Comunidades.
Yaraví Roig, maestra jubilada y escritora de Piriápolis, es una sobreviviente. Ella fundó la ONG Resistiré, dedicada a la contención y la prevención del suicidio, en 2016, seis meses después de que su única nieta se quitara la vida. Si bien el tránsito del duelo pasa por las mismas etapas que en otras pérdidas —negación, ira, negociación, depresión, aceptación—, ella sostiene que no es lo mismo. No puede serlo.
“No es lo mismo un suicidio que otra muerte”, asegura. “No es por una enfermedad incurable, donde quizá un padre o una madre puede desear que su hijo deje de sufrir. Tampoco es por una agresión externa, un homicidio o un accidente, con algún responsable. Es algo que viene desde adentro, es la peor muerte violenta… Cuando se muere alguien por suicido, muere algo en sus familiares y en todos quienes lo querían”.
La ONG fundada por ella atendió a unas 200 personas, en su mayoría mujeres. Se trata de un espacio de “escucha atenta, sin juzgar”, entre familiares de fallecidos y personas con ideación suicida. En estos últimos casos, donde más que la contención comunitaria vale la acción profesional, sugieren la derivación inmediata a un centro de salud. En Resistiré hablan de un tema del que nadie quiere hablar y debería hablarse.
Según cifras oficiales, en la década que va entre 2013 y 2022 se suicidaron en Uruguay 6.934 personas. La psicóloga clínica Gabriela Novoa, que lleva más de 30 años en el tema tanto en la Universidad de la República (Udelar) como en la Administración de los Servicios de Salud del Estado (ASSE), indica que se calcula que por cada uno de ellos hay unos seis sobrevivientes, entre familiares y allegados cercanos. Eso significa unas 40.000 personas en la década, toda la población de una capital departamental. Y es necesario —subraya— llegar a ellos.
“El sobreviviente es el eterno olvidado del sistema de salud uruguayo y, encima, está estigmatizado”, dice Yaraví: no vio lo que pasaba, no se dio cuenta, no ayudó. La mirada del otro suele ser cruel. Por eso muchas veces calla lo ocurrido, prolongando el tabú. “A la persona que se fue hay que nombrarla, mostrarla, exhibirla en fotos, ¡es una persona que vivió! ¡Es necesario convencer de que no hay culpa en el suicidio de un familiar!”, dice. Sin embargo, ella no puede evitar a veces sentirla. Cada tanto aflora la ira, con distintos destinatarios: “Un día estás siguiendo a una muchacha porque creés que es tu nieta, otro día querés matar a alguien”.
Lamenta que organizaciones sociales como la suya, Renacer o Revolución del Colibrí, grupos que trabajan el tema en comunidad, no hayan sido incluidos en la Rendición de Cuentas. “No somos parte de los US$ 20 millones adicionales destinados a salud mental”, cuestiona.
En esos grupos de sobrevivientes hay conceptos que se repiten: es necesario un enfoque comunitario, no existen síntomas o avisos claramente definidos, la culpa sí existe pero no hay que dejarla que domine por su futilidad. Y, sobre todo, hay que hablar del tema que nadie quiere hablar. Ellos sí.
Cartas y fotos.
Alejandra Scampini estuvo un año sin poder pasar por la casa de su hermano menor luego de su suicidio. Vivía a una cuadra y las preguntas la atormentaban: cómo no me di cuenta, cómo no lo vi venir y varios porqués. En la Semana de Turismo de 2016 él dejó en su computadora una carta a las mujeres de su vida: su madre, su hermana, su sobrina y una prima.
Por trillado que suene, el tiempo ayuda. El tránsito fue difícil, sintió que todas las certezas se le hacían añicos, que caminaba sobre escombros, que el dolor propio era insoportable. La contención de sus amigas, la comunidad, fue otro pilar. “Hoy lo puedo hablar, lo que es una señal”, valora.
Antes de llegar a este punto, ella y su madre precisaron terapia. “Eso también dejó otra enseñanza: qué cara es la salud mental en Uruguay…”, dice. En ese espacio escuchó lo que debería ser más sabido: no existen señales previas; si las hubiera, sería más fácil. Recién hace dos años le reveló a su hija que el tío, que siempre era el gracioso de la familia, se suicidó. Aprovechó que se sentía más fuerte y que el tema dominó la agenda por la muerte del futbolista Santiago García. “Yo le había dicho que se había enfermado. Lo que también es cierto”.
En aquella carta, su hermano agradeció lo vivido, las cervezas, los viajes y las risas, pero también admitía que no encontraba la paz ni las soluciones a sus problemas. No encontró otra salida para apagar su dolor. A Alejandra le enseñaron que una carta se respondía y eso hizo, dos veces.
“Primero fue en su misma computadora. En mi cabeza quería tener un diálogo con él, responderle. En ella, básicamente lo odié por no abrirse antes. Luego fue una carta más reflexiva, que se sigue agrandando, como un diario que mantengo con él. Es mi momento de conexión con él; eso, ver a Nacional y a No Te Va Gustar”, dice.
La culpa siempre aflora porque se repite que el suicido es algo prevenible, subraya Novoa. Por eso, dice, los sobrevivientes no siempre sacan ese dolor para afuera y silencian esa muerte de generación en generación: “Es sumamente injusto y cruel decirle a la madre de un adolescente que se mató que eso se pudo prevenir”.
Un ejemplo de eso es la campaña de sensibilización The Last Photo (“la última foto”), que causó un gran impacto en el verano londinense de 2022. En la vía pública se colocaron grandes imágenes de unas 50 personas que se veían felices y sonrientes a más no poder. Esas personas se habían suicidado pocos días o semanas después de la fotografía.
Aun así, Novoa señala que “no se pueden aceptar” tasas tan altas como los 23,08 suicidios cada 100.000 habitantes registrados en 2023, siendo que la Organización Mundial de la Salud (OMS) maneja promedios entre 11 y 14. “Siempre va a haber gente que se quite la vida pero hay unos 400 suicidios al año que no deberían pasar”.
Considerar al suicido como un tema más de salud comunitaria, como de salud mental, tal como ha señalado el sociólogo Pablo Hein, del Grupo Interdisciplinario de Prevención del Suicido de la Udelar, es algo que alienta esta experta. “Si los proyectos de la Rendición de Cuentas para la salud mental no tienen múltiples componentes, van a quedar en acciones aisladas”.
El camino difícil.
“Yo lo primero que le diría a otro sobreviviente es que no se sienta culpable. Que evite los estereotipos sociales, las miradas de los demás, el ‘no hiciste nada’. Esta sociedad juzga sin saber. A veces no hay una causa, no es que quieran dejar de vivir, es que no supieron de otra forma de salir de una situación”, dice Ángela Massioti, una maestra de Castillos.
El hijo de Ángela, de 19 años, murió “por decisión propia”, así lo dice, en abril de 2020. Según ella, lo afectaron el inicio de la pandemia y el suicidio de un conocido de esa misma localidad de Rocha, de un tiempo a esta parte muy asociada a estas muertes. Hasta que lo sufrió de la peor manera, a ella le costaba creer que hubiera alguien que no quisiera vivir.
“Te quedan muchas preguntas, por qué no lo abracé más, por qué no hablé más con él… Pero lo hacía. Y ahora estoy en un grupo (virtual, la Revolución del Colibrí) y estoy ayudando a otras madres de acá que han pasado por lo mismo a no caer”, cuenta.
El suicidio lo puede prevenir cualquier persona, dice Yaraví Roig. Acercarte a un familiar o amigo que está pasando por un mal momento y preguntarle directamente “¿estás pensando en suicidarte?” es algo que hay que hacer. “Los uruguayos no nos hablamos, no nos miramos, no nos damos cuenta de que estamos mal”, sostiene. “Por eso tenemos los números de suicidio que tenemos”.
Pese a que la holgada mayoría de los casos son hombres (78% el año pasado), la asistencia a Resistiré es en su gran mayoría femenina. “No nos debe asombrar. El hombre no manifiesta su sensibilidad, no se comunica, tiene que ser macho, que aguantar… Eso genera una violencia hacia el otro y a veces contra sí mismo”, dice su directora.
Solo mujeres sobrevivientes aceptaron hablar con Búsqueda para esta nota. Ángela reconoce que ella aceptó más la muerte de su único hijo que el padre.
“Hay muchas personas sobrevivientes y muchas dispuestas a ayudar”, dice Analía. Ella comenzó a asistir a un grupo, Renacer, primero de forma presencial en Montevideo y luego de manera virtual. “Pero es obvio, la vida te cambia. A mí me falta mi hija. Así y todo, yo no voy a convertir a mi hija en mi tristeza. Desde que trascendió voy a honrarla todos los días de mi vida. Y eso es difícil; lo más fácil sería no levantarse más”.
La Línea Vida de ASSE de Prevención del Suicidio tiene el teléfono 0800 0767.