Cientos de parejas bailan salsa en una plaza de comidas. Un concierto de Bach y Mozart a sala llena en una biblioteca de Piedras Blancas. Una multitud celebra el aniversario del principal centro cultural y deportivo de la periferia. En Montevideo existen programas culturales más allá del Centro y los barrios costeros. Especialmente en invierno.
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Bien chévere.
Noche fría de junio en el Mercado Agrícola. Afuera, el invierno manda. Adentro hace calor, y no solo por la calefacción. En el ala norte del hermoso edificio recuperado en la Aguada, más de mil personas se concentran en torno a la Banda Sinfónica de Montevideo (BSM). La plaza de comidas desbordada. Las escenas de baile invaden pasillos y rincones: mujeres solas, hombres solos, parejas, padres con niños en los hombros, compañeros de trabajo. No todos los días se puede ver a cientos de montevideanos bailando salsa en un centro comercial. Unos cuantos son venezolanos, arriba y abajo del escenario. Una postal cada vez más frecuente en Montevideo. Más de 30 músicos uniformados de traje y corbata interpretan Son del Caribe, un concierto de música tropical dirigido por el venezolano Alberto Vergara Icaza, junto a un pianista, un coro y una pareja de baile, todos del país caribeño. Comienza con un ícono salsero como Mambo Nº 5 y sigue con clásicos como Pedro Navaja (Blades), Caballo viejo (Simón Díaz), Aparte de ti (Rada) y La banda (Héctor Lavoe). Muchos espectadores visten la camiseta vino tinto. Vergara y el cantante Juan Morales saludan a sus compatriotas, pero no entran en comentarios sobre la compleja situación que vive el país.
Es una de las decenas de conciertos que la BSM ofrece cada año en diferentes zonas de la ciudad. El cuerpo musical más antiguo de Montevideo (fue fundado en 1907), dirigido desde hace unos años por Martín Jorge, circula por clubes sociales, salones comunales de viviendas, facultades, plazas, gimnasios de escuelas. La banda toca en toda la ciudad y vaya donde vaya genera una respuesta cálida y vibrante en el público. Si bien son frecuentes las paradas en el Solís o la Zitarrosa, la mayoría de los conciertos son fuera de las salas. Esta temporada, 48 de las 70 fechas programadas son “descentralizadas”.
Una banda sinfónica contiene, por definición, más vientos que cuerdas. Una naturaleza sonora ideal para la música popular: este año hay música tropical, tango, zarzuela, clásicos como Beethoven o Elgar, música sacra, contemporáneos húngaros, bandas sonoras famosas de Andrew Lloyd Webber, conciertos de la nostalgia, bossa nova, un recital para piano y banda y hasta un tributo a Abba.
Para tormenta y orquesta.
Viernes 14 de julio, cinco de la tarde. Un día espantoso. Frío, viento y llovizna. Como para quedarse en casa viendo una buena película. Un ómnibus espera en el estacionamiento del Solís para llevar a los músicos de la Filarmónica de Montevideo a Piedras Blancas, a presentar el Festival Mozart en la Biblioteca José Batlle y Ordóñez, perteneciente al MEC, enclavada en Avenida Belloni y Matilde Pacheco, muy cerca de la Quinta de Batlle. Un salón abovedado con vitrinas llenas de grandes tomos y un enorme mural batllista con figuras alegóricas de la historia del Uruguay: el propio Batlle y Ordóñez de traje marrón, rodeado de campesinos, escolares, docentes y obreros industriales.
Fernando Rosa es violinista y uno de los fundadores de El Club de Tobi, cuarteto de cuerdas que hizo punta en Uruguay al acercar el mundo del rock al de la música clásica. Y desde hace unos años es archivista de la Filarmónica. Su vida gira en torno de violines y partituras, boliches y grandes teatros, Mozart y Los Redondos. Su misión es buscar, copiar, ordenar y distribuir las partituras de cada uno de los músicos de la orquesta, que pueden ser desde 30 y poco a 80 y pico. Antes del inicio de cada ensayo y cada concierto, el archivista coloca la partitura en el atril. Un error puede sonar feo.
Rosa llega al escenario de la Biblioteca Batlle, hace lo suyo y espera el momento de guardar, un par de horas después. Tiempo suficiente como para compartir vida, milagros y anécdotas de un músico anfibio en Montevideo.
Mientras los músicos más tempraneros afinan y un violinista pasa cuidadosamente la franela a su preciado instrumento, el concertino (segundo cargo en la jerarquía sinfónica) Daniel Lasca da el tono con que sus compañeros sincronizan sus afinaciones. Un componente llega tarde y recibe una fría bienvenida del director, Carlos Weiske. El coordinador manda callar a otro músico que responde discretamente las interrogantes del inoportuno cronista: “charlen después”. Afuera, en el hall, la flautista solista Beatriz Zoppolo espera su turno junto a José Silva, uno de los utileros que armaron todo más temprano. Son los primeros en llegar y los últimos en irse. Entre el cargamento, se imponen los tres sarcófagos de los contrabajos, alineados en la entrada. En ellos se leen etiquetas como “V. Aldado” y “Virgilio Carlevaro”. Hombre de pocas palabras, el contrabajista descendiente del legendario guitarrista uruguayo responde escuetamente las consultas de un periodista inexperto en la logística orquestal.
Termina el ensayo previo y Weiske se abriga para salir a fumar junto a los otros valientes que desafían la crudeza de julio. El contrabajista, que esa noche está en el podio, destaca la cantidad de músicos jóvenes que integran la orquesta y añade que disfruta especialmente los conciertos en salas barriales porque permiten proyectar a la orquesta “a toda la población, no solo a quienes pueden acceder a los teatros”. Zoppolo, la solista, es la esposa de Weiske, por lo que la pareja pudo ensayar en casa, pero sin abusar. “Solo un poco”, aclara el director.
Mientras el centenar de espectadores ocupa la sala, afuera se oyen chistes musicales, como aquella orquesta que sonaba tan pero tan mal que a su línea de violas le decían Los Beatles: “Hace 40 años que no tocan juntos”.
Maruja, una de las integrantes del grupo de jubilados que hacen talleres en la biblioteca, dice: “Mozart me encanta. Ay, mi marido adoraba la música clásica, ponía la radio del Sodre todos los días en casa”. Detrás suyo, Roberto se muestra feliz por haber visto por primera vez una orquesta en vivo. Durante décadas fue carpintero y ahora sus manos lograron mantenerse en contacto con la madera: desde hace tres años es alumno de guitarra en los cursos que se dan en la biblioteca.
Los pibes del Sacude.
El rostro de un joven pintado en un muro puede ser un retrato anónimo más o el símbolo de la recuperación de parte de la población de más vulnerable de la ciudad. El complejo Sacude (Salud, Cultura y Deporte) fue construido en 2010 en la calle Los Ángeles, a dos cuadras de Avenida de las Instrucciones, en la zona de Gruta de Lourdes, en el marco de la regularización de asentamientos de Casavalle por parte de la IM. Es la principal infraestructura social de la periferia montevideana. Reúne una sala de espectáculos equipada con sonido, luces y climatización, un estadio deportivo cerrado para 700 personas con gimnasio de musculación, y una policlínica. Allí, un cuerpo de docentes deportivos y artísticos, y asistentes sociales, brindan servicios a miles de usuarios —especialmente niños, adolescentes y jóvenes— en forma gratuita o con bajo costo.
En una pared lateral rompe los ojos un mural con un rostro: es el de Nicolás Cuña, el joven de 19 años baleado en la discoteca Coyote el año pasado. “Cuando murió, se nos vino abajo el mundo. Él era un símbolo para el Sacude y para el barrio. El símbolo de que era posible salir adelante, de que había salida para la juventud. Muchos gurises dejaron de venir y fue un gran retroceso para todos, del que aún estamos saliendo”, cuenta Alba Antúnez, directora del programa Esquinas de la Cultura de la IM y una de las responsables del Complejo Sacude, ambos dependientes de la Secretaría de Descentralización Cultural creada recientemente por el Departamento de Cultura.
El sábado 22 de julio se celebraron los 76 años del Club Municipal Instrucciones, el viejo centro barrial y comunitario en torno al cual se armó el Sacude. El Municipal ha sido para varias generaciones de vecinos el principal lugar de reunión de la zona, escenario de cumpleaños, casamientos, recitales, talleres, cursos, exposiciones, homenajes y hasta velorios. Desde que se inició el programa Esquinas es parada obligada de los cuerpos estables artísticos de la IM y de múltiples artistas populares, presencia que se potenció con el Sacude. De hecho, este viernes 11 la Banda Sinfónica de Montevideo presentará allí Variaciones enigma, del compositor inglés Edward Elgar, con dirección de Martín Jorge.
Si bien la principal financiación del Sacude es la intendencia, es gestionado también por una comisión de vecinos. “Este lugar es una referencia histórica del barrio y este proyecto busca consolidar el progreso de los habitantes de la zona. Queremos ayudar a mejorar la calidad de vida en el Municipio D, y esa tarea no es posible en una estructura verticalista sino que hay que hacerla entre todos”, dice Antúnez, y vuelve a recordar a Nicolás: “Él era un pulmón de todo esto, siempre estaba dando una mano con los chiquilines. Esta tarde hubiera estado acá sirviendo la merienda”.
La fiesta de cumpleaños comenzó con los folcloristas María Elena Melo y Carlos Alberto Rodríguez, luego la Comparsa del Sacude recorrió la manzana que ocupa el complejo, mientras un grupo de adolescentes realizó una plantación de árboles entre la cancha de fútbol y el mural de Nicolás. Al cierre, una gran ronda de juegos con más de 100 niños en el gimnasio. Alejandra Tomas, docente de gimnasia del Sacude, resumió en dos frases la esencia de su tarea: “Acá el dilema es entre ayudar a que los pibes se salven o dejarlos tirados, y el Sacude ha salvado a muchos. Creo que es por eso que no puedo ni quiero dejar de trabajar acá”.