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“Me moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo”, escribió César Vallejo en un verso de su poema “Piedra negra sobre una piedra blanca”, como anunciando lo que sería su destino. El poeta, nacido en 1892 en Santiago de Chuco, localidad andina al norte de Perú, vivió en París desde 1923 hasta que murió a los 46 años en 1938. Había llegado a Francia luego de publicar “Trilce” (1922), su libro de poemas más sonoro, experimental y vanguardista, que había comenzado a gestar en la cárcel. Porque antes de París, Vallejo había estado preso durante tres meses, acusado de agitación social en acontecimientos ocurridos en Santiago de Chuco en 1920. Aunque nunca se probó su responsabilidad, ese hecho marcó la vida del poeta, que buscó un nuevo destino intelectual y laboral en Europa, de donde nunca regresaría.
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La residencia de Vallejo en París quedó registrada en su obra, pero también en sus cartas. La Biblioteca Nacional de Uruguay conserva en su archivo literario la correspondencia que mantuvo entre 1924 y 1934 con Pablo Abril, poeta y diplomático peruano. En esos años, Abril se desempeñaba como secretario de la Legación de Perú en Madrid, y le brindó apoyo anímico y financiero a Vallejo, quien nunca pudo escapar de las penurias económicas.
Estas cartas llegaron a la Biblioteca Nacional en 1993 a través de María Sara Acosta de Abril, artista plástica uruguaya y viuda de Xavier Abril, hermano del diplomático. Aunque la correspondencia ya había sido publicada, por primera vez los documentos originales y su transcripción se pueden leer en Cartas de César Vallejo a Pablo Abril de Vivero, un libro con prólogo y edición de Andrés Echevarría, investigador de la Biblioteca, que trabajó durante tres años con la documentación. El libro, de cuidada edición, se presentará el jueves 26 a las 19.30 h en la sala Julio Castro de la Biblioteca Nacional y se pondrá a la venta en la librería que inaugurará la semana próxima esa institución. La aparición de este volumen coincide con las tratativas entre el Ministerio de Educación y Cultura y la Embajada de Perú para intercambiar las cartas de Vallejo por el manuscrito original de “Motivos de Proteo”, de José Enrique Rodó, que se encuentra en aquel país.
“Las cartas se mantienen muy bien en el archivo literario, a cargo de Virginia Friedman, quien conoce mucho de conservación de ese tipo de material. Las cartas enriquecen las características particulares y variadas de Vallejo, muestran su complejidad como persona. Era un hombre que se adueñaba como muy pocos de todas las posibilidades de la poesía, incluso de aquellas que violentan la sintaxis, crean neologismos y rompen con todos los esquemas. En las cartas emplea varias palabras desconocidas, algunas propias de su pueblo en Perú, que no tenía problema de incluir”, comentó Echevarría a Búsqueda.
Vallejo escribía con una letra pequeña y delgada, de fina caligrafía. A veces lo hacía en hojas de cuaderno a golpe de tecla en viejas máquinas de escribir, pero el grueso de su correspondencia está escrita con tinta y pluma en papeles que llevan el membrete del “Café de la Régence” o del restaurante “La Rotonde” o de la publicación “La Semaine Parisienne”.
En sus cartas cuenta sobre el hotel en el que pasó una noche y no pudo pagar, sobre su salud debilitada, sobre la necesidad de vender sus cuentos y artículos a diferentes publicaciones, sobre su esposa Georgette, con quien se casó en 1927. Pero de lo que más habla es de su falta de dinero. “No me olvide. No me olvide. Consígame algo, Pablo gentilísimo y magnánimo, consígame algo en cualquier periódico, por correspondencia o crónicas de París. Cuando se haya instalado y esté tranquilo, no me olvide”, dice en una carta fechada en mayo de 1924.
Vallejo había conseguido una beca del gobierno español y en muchas de las cartas hace referencia a la llegada de ese beneficio, de esa “modesta pensión de la Madre Iberia”. También trabajaba para la agencia de prensa Les Grands Journaux Ibéro-Américains, escribía artículos para “La Razón” de Buenos Aires y para las revistas “Mundial” y “Variedades” de Perú, pero sus ingresos siempre fueron de sobrevivencia, y así lo registró en 1925: “En los Grands Journaux me dan una que otra cosilla de vez en cuando; pero nada más. De otro lado, mi vida se circunscribe siempre a la récherche, no justamente del tiempo perdido, sino del pan nuestro de cada día. Si Proust pudo escribir ‘Temps retrouvé’, de mí sé decir que, al paso que voy, el tiempo perdido no volveré a encontrarlo más”.
Durante toda su vida, el poeta tuvo una salud muy endeble, frecuentemente tenía fiebre alta, problemas intestinales y agotamiento físico que lo llevaban a la internación. Los médicos que lo trataron nunca supieron cuál era su enfermedad y recién después de su muerte se supo que podría deberse al paludismo que había sufrido de niño. En 1928 el poeta quiso regresar a Perú, pero no pudo financiar su pasaje. Buscó sin éxito ayuda económica en las autoridades peruanas y sintió que para sus compatriotas era un “paria“. Un año después, su conclusión es dramática: “Mi dilema es el de todos los días: o me vendo o me arruino. Y aquí me he plantado. Naturalmente, si no me vendo ni me he vendido, es prueba de que me estoy arruinando”.
Esta condición de hombre “marginado” tenía como contrapeso el prestigio de su obra entre escritores e intelectuales. Fue gracias a la ayuda de dos de ellos, Gerardo Diego y José Bergamín, que “Trilce” pudo reeditarse en España. “A través de sus cartas se ve que es inconsciente de su significado como poeta y de la proyección que tendrá su obra”, comenta Echevarría.
Otro aspecto que muestra su correspondencia es el político. Vallejo viajó tres veces a la Unión Soviética, se involucró con el Partido Comunista y tuvo un fuerte compromiso en defensa de la República durante la Guerra Civil española. Al mismo tiempo mantuvo su fe cristiana, que Echevarría califica como “un cristianismo casi supersticioso”. “Era parte de su origen, de ese mestizaje que tenía su pueblo entre lo religioso y lo político”.
El 15 de abril de 1938 fue un Viernes Santo lluvioso en París, tal como había vaticinado el autor de “Los heraldos negros” y “Poemas humanos” para su propia muerte. En el cementerio de Montparnasse, el epitafio de este, uno de los mejores poetas del siglo XX, resume las sombras de su vida y la bendición de sus versos: “He nevado tanto para que duermas”.