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Allá por 1950, Raymond Chandler decretaba la muerte de la novela policial clásica, la del whodunit, la del crimen en habitaciones cerradas y de las ancianas metidas a detective. En su ensayo El simple arte de matar, el creador del gran Phillip Marlowe nos recordaba que el crimen siempre se comete por un motivo real y no por uno que solo sirva al ejercicio intelectual del lector. Que los detectives tienen que tener el físico adecuado para serlo y que por lo general esos detectives suelen ser policías o expolicías. En resumen, Chandler venía a decir que la nueva novela policial, inaugurada por Dashiell Hammett en los años 20, “sacó el asesinato del jarrón veneciano para arrojarlo al callejón”, devolviéndolo a quienes lo cometen en la vida real.
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Todo eso es verdad, pero no es menos cierto que, si bien el grueso de la ficción policial que se ha creado desde entonces pertenece mayoritariamente al hard boiled o policial duro, los enigmas clásicos y sus ancianitas investigadoras siguen teniendo su parte en el asunto. Alcanza con recordar a la notable Angela Lansbury y su Jessica Fletcher reporteando el crimen y cazando asesinos por toda la geografía de Estados Unidos. Heredera de la aún más clásica Miss Marple creada por Agatha Christie, la serie Reportera del crimen (Murder, She Wrote) fue una de las series televisivas de más éxito en los noventa. Es decir, el tradicional whodunit siguió vivito y coleando a pesar de que el policial duro le comió buena parte del terreno en la ficción. Magpie Murders, serie británica estrenada por AXN, que se puede ver on demand por TCC, se instala en ese margen en que los enigmas y las detectives aficionadas viven y luchan.
En la serie, la editora Susan Ryeland recibe la última novela del escritor de misterio Alan Conway y descubre que falta el último capítulo. Antes de que pueda reclamarle la falta al autor, este fallece al caer de lo alto de la torre que corona su mansión, ubicada en la campiña de Suffolk. Tras consultar en su editorial si alguien vio el capítulo perdido y constatar que nadie lo vio, Ryeland se dirige a la mansión del finado para buscar allí el texto faltante. Una vez en el lugar, la editora comienza a sospechar que la muerte de Conway, un escritor arrogante e insoportable, no fue accidental.
Hasta ahí todo normal, podría tratarse de una novela de Agatha Christie. Pero como ocurre con toda la ficción que intente ganarse la atención de un público actual, la serie inglesa recurre a algunos giros formales que la alejan de lo tradicional. En Magpie Murders, guionada por Anthony Horowitz, también autor de la novela, la acción se desdobla en dos planos: por un lado, la investigación que la editora Ryeland lleva a cabo en el mundo real y, por otro, la investigación que el detective Atticus Pünd lleva a cabo en la novela del fallecido Conway. Claro, como está desaparecido el último capítulo del libro, en ninguno de los dos planos se sabe quién es el asesino.
Más allá de los evidentes valores de producción, entre los que se destaca una cuidadísima reconstrucción de la época en que se desarrolla la investigación de Pünd, es notable cómo la serie articula ambos planos narrativos en la pantalla. Por ejemplo, el coche verde de la década del cincuenta que en la novela transporta a Pünd y a su asistente circula de izquierda a derecha por una carretera en la campiña inglesa. En el momento en que sale del plano, ingresa a este el deportivo rojo que conduce la editora Ryeland en la realidad, sesenta años más tarde, todo en una sola secuencia perfectamente fluida. Ficción y realidad (que también es ficción) se enlazan siempre de manera natural en la serie.
Tan es así que buena parte de los actores ocupan roles en ambas líneas de tiempo. ¿Cuál es la explicación narrativa para tal desdoblamiento? Que el autor en la ficción, Alan Conway, decidió usar personajes de su vida real en la novela. Y que lo hizo como una forma de ajustarles cuentas allí. Por ejemplo, un alumno que le cayó mal en una master class que dio en su momento, es un tosco jardinero en su ficción. Su hermana, con la que mantiene un conflicto en la vida real, se desdobla en la sospechosa hermana del asesinado Sir Magnus Pye en la novela sin capítulo final. Lo mismo con varios otros personajes que, dependiendo de cómo le hayan caído a Conway en vida, serán mejor o peor tratados en el libro.
Agregando un giro más a la trama y al tono de la serie, aunque el escritor Alan Conway es millonario y popular, odia escribir novelas policiales clásicas. Él desea ser reconocido como un autor serio y no como un escritor de baratijas comerciales. Cada éxito editorial que obtiene gracias a su detective Atticus Pünd solo sirve para agriarle aún más su ya agrio carácter y mostrarlo cada vez más antipático ante quienes lo conocen. Ese conflicto interior (y exterior, cuando Conway bebe demasiado) es parte del telón de fondo de la serie.
Mención aparte merece el estupendo nivel del elenco, encabezado por Lesley Ann Manville, quien compone una Ryeland divertida e inteligente. El repelente Alan Conway es interpretado de manera perfectamente exasperante por el actor norirlandés Conleth Hill. El famoso detective de la ficción creada por Conway, Atticus Pünd, es protagonizado por un carismático y muy particular Tim McMullan. Tal como suele ocurrir con las ficciones británicas, el resto del elenco es sólido y proporciona una coherencia absoluta al programa.
Sin meterse en muchas complicaciones filosóficas sobre el sentido de la creación, Magpie Murders se permite bromear sobre el género que transita, jugando con sus límites y despachando de manera poco complicada la resolución de los crímenes que la justifican. Claro, a lo largo de sus seis capítulos resolvió dos crímenes por el precio de uno, cuestionó y certificó la validez del policial clásico y de yapa sumergió al espectador en la lógica de la Inglaterra rural de los años cincuenta del siglo pasado. ¿Por qué debería entretenerse mucho con la exposición final del asesino, lo más predecible del género? Además, como le dice Atticus Pünd a Susan Ryeland en uno de los muchos diálogos que sostienen a lo largo de la serie: “En mi mundo, el detective siempre atrapa al asesino”.