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La figura afilada y elegante del director estadounidense Kent Nagano (Berkeley, California 1951) ya impacta mientras camina hacia el podio y saluda al público antes de comenzar el concierto. Es una sensación extraña pero en ese cortísimo lapso en que camina, sonríe al público y gira para encarar a la orquesta, irradia una mezcla de sobriedad y de autoridad. Los primeros compases de la Obertura de “Tannhäuser” de Wagner (1813-1883) bastarán para confirmar esa primera impresión. Control absoluto de los planos sonoros, gestos elegantes, matices infinitos. Con una expresión corporal de gran mesura —y muchas veces con solo la mirada— consigue siempre una respuesta admirable de la orquesta.
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Mucha agua deberá correr bajo el puente antes de que se pueda escuchar otra obertura de “Tannhäuser” con una exposición del tema en los cornos de una dulzura y un empaste tan perfectos; con una repetición inmediata del tema por los mismos instrumentos en un pianissimo tan cristalino. Luego el ejército de las cuerdas formando parte de una fastuosa tormenta de sonido donde sin embargo no hay estridencias ni por supuesto desniveles de sectores hasta que finalmente las cuerdas retoman solo ellas el tema inicial. Un delicioso entremés para introducirnos al banquete.
El banquete continúa, aunque baja un escalón, con el “Concierto N°2 para piano y orquesta” de Franz Liszt (1811-1886). Y digo que baja un escalón porque pienso que así como es indiscutible que las composiciones de Franz Liszt para piano solo tienen un sitio propio en la historia de la música, sus conciertos para piano y orquesta resultan obras bastante prescindibles. El pianista ucraniano-canadiense Serhiy Salov tiene una figura espigada, viste levita y luce una melena larga oscura que, si fuera blanca, parecería el mismo Liszt sentado al piano. Tiene todo lo que hay que tener para hacer este concierto: perfecta técnica de acordes y de octavas, extrae del instrumento pianissimos que no cualquiera puede hacer, soluciona sin drama los saltos de distancia entre notas y frasea sin afectación porque es al mismo tiempo emotivo y sobrio. Una lástima no haberlo escuchado en otra obra más atractiva porque, además de olvidable, este concierto de Liszt sumerge al piano en la orquesta, dejándole escasísimo espacio al monólogo del solista. También nos quedamos con ganas de escuchar a Salov en algún fuera de programa para calibrarlo mejor. La parte orquestal de Liszt tuvo en Nagano y la orquesta otra pequeña joya de armonización, con una gran plasticidad para envolver al piano en la medida justa, sin aplastarlo, y para volver luego a un segundo plano siempre atento.
El plato de fondo vendría con Johannes Brahms (1833-1897), ese genio ecléctico admirador de Bach, del clasicismo y del romanticismo, que supo cultivar su camino y lenguaje propios. La “Sinfonía N°4 op. 98 en Mi menor” data de 1885, época riquísima en su producción, cuando ya se había trasladado a Viena, en parte cansado del mal ambiente hacia su música que en Alemania fomentaba la “vanguardia” capitaneada por Wagner y Liszt. Así que el programa tenía esta peculiaridad de reunir en la primera parte dos compositores afines entre sí y de actitud poco amistosa hacia el invitado de la segunda parte. Si siguiéramos hablando de banquete deberíamos decir que los dos primeros platos no hacían buenas migas con el plato de fondo. Pero por suerte el oído admite amalgamas que quizás podrían disgustar a las papilas gustativas.
El Brahms de Nagano fue verdaderamente imponente en toda la línea. Impactó cómo cantaban las diferentes familias de instrumentos. Porque es común escuchar cuerdas expresivas, pero es mucho más raro escuchar maderas y bronces que canten así. Con un autor como Brahms, para el que es tan importante el desarrollo y desmenuzamiento de los temas por todos los sectores de la orquesta, el trabajo de Nagano es obsesivamente cuidadoso en los matices de dinámica y fraseo para cada repetición de tema o desarrollo a través de los sectores orquestales; en el balance en general y el respeto al turno de quien debe cantar por encima del resto. Ese trabajo insistente termina redondeando una lectura interesante, transparente, variada en intenciones, en definitiva más ligera de equipaje que la mayoría de las versiones conocidas. Es un Brahms donde desaparece el matete y campea la claridad, donde las síncopas se destacan sin esfuerzo y el discurso transcurre fluido, con menos sobrecarga pero con la profundidad requerida.
Después de esto habría que haberse ido, para atesorar en la mente lo que acabábamos de escuchar. Pero es inevitable que una orquesta visitante, ante los merecidos aplausos del público, no haga lo que hacía Rubinstein, que cerraba la tapa del piano. El entusiasmo había ganado también a los músicos y nos regalaron fuera de programa la “Cabalgata de las Walkyrias” de “La Walkyria”, de Wagner. Y como la exaltación seguía adueñada de la sala, Kent Nagano anunció “la musique française” y se despachó con la “Farándula” de “La Arlesiana”, de Georges Bizet, y el “Bolero” de Ravel. Lo del título.