidel Castro no era precisamente un proyecto atractivo. Pero como Don Rumsfeld dijo, Guantánamo era la ‘opción menos peor’ disponible.
(...) Yo también decidí crear un sistema legal para determinar la inocencia o culpabilidad de los detenidos. George Washington, Abraham Lincoln, William McKinley y Franklin Roosevelt habían enfrentado dilemas similares sobre cómo llevar a los enemigos capturados ante la Justicia durante tiempos de guerra. Y todos habían llegado a la misma conclusión: una corte operada por los militares.
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El 28 de marzo de 2002, podía escuchar la excitación en la voz de George Tenet (director de la CIA). Me informó que la Policía de Pakistán —con una mano del FBI y de la CIA— había lanzado una operación contra numerosas casas seguras de Al Qaeda en la ciudad paquistaní de Faisalabad. Habían atrapado a más de dos docenas de elementos, incluyendo a Abu Zubaydah.
Yo había estado escuchando informes sobre Zubaydah durante meses. La comunidad de inteligencia creía que era un socio cercano de Osama bin Laden y un jefe reclutador y operador que había dirigido un campo en Afganistán donde algunos de los secuestradores del 11 de setiembre se habían entrenado. Era sospechoso de haber estado involucrado en complots previos para destruir objetivos en Jordania y volar el aeropuerto internacional de Los Ángeles. La CIA creía que estaba planificando atacar a Estados Unidos otra vez.
Zubaydah había sido severamente herido en la batalla previa a su arresto. La CIA mandó un médico top, que le salvó la vida. Los paquistaníes nos lo dieron para que lo tuviéramos bajo nuestra custodia. El FBI comenzó a interrogar a Zubaydah, que claramente había sido entrenado para resistir los interrogatorios. Reveló pistas y pedazos de información que él creía que nosotros ya conocíamos. Alarmantemente, no sabíamos mucho. Por ejemplo, recibimos información definitiva sobre el nuevo alias de Khalid Sheikh Mohammed, de quien Zubaydah confirmó que había planificado los ataques del 11 de setiembre.
De pronto, Zubaydah paró de responder preguntas. George Tenet me dijo que los interrogadores creían que Zubaydah tenía más información para revelar. Si él estaba escondiendo algo más, ¿qué podría ser? Zubaydah era nuestro mejor guía para prevenir otro ataque catastrófico. ‘Tenemos que conocer lo que él sabe’, le dije al equipo. ‘¿Qué opciones tenemos?’.
Una opción era, para la CIA, tomar el interrogatorio a Zubaydah y trasladarlo a un lugar seguro en otro país donde la agencia tuviera un total control sobre el entorno. Los expertos de la CIA prepararon una lista de técnicas de interrogación diferentes a las que Zubaydah había resistido con éxito. George me aseguró que todos los interrogatorios serían desarrollados por experimentados profesionales de inteligencia que habían pasado por un cuidadoso entrenamiento. Personal médico estaría en el lugar para garantizar que el detenido no fuera herido ni física ni mentalmente.
Bajo mi dirección, el Departamento de Justicia y los abogados de la CIA llevaron adelante una cuidadosa revisión legal. Concluyeron que el programa de interrogatorios mejorados cumplía con la Constitución y todas las leyes aplicables, incluyendo aquellas que prohíben la tortura.
Eché un vistazo a la lista de técnicas. Había dos que yo sentía que iban demasiado lejos, aun cuando fueran legales. Le ordené a la CIA no usarlas. Otra técnica era el submarino, un proceso de ahogo simulado. Sin dudas el procedimiento era duro, pero médicos expertos aseguraron a la CIA que no provocaba daños duraderos.
Yo sabía que un programa de interrogación tan sensible y controversial sería público algún día. Cuando ocurriera, nos abriríamos a la crítica de que Estados Unidos había comprometido sus valores morales. Pero la alternativa entre seguridad y valores era real. Si yo no hubiera autorizado la práctica del submarino para líderes jefes de Al Qaeda, hubiera tenido que aceptar un riesgo mayor de que el país fuera atacado. Con las secuelas del 11 de setiembre presentes, ese era un riesgo que yo no quería tomar. Mi más solemne responsabilidad como presidente era proteger al país. Yo aprobé el uso de las técnicas de interrogación.
Las nuevas técnicas probaron ser altamente eficientes. Zubaydah reveló grandes cantidades de información sobre la estructura y las operaciones de Al Qaeda. (...) Zubaydah explicó después a sus interrogadores por qué había empezado a responder preguntas de nuevo. Su entendimiento del Islam significaba que él tenía que resistir los interrogatorios sólo hasta un cierto punto. El submarino fue la técnica que le permitió a él llegar a ese umbral, cumplir con su deber religioso y entonces, cooperar. ‘Ustedes deben hacer esto a todos mis hermanos’, dijo.
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(Con el paso de los años) los abogados defensores de los detenidos empezaron a moverse con más urgencia. En 2004, el abogado de la Armada para Salim Hamdan —el chofer de Osama bin Laden, que había sido capturado en Afganistán— desafió la legitimidad del tribunal (militar). La Corte de Apelaciones mantuvo la validez de esos tribunales como un sistema de justicia en tiempos de guerra. Pero en junio de 2006, la Suprema Corte invalidó ese fallo. La Corte decidió que, a diferencia de Franklin Roosevelt y otros predecesores, yo necesitaba una autorización explícita del Congreso para establecer los tribunales.
La sentencia también afectó el programa de interrogatorios de la CIA. En su opinión mayoritaria, el juez John Paul Stevens dictaminó que una parte de las Convenciones de Ginebra (...) aplicaban de alguna manera para la guerra de Estados Unidos con Al Qaeda. Eso prohibía “ultrajes sobre la dignidad personal”, una frase vaga que podría ser interpretada hasta significar casi nada. Como resultado, los abogados de la CIA se preocuparon por la posibilidad de que personal de inteligencia que había interrogado a terroristas podría de pronto enfrentar amenazas legales.
Yo discrepé fuertemente con la decisión de la Corte, a la cual consideré un ejemplo de activismo judicial. Pero acepté el papel de la Suprema Corte en nuestra democracia constitucional .(...) No importa si a los presidentes les gustan o no: las decisiones de la Corte son la ley de la patria.
La decisión de la Suprema Corte dejó en claro que era tiempo de buscar legislación para codificar el sistema de tribunales militares y el programa de interrogatorios de la CIA. Yo llevé el tema al pueblo con una serie de discursos y declaraciones. La más dramática llegó en el Salón Este de la Casa Blanca en setiembre de 2006. Como forma de resaltar lo que estaba en juego al aprobar la ley, anuncié que transferiríamos a Khalid Sheikh Mohammed (el cerebro de los atentados del 11 de setiembre) y otros 30 detenidos de alto rango de Al Qaeda desde la custodia de la CIA en el exterior a Guantánamo, donde enfrentarían juicios con los nuevos tribunales que el Congreso crearía.
‘Esta ley transforma al presidente en un dictador’, proclamó un congresista. Otros legisladores compararon la conducta de nuestros profesionales de la CIA con los talibanes y Sadam Hussein.
Yo confiaba en que el pueblo norteamericano tendría un juicio mejor. La mayoría de los estadounidenses entendieron la necesidad de tener profesionales de inteligencia con las herramientas necesarias para obtener información de los terroristas que planificaban ataques contra nuestro país. Y no querían que los detenidos en Guantánamo fueran traídos a Estados Unidos y juzgados en cortes civiles con los mismos derechos constitucionales que los delincuentes comunes.
Un mes después de mi discurso en el Salón Este, el Congreso aprobó la Ley de Comisiones Militares con una confortable mayoría bipartidaria. Contenía todo lo que habíamos pedido, incluyendo la autorización a los tribunales para recomenzar y al presidente para emplear técnicas mejoradas de interrogación, en caso de que lo quisiera.
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Luego del shock del 11 de setiembre, no había ningún plan de acción legal, militar o político para confrontar a un nuevo enemigo que rechazaba todas las reglas tradicionales de la guerra. Para el momento en que abandoné el gobierno, habíamos dejado en funcionamiento un sistema de efectivos programas contraterroristas basados en un sólido cimiento legal y legislativo.
Por supuesto, hay cosas que me hubiera gustado hacer de modo diferente. Yo estoy frustrado por el hecho de que los tribunales militares actuaron tan lentamente.
(...) La dificultad de realizar los juicios hizo más difícil alcanzar una meta que me había puesto al comienzo de mi segundo mandato: cerrar la prisión de Guantánamo de una manera responsable. Así como pienso que abrir Guantánamo después del 11 de setiembre era necesario, el centro de reclusión se había transformado en una herramienta de propaganda para nuestros enemigos y en una distracción para nuestros aliados. Trabajé buscando un camino para cerrar la prisión sin comprometer la seguridad. En el momento en que dejé la Casa Blanca, la cantidad de detenidos en Guantánamo había caído de cerca de 800 a menos de 250. Mi esperanza es que muchos de los que aún permanecen enfrenten un juicio por sus crímenes. Algunos de los duros y peligrosos terroristas en Guantánamo pueden ser muy difíciles de tratar. Yo sabía que si los liberaba y ellos mataban estadounidenses, la sangre quedaría en mis manos. Decidir cómo manejar a esas personas es la parte más difícil de clausurar Guantánamo”.