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    Mil kilómetros a puro mocasín

    Exitoso debut de una narradora británica

    Ella tiene apellido literario, fue actriz de teatro y televisión y es en su país una reconocida autora de obras de teatro radiales. Pero en el año 2012, el nombre de Rachel Joyce quedó unido a una novela, la primera que escribió y que se convirtió de inmediato en un éxito. Se llama El insólito peregrinaje de Harold Fry, vendió en los primeros seis meses 90.000 ejemplares en Inglaterra y ya fue traducida al alemán, al francés y al español. Además, la BBC compró los derechos para filmar una road movie. Nada mal para un primer libro.

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    La anécdota de Joyce es muy simple y tiene ecos de películas como “Historias mínimas”, de Carlos Sorín o “Una historia sencilla”, de David Lynch. Aquí también hay un hombre veterano que se aventura en un largo viaje para reencontrarse con un ser querido del que se ha alejado. Lo diferente en este caso es que el protagonista, Harold Fry, no viaja a dedo, ni en su podadora de pasto, ni tampoco en ómnibus o en tren. Él emprende su travesía a pie y calzado con unos endebles mocasines náuticos. Y el viaje es extenso: camina durante 87 días a lo largo de 1.000 kilómetros.

    Para entender tal hazaña, hay que conocer primero a Harold Fry. Él es un hombre que acaba de jubilarse después de trabajar durante 45 años como representante comercial de una fábrica de cervezas. Reservado y humilde, siempre quiso pasar desapercibido, y al dejar el trabajo se vuelve un ser más ensimismado que casi no sale de su casa.

    Con su esposa Maureen está casado desde hace 40 años, pero el matrimonio ha caído en una rutina tediosa, de esas que van minando el espíritu. Entre ellos hablan solo lo imprescindible, casi siempre sobre temas domésticos, y duermen en cuartos separados. “Maureen dejó de hablarle, de gritarle, de encararse con él. Aquel nuevo silencio era distinto al anterior. En el pasado se habían abstenido de hablar por no hacerse más daño, pero ahora no quedaba nada por salvar. Ella no tenía que poner voz a los pensamientos que cruzaban su mente. Solo con mirarla, Harold sabía que no había ninguna palabra, ningún gesto, que le permitiera reconciliarse con su mujer”.

    Sin embargo, en otra época ellos fueron felices, y a veces asoma de forma callada el deseo de recuperar esa felicidad: “Anhelaba tocarla como en los viejos tiempos, inclinar la cabeza y apoyarla en su hombro”, piensa Harold cuando ya lleva varios kilómetros de carretera.

    Lo que cambia la vida de este personaje es la llegada de una carta. Quien le escribe es Queenie Hennessy, una ex compañera de trabajo a quien no ve desde hace 20 años. Ella se había marchado sin despedirse y él había quedado en deuda, porque Queenie lo había salvado de algo importante. La carta es una triste despedida porque la mujer le cuenta que tiene cáncer y que tal vez muera en poco tiempo. Harold comienza entonces a escribirle una respuesta, pero cuando va hacia el buzón de su barrio a echar la carta, no lo hace. Y tampoco lo hace en los siguientes buzones porque ha decidido llevarle la respuesta en persona. Él tiene la esperanza de que mientras esté caminando, su amiga vaya a seguir viviendo. “Mandar una carta no bastaba. Tenía que haber otro modo de cambiar las cosas”, se dice a sí mismo.

    Con ropa liviana, sin celular y con una tarjeta de crédito, Harold atraviesa por rutas, campos desolados, pueblos y ciudades inglesas de nombres impronunciables. Pasa calor y frío, hambre y miedo, se llaga los pies y muchas veces está al borde de la derrota, pero no abandona su viaje ni tampoco sus mocasines, a los que les cambia la suela de vez en cuando.

    Poco a poco, el viaje va transformando a Harold. Comienza durmiendo en hoteles de carretera y en alguna casa hospitalaria, pero termina uniéndose a la naturaleza y pasando las noches a la intemperie, alimentándose de lo que encuentra por el camino o de lo que le ofrecen a su paso. “La gente salía a comprar leche o a llenar el depósito de gasolina, incluso a echar cartas al buzón, y lo que nadie más sabía era el terrible peso que cargaba dentro de sí, el esfuerzo sobrehumano que suponía a veces aparentar que se era normal y se formaba parte de cosas que parecían fáciles y cotidianas, la soledad que implicaba todo ello”. 

    Como sucede en las historias de carretera, el trayecto implica también un viaje interior del personaje. A medida que Harold avanza, también recuerda y recupera retazos de su vida, los momentos alegres y los de terrible tragedia y, de alguna forma, se va salvando a sí mismo: “Al andar, daba rienda suelta al pasado que durante veinte años había tratado de reprimir y que ahora bullía en su mente con una energía desenfrenada que no atendía razones. Harold ya no medía la distancia en kilómetros, sino en recuerdos”.

    Además de este proceso íntimo, lo atractivo de la novela son los personajes que se cruzan en el camino del protagonista. De todos aprende algo: de la chica de la gasolinera que le habla de una fe cargada de ingenua esperanza, de un escritor vanidoso, de una médica eslovena que trabaja limpiando pisos y de una mujer ciclista, atlética y muy confiada en sí misma que lleva el dolor marcado en las cicatrices de sus brazos. Y también están cantidad de seres anónimos que lo impulsan a seguir o que le plantean varios obstáculos. “Conoció a un inspector de hacienda reconvertido en druida que llevaba diez años sin calzarse. Habló con una joven que iba tras la pista de su verdadero padre, con un cura que le confesó que tuiteaba en misa, con varias personas que estaban entrenándose para la maratón y con un italiano que tenía un loro cantor”. A todos ellos Harold les responde de forma sencilla cuando le preguntan si lo logrará: “Si sigo poniendo un pie delante del otro, es obvio que algún día llegaré. Empiezo a creer que pasamos mucho más tiempo sentados del que deberíamos”.

    Joyce sorprende con su fuerza narrativa y su gran poder de observación de las conductas humanas. Su novela tiene todos los ingredientes para caer en los golpes bajos y en la fácil sensiblería, pero la autora los evita porque su personaje no es ni un gran samaritano ni un héroe exitoso. Por el contrario, quiere ser un hombre normal, y ese es su gran desafío. En épocas de consumo y más consumo, Joyce emociona con una historia de desprendimiento inspirada en su propia experiencia, según ha confesado en algunas entrevistas. Porque, después de todo, lo que más importa puede cargarse en una bolsa de plástico y trasladarse en unos simples mocasines náuticos.

    “El insólito peregrinaje de Harold Fry”, de Rachel Joyce. Salamandra, 2012, $ 450, 311 páginas.