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No es usual en la cartelera montevideana un espectáculo como Lluvia constante, producción argentina basada en un estreno de Broadway de 2009. Si bien recientes producciones de la Comedia Nacional como “Roberto Zucco” o “Arturo Ui” han presentado igual o mayor despliegue de recursos técnicos, se trata, por lo general, de títulos clásicos. Y la plaza nacional parece estar más predispuesta a adaptar con celeridad comedias o dramas familiares disfuncionales que piezas policiales como esta, con derivaciones existenciales, en clave hiperrealista.
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En Lluvia constante (“A Steady Rain”), escrita por el estadounidense Keith Huff, dos policías de Chicago, amigos desde la infancia, se ven envueltos en una espiral de violencia que los lleva a perseguir al autor de un disparo que hirió de gravedad a la pequeña hija de uno de ellos. El dramático periplo de Dani y Rodo es el mejor catalizador dramático que pudo encontrar el autor para describir, a fondo, dos personalidades opuestas pero muy complementarias, que conforman un trío afectivo con la esposa de uno de ellos, pretendida en silencio por el otro. Como se sabe, la historia del triángulo amoroso no es nueva. Pero lo que vuelve tan atrapante este relato es que no se queda allí y presenta a dos tipos sumamente contradictorios: el zarpado y el introvertido. El que asumió los riesgos y se lanzó sin paracaídas a la aventura de la vida y el que siempre se guardó bajo techo para no mojarse. El que dice y hace todo lo que piensa y el que se guarda varias cartas por miedo a jugarlas.
Huff optó por una forma dramática cada vez más usual en el teatro occidental contemporáneo: los dos intérpretes entran y salen de sus personajes en forma constante, pasando de actuar en tiempo presente a narrar en pasado lo que sucedió —un estilo dramático bautizado como “narraturgia” por el autor catalán José Sanchís Sinisterra—, mirando a los ojos a los espectadores y hasta interactuando con ellos si la ocasión lo amerita, como ocurrió en El Galpón cuando Rodrigo de la Serna y Joaquín Furriel mecharon comentarios dirigidos a los ocupantes de las primeras filas.
A medida que transcurre la narración, cuyo pulso es dirigido por Javier Daulte con alta precisión, las contradictorias personalidades —y por eso tan humanas y tan interesantes— de estos dos hombres criados bajo las balas de una ciudad violenta afloran con profundidad y detalle, y la amistad que los une se solidifica frente al espectador escena tras escena.
La omnipresente banda sonora de música y efectos, cuyo común denominador son las gotas contra las chapas de ese galpón, aporta una dosis de realismo y dramatismo similar al de una película de acción.
Se trata de una historia pesada, una tragedia del siglo XXI más propia de una megalópolis que de una ciudad como Montevideo, en la que concurren la violencia, la locura, la corrupción, la insensatez, en la que la reserva de humanidad está dada en el amor que mueve a un padre a hacer cualquier cosa por su mujer y sus hijos, y a un hombre solo a arriesgar la vida por salvar, al menos aparentemente, a su amigo. Una historia protagonizada por policías de Montevideo matizaría otros ingredientes más propios, como la dificultad para llegar a fin de mes, la falta de sueño por el exceso de horas en el servicio 222, el dilema de arriesgar o no la vida por el bien de la sociedad y los problemas para contar con la suficiente cantidad de patrulleros en condiciones.
En esta pieza, el trabajo de Rodrigo de la Serna es conmovedor. Su físico se transforma con el paso de los minutos y, al terminar, luce agotado. Esa metamorfosis de su expresión es la mejor prueba del acto de entrega que este enorme actor realiza en el escenario. Por el contrario, Furriel no está a la misma altura. Su decir es mucho más mecánico y monótono, su dicción sufre numerosos tropiezos y su expresión repite dos o tres patrones durante los cien minutos de acción. Con lo cual representa el talón de Aquiles de un espectáculo que de todos modos quedará pintado con flúo en la agenda de recuerdos del espectador montevideano.