Pienso en Charlie Kaufman

escribe Pablo Staricco 
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¿Cuál fue la primera película que hizo que retuviera su nombre? El afiche de ¿Quieres ser John Malkovich?, visto en algún videoclub, me viene a la mente: la muchedumbre de personas sosteniendo caretas de Malkovich y repitiendo, al infinito, su fría mirada. Es probable que nunca la haya alquilado. La señal argentina de cable I Sat solía pasarla y recuerdo que me llamó la atención la escasa altura del piso 7 1/2, donde el titiritero interpretado por John Cusack conseguía trabajo.

Pienso, entonces, en Jim Carrey. No el gracioso. El otro Jim Carrey. El serio. El del corazón demolido en Eterno resplandor de una mente sin recuerdos. Michael Gondry la dirigió, pero Charlie Kaufman la escribió. Al igual que El ladrón de orquídeas, unos años antes, cuando se convirtió a sí mismo en el protagonista de una película sobre un guionista con problemas para adaptar un libro al cine. Nicolas Cage era Charlie Kaufman y su hermano gemelo ficticio. Y Charlie Kaufman ya era alguien memorable.

Pienso en Charlie Kaufman, pero no en el guionista: el cineasta. El que se lanzó a dirigir sus libretos, demostrando que tenía lo necesario para afirmarse, como se dice en la jerga cinematográfica, como auteur. Cuando lo hizo siempre tomó riesgos. Primero con el gran Philip Seymour Hoffman y Todas las vidas, mi vida, una película demasiado grandilocuente. Luego con Anomalisa, un drama animado que perdería el Oscar con Intesa-mente, pero que ganaría varios puestos en las listas de lo mejor de 2015.

Pienso, para mi sorpresa, en Christopher Nolan, otro director de riesgos, aunque más referido a la producción que a las ideas. Como Kaufman, Nolan también es uno de los directores a los que les toca estrenar una nueva película en el año más extraño para los cines. Mientras que Tenet, de Nolan, llegará a cines uruguayos la próxima semana (y tras una campaña publicitaria ferviente a favor de la proyección en salas), lo nuevo de Kaufman, Pienso en el final, ya puede verse en Netflix.

Pienso en Nolan, en Kaufman y en la similitud alrededor del efecto causado por sus propuestas como narradores. En Estados Unidos, donde ambas películas ya fueron exhibidas y comentadas, tanto Tenet como Pienso en el final han generado en sus audiencias una demanda: la de una explicación. Ambas proponen, en su superficie, un rompecabezas alrededor de historias simples: agentes que salvan al mundo por un lado y una pareja viajando hacia una cena familiar por otro. El de Tenet es un puzzle menos complejo de lo que parece. El de Kaufman, todo lo contrario.

Pienso en el primer responsable de ello: Iain Reid. De él, un escritor canadiense, surgió I’m Thinking of Ending Things, la novela que inspiró a Kaufman a una nueva adaptación. A lo que más respondió, según contó, es al ensueño alrededor del relato. Detrás de la premisa, la de una joven con dudas sobre su relación amorosa y que emprende un viaje en carretera para conocer a sus suegros, se trata la conciencia, la percepción, la identidad y la memoria de seres cargados de arrepentimiento y anhelo.

Pienso en las primeras escenas: una serie de empapelados floreados, capturados por una cámara de un movimiento casi etéreo en una casa vacía. Hay una máquina de coser sin uso, una ventana abierta que deja entrar un poco de viento, una silla de ruedas abandonada en un rincón y una colección de adornos sobre un aparador. En ese hogar solo se escucha una voz. Una narración que ocupa el hogar con un monólogo extradiegético. “¿Es una idea no dicha algo no original?”, se pregunta.

Pienso en El caminante sobre las nubes, del pintor alemán Caspar David Friedrich. La obra hace una pequeña aparición al comienzo de la película. Es una de las decenas de citas culturales a las que se refiere la película. Es, también, de alguna forma, la perfecta analogía pictórica para resumir a la figura de Kaufman como escritor: un explorador misterioso parado ante la inmensidad del mundo, de la vida, capaz de mirarlo de frente. ¿Qué se encuentra más allá de las nubes? Solo él parece saberlo.

Pienso en las etiquetas adjuntas en la plataforma a Pienso en el final (“Compleja”, “Siniestra”) y en su veracidad. Las encuentro acertadas. En su afán por trabajar la tensión y el posible derrumbe de una pareja, no desde el origen de un comportamiento, sino como el producto de un encastre fallido, Kaufman traslada esa fricción a varios de los elementos de la película. Nada es lo que parece y todo puede cambiar de un fotograma a otro, ya sea las prendas de las protagonistas o su propia edad.

Pienso en Jesse Buckley, la protagonista. El primer y penúltimo rostro que se ve en el final. Buckley es aún un talento en ser descubierto a escala masiva. Tuvo su oportunidad más vistosa a la fecha en la serie Chernobyl, de HBO, donde interpretó a la esposa afligida Lyudmilla Ignatenko. Es una estrella irlandesa capaz de doblar su acento a gusto, así como sus cuerdas vocales. Lo demostró en Wild Rose, un drama inglés sobre una cantautora expresidiaria celebrado como una Nace una estrella, pero con más corazón.

Pienso en los múltiples retos que Kaufman le puso a Buckley. Con un personaje sin nombre (o, en realidad, de múltiples nombres), a Buckley se le exige de todo: recitar un poema extenso o dotarle de una voz a una nota escrita por Pauline Kael —la crítica estadounidense más celebrada junto con Roger Ebert— sobre Una mujer bajo influencia, de John Cassavetes. A todos los desafíos actorales y narrativos, Buckley los carga de una mezcla de curiosidad, bondad y perspicacia sumamente valiosa.

Pienso, en paralelo, en Jesse Plemmons, el coprotagonista y la mayor presencia perturbadora. Plemmons parece el heredero milenial de Philip Seymour Hoffman. Ambos son hombres anchos, rubios y de una piel que parece poco cuidada. Más importante aún es la presencia que suman cuando están frente a una cámara. Sus personajes deambulan todo el tiempo por un espectro de pena, malicia y ternura, una cualidad que hace a Plemmons, y hacía a Hoffman, capaz de elevar hasta la película más olvidable.

Pienso en Breaking Bad y en la aparición de Plemmons en la serie como Todd, la versión posible de Jesse Pinkman si el pupilo de Walter White aceptara la oscuridad de lleno. Hoy la filmografía de Plemmons cuenta con papeles para Steven Spielberg, Martin Scorsese y Paul Thomas Anderson. En los ojos de Kaufman, Plemmons, aquí bautizado Jake, es un antagonista encubierto, alguien que siempre parece estar consciente de lo que está sucediendo (a diferencia de su pareja), incluso cuando sus padres (Toni Collette y David Thewlis) actúan de forma perturbadora.

Pienso, luego de chequear en Wikipedia, en el fotógrafo Lukasz Zal, uno de los encargados de hacer de la película uno de los estrenos visualmente más ambiciosos de 2020. Si bien la paleta es tradicional (colores cálidos y de brillos dorados en espacios interiores y lo opuesto para exteriores), hay suficientes detalles cambiantes para mantener el ojo ocupado. La misma enciclopedia virtual revela que Zal fue responsable de filmar Ida y Cold War, de Pawel Pawlikowski. Tiene sentido, dado que en la nieve cumple un papel fundamental. Representa todo lo que se avecina de a poco: el fin.

Pienso en el resto de los riesgos de la película. No hay una resolución comprensible de un conflicto porque el conflicto lo permea todo, casi que en un caos controlado que no se revela hasta que la pareja llega a la granja. Las reglas temporales se demoran y también las reglas de las estructuras, intercambiando los clásicos actos narrativos por movimientos de estilo en una historia liderada por un elenco pequeño, pero sencillamente estupendo, a merced de un director que en vez de dejar migajas para seguir un camino se las come en la cara de los espectadores. Y es fascinante verlo hacer.

Pienso en Netflix. Sobre todo, en su capacidad de promocionar y establecer sus producciones dentro de cierta agenda de consumo mediático. Al cierre de esta edición, Pienso en el final se encontraba en el noveno puesto de los contenidos más populares de la plataforma en Uruguay. En el puesto primero se encuentra la nueva temporada de Grey’s Anatomy. Es difícil creer que la película de Kaufman suba algún puesto más, pero no deja de ser llamativo que se alce entre las opciones populares.

Pienso, una vez más, en Tenet. Y no porque su estreno sea inminente. Sino por su capacidad de despertar en el periodismo cultural la necesidad de brindarle a una audiencia las respuestas de todo lo que pueda ser remotamente difícil de comprender de primera. El vínculo que se alimenta entre el público y la obra ya no es el de la interpretación, sino el de la resolución. Kaufman le ha huido a esta corriente hasta el día de hoy. No porque se niegue a explicar sus decisiones artísticas, sino porque no le interesa. “La película es una interacción entre la persona que lo experimenta y las personas que la hicieron”, dijo el cineasta en un comunicado. “Lo que sea que tomes de ella, lo que sea que resuene en ti, lo que sea que te haga sentir, eso es lo que es la película. No hay forma de ser incorrecto. Deberías tener libertad dentro de la experiencia de cualquier tipo de trabajo creativo para encontrarte en él”.

Pienso en Charlie Kaufman y en esas palabras. Era difícil imaginar que su camino lo llevaría hasta aquí, hacia el gigante del streaming y hacia la creación de una de las películas más extravagantes e imperdibles del año de la pandemia. Pienso en el final es una película de encierros en el año que vivimos encerrados. Encierros de formato (está presentada en un sofocante formato de 4:3), de locaciones claustrofóbicas (un auto en una tormenta, una casa espeluznante, un liceo solitario) y de encierros personales, como la incapacidad de superar una crianza solitaria, un amor incumplido y las metas logradas de resultados inocuos. Encierra, además, más preguntas que respuestas. Kaufman, de nuevo, vuelve a hacer de las suyas: hace pensar.

Vida Cultural
2020-09-09T19:46:00