Uruguay valora enormemente la educación. Ya en los albores de la independencia, José Artigas quería que nuestra ilustración fuera comparable a nuestra garra. Y todavía en tiempos de guerras civiles José Pedro Varela creó un sistema de enseñanza pública laica, gratuita y obligatoria. Esta valoración colectiva se fortaleció aún más en la primera mitad del siglo XX, cuando década tras década inmigrantes pobres encontraron en la educación de sus hijos el camino del ascenso social.
Hoy en día, sin embargo, la valoración se ha transformado en preocupación. En las encuestas de opinión, la calidad de la enseñanza figura entre los problemas importantes del país. Un indicador citado con frecuencia como prueba de ello son los resultados del Programa Internacional para el Seguimiento de los Alumnos (PISA). Lanzado en el año 2000 por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), este programa mide con regularidad qué porcentaje de los alumnos alcanza un nivel suficiente en matemáticas, comprensión de lectura y ciencia.
Uruguay participa en las pruebas PISA desde el 2003. Durante ese período nuestros resultados han sido relativamente estables…, pero nada gloriosos. En la prueba de matemáticas de 2022, por ejemplo, los alumnos de liceos públicos uruguayos tuvieron un promedio de 406 puntos, comparado con 480 puntos para los países de la OCDE, que son en su mayoría desarrollados.
Podríamos consolarnos pensando que nuestro puntaje supera al de casi todos los demás países de América Latina. Pero a diferencia de los países de Asia del Este, que obtienen resultados muy por encima de lo que podía esperarse dado su Producto Interno Bruto (PIB) per cápita, los de nuestra región están muy por debajo. O sea que somos algo así como el tuerto rey (ni siquiera: ¡aspirante a rey!) en una región de ciegos.
Este desempeño poco glorioso ha sido atribuido a una variedad de razones, incluyendo la insuficiencia de los recursos económicos, la inadecuación de los programas educativos y las deficiencias de la capacitación docente. Pero estas explicaciones no son del todo convincentes.
Empezando por los recursos, el gasto público en educación aumentó de manera sostenida por 15 años, pasando de 3,2% del PIB en el 2004 a 5,3% en el 2019. En ese período el Producto creció un 80% en términos reales, mientras que la cantidad de alumnos decreció en un 9%. Combinando estos tres cambios, el gasto público por alumno más que se triplicó en términos reales. Y sin embargo, los resultados de las pruebas PISA siguieron más o menos iguales.
En cuanto a la inadecuación de los programas o la insuficiente capacitación de los docentes, no han sido obstáculo para un muy buen desempeño de la enseñanza pública cuando el entorno social es favorable. Por ejemplo, los alumnos de liceos públicos que pertenecen al 20% más privilegiado de la población tuvieron un promedio de 470 puntos en matemáticas en la última edición de las pruebas PISA, no muy distinto de los de la OCDE.
Es obvio que las familias más adineradas pueden compensar las deficiencias de la enseñanza pública. Pero también se encuentra un buen desempeño en medios sociales más modestos. En el departamento de Colonia, cuyo ingreso por habitante es apenas dos tercios del de Montevideo, solo el 1% de los alumnos asiste a establecimientos de enseñanza privada. En otros departamentos con un ingreso por habitante comparable, el porcentaje es entre 5 y 10 veces mayor. Ello sugiere que las familias de Colonia se sienten satisfechas con la educación que el Estado provee a sus hijos.
Por qué a Colonia le va mejor que a otros departamentos puede ser motivo de discusión. Pero, si obtiene buenos resultados pese a las limitaciones de recursos, programas y capacitación que caracterizan a la educación pública uruguaya, el problema tiene que estar en otro lado. Y ese otro lado, el aspecto en el que Uruguay de verdad se destaca (de manera negativa) son las ausencias, tanto de alumnos como de docentes.
Nuestra deserción estudiantil es la octava más alta entre los 81 países que participan en las pruebas PISA. Solo la mitad de los alumnos termina la enseñanza media básica, lo que es un triste récord para un país con el nivel de desarrollo del Uruguay. Y entre los que no abandonan, aun ignorando el período de la pandemia, los días de ausencia vienen aumentando de manera regular.
También estamos en el fondo de la tabla en el número de días efectivos de clase. Por ejemplo, en el año 2022, en los liceos públicos deberían haber sido 174 pero, debido a paros y ocupaciones, apenas llegaron a 148. Es como si en un año escolar se perdiera un mes y medio de clases, o como si la enseñanza primaria y secundaria juntas totalizaran 10 años y no 12.
Es claro que no puede haber aprendizaje si los alumnos o los docentes faltan a clase. Si necesitáramos un experimento a escala mundial para comprobarlo, alcanza con ver los efectos desastrosos que tuvo sobre el aprendizaje el cierre prolongado de establecimientos de enseñanza durante la pandemia.
Por lo tanto, la propuesta de esta nota es insistir menos en tratar de reformar materias y programas (lo que suele agravar la conflictividad endémica del sector) y más en asegurarse que la educación pueda hacer su trabajo. Y para ello la prioridad tiene que ser reducir las ausencias, tanto de alumnos como de docentes.
Del lado de los alumnos, la deserción está fuertemente asociada con barrios muy desfavorecidos. Un estudio reciente de investigadores uruguayos muestra que, en zonas de Montevideo con ingresos altos, 90% de los alumnos egresa de la enseñanza secundaria. En cambio, en zonas con ingresos bajos lo hace solo el 20%.
Más allá de los barrios, también hay diferencias asociadas con el entorno familiar. Otro estudio, hecho también por investigadores uruguayos, muestra que evaluaciones educativas realizadas en torno a los cinco años de edad permiten detectar con bastante precisión a los alumnos con mayor riesgo de deserción.
Del lado de los docentes, obviamente que la conflictividad del sector es un problema ineludible, pero no afecta del mismo modo a todos los departamentos ni a todos los barrios. Y no es el único problema: también se pierden días de clase por la forma en que se maneja la elección de las horas docentes o porque las licencias no se reemplazan de forma adecuada. O sea que la gestión de la enseñanza pública también tiene parte de la responsabilidad.
Para enfrentar estos problemas, la propuesta de esta nota es concentrarse en cuatro iniciativas concretas. Todas ellas van en la dirección de profundizar enfoques que existen en la actualidad, pero centrándolos en aumentar el tiempo efectivo que alumnos y docentes dedican a la educación.
Del lado de los alumnos, lo primero es asegurar que las escuelas y los liceos de los barrios más difíciles sean de tiempo completo. En todos ellos se debería brindar desayuno, almuerzo y merienda, para generar un incentivo fuerte a la asistencia. Segundo, todos los alumnos deberían tener evaluaciones educativas tempranas para detectar quiénes son los más proclives a la deserción. Sería entonces posible focalizar en ellos los programas de asistencia social, de modo de apoyarlos a lo largo de su escolaridad.
Del lado de los docentes, Uruguay tiene un monitor educativo que reporta la matrícula y la deserción estudiantil en cada establecimiento de educación pública del país. La tercera iniciativa es que también se reporten las horas de clase perdidas por cargos vacantes, por licencias mal reemplazadas o por paros y ocupaciones. Y cuarto, en contrapartida por esta vigilancia más estrecha, los docentes que eligen trabajar en los barrios más difíciles deberían recibir bonificaciones salariales significativas.
Obviamente, las escuelas y los liceos de tiempo completo, los programas de alimentación, el apoyo a los alumnos más vulnerables y las bonificaciones salariales requieren recursos. Pero el gasto público en educación ha caído en casi 1% del PIB desde 2019 y la baja acelerada de la natalidad debería reducir sustancialmente el gasto a futuro, dado su impacto sobre la matrícula escolar. Por lo tanto, el espacio fiscal para implementar las propuestas de esta nota probablemente exista.
En suma: en materia de educación, nuestro principal problema es que alumnos y docentes estén presentes en clase día tras día, enseñando, aprendiendo y conviviendo. Incentivos y acompañamientos focalizados en este objetivo simple pueden tener más chances de éxito que aumentos de recursos al barrer, reformas de materias y programas o estrategias de capacitación docente.
*El autor trabajó como investigador del Centro de Investigaciones Económicas (Cinve), fue economista principal del Banco Mundial para Vietnam y se desempeñó como economista jefe para Asia del Sur y para América Latina de ese organismo multilateral. Entre sus escritos se cuenta El país de los vivos: un enfoque económico.