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Alain (Vincent Lindon) acaba de cumplir 18 meses en prisión por contrabando de drogas. Es camionero y solo pretendía hacer un mandado para otros, pero ahora es un desempleado y está forzado a vivir con su madre Yvette (Hélène Vincent) en un pueblito cerca de los Alpes franceses, donde escasea el trabajo y hay poca diversión. Dos cosas enturbian su rehabilitación: una es su propia culpa, porque su carácter hosco y poco comunicativo no le arrima amistades ni mucho menos compañeras sentimentales, porque ya tiene casi cincuenta años y está solo. Esa también es su culpa, porque de ahí deriva el segundo obstáculo: se lleva mal con su vieja madre, una señora de pocas palabras (bueno, por algo él salió así), viuda reciente y maniática del orden y la limpieza, algo que ese grandulón de malos modales no entiende y menos respeta.
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La relación madre-hijo es el centro del relato y no es algo grato de contemplar. La ternura maternal es una cualidad muy ajena a esa anciana incapaz de sonreír y que siente invadida su privacidad por ese hijo que se entiende ha sido díscolo toda su vida y ahora viene, ya veterano, a comer y a dormir en su mismo cuarto de adolescente. La única compañía de ella es un vecino de toda la vida (Olivier Perrier), con quien a veces charla y toma el té, y con quien el mismo Alain se siente cómodo porque lo conoce desde la niñez. De pronto, aparece una viuda atractiva y dispuesta (Emmanuelle Seigner) para que Alain tenga alguna expansión sexual aunque no demuestre el más mínimo sentido de compromiso. El tipo pisotea todo lo que toca, algo que su madre seguramente sabe y es lo que ha oficiado de barrera infranqueable entre ellos a través de los años.
Mientras él vaga, fuma, toma vino y come lo que la vieja le prepara (sin dirigirse siquiera la palabra uno al otro), ella barre, lava la ropa, cocina, come, lava los platos, cose, lava el piso y espera pacientemente que llegue el final, sin ilusiones ni satisfacciones. Dentro de su rutina, ha incorporado la muerte, de tal manera que al saber que padece un cáncer terminal ha contratado un servicio en Suiza (la muerte asistida está prohibida en Francia) para que, civilizadamente, le evite padecer el mismo sufrimiento que tuvo que soportar su marido. Todo está arreglado fría y calculadamente, sin rendir cuentas a nadie, menos a su hijo.
Hay escenas muy duras en esta película de Stéphane Brizé, cuya carrera incluye otros tres títulos conocidos en Uruguay: “El azul de las ciudades” (1999), “No estoy para que me amen” (2005) y “Une affaire d’amour” (Mademoiselle Chambon, 2009). Es un hombre joven (nació en 1966) pero sabe comunicar la fuerza de los sentimientos humanos, mostrar lo que suele pasar cuando ellos no se expresan y conoce muy bien las relaciones filiales extremas y conflictuadas. Esos personajes en apariencia duros e insensibles tendrán inevitablemente que pasar por su prueba de fuego. Cuando dos seres no tienen otra cosa en la vida que uno al otro, en algún momento van a tener que derribar la muralla de frialdad e indiferencia tras la cual se han refugiado y tomarse de la mano, mirarse a los ojos y llorar, dejando salir toda esa ternura reprimida que estaba a punto de estallar.
Si eso sucede, y los actores son tan buenos como Lindon y Vincent (sobre todo ella, en imponente trabajo), la dirección tan sensible y finamente observadora como la de Brizé, los antecedentes tan calculada y oportunamente colocados como libreto y cámara han sabido disponer, es probable que muchos espectadores lloren también. No hay que tener vergüenza por ello, ni pensar que se está ante un melodrama lacrimógeno y trivial. Nada de eso. Algunas horas de primavera es una historia de sentimientos y de pérdidas, pero también una especie de catarsis donde la vida (o el final de ella) triunfa sobre la muerte y el espectador sale con la sensación de haber atravesado una experiencia enriquecedora.
“Algunas horas de primavera” (“Quelques heures de printemps”), Francia, 2012. Dirigida por Stéphane Brizé. Escrita por Brizé y Florence Vignon. Con Vincent Lindon, Hélène Vincent, Emmanuelle Seigner, Olivier Perrier, Ludovic Berthillot, Sylvie Jobert. Duración: 108’.