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Yusuke nunca viaja solo. Aunque cuando conduce su auto, un coqueto Saab rojo, se traslada sin acompañantes, viaja con sus miedos, arrepentimientos, deseos y con una pasión en común con todos esos sentimientos: el teatro. Dramaturgo, director y actor, Yusuke es un artista riguroso y devoto del arte del ensayo a través de la repetición y la memoria. En sus viajes por las calles y carreteras de Japón, los kilómetros se dividen en dos tiempos, el de la práctica y el de la contemplación. A veces, son el mismo tiempo. Los une un cassette con la voz de la esposa de Yusuke, Oto, también artista, dedicada a la escritura para televisión. Oto lee un libreto para que Yusuke pueda aprovechar el tiempo durante la preparación de sus obras y así, Oto se apodera de ese espacio en la vida de su marido. Yusuke la oye mientras maneja y dice sus líneas cuando el silencio ocupa su lugar en la cinta. Esto es así hasta que un día Oto muere y Drive My Car comienza.
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La película japonesa ganó el Oscar a Mejor película extranjera y merecía ganar el de Mejor película, a secas. El director Ryusuke Hamaguchi adapta un cuento de Haruki Murakami —de su antología Hombres sin mujeres (Tusquets Editores)— en un drama que transforma y conmueve, convirtiéndolo en el próximo director japonés a seguir con detenimiento y fervor.
En Uruguay, la película puede encontrarse en el sitio de streaming Mubi, aunque otra posibilidad es la proyección que tendrá el sábado 16 en el 40° Festival Cinematográfico Internacional del Uruguay en Cinemateca. Al momento, solo hay planificada una sola función, a las 21.15, y es de esperarse que se dé a sala llena. Es lo que tienen las grandes películas. Una vez anunciados sus arribos, nadie debería perdérselos.
La duración de tres horas tal vez podrá intimidar a varias personas, pero la primera aclaración es que se está ante una historia que justifica su tiempo gracias a su naturaleza narrativa trascendental. Drive My Car se presenta, en comparación con sus contrincantes en los Oscar, como un acto de hipnosis cuyo lenguaje foráneo y duración ambiciosa jamás le juega en contra dentro de su calidad de ficción. Dado lo palpable de su humanismo y la simpleza de su escala, esta película está más cerca de la vida que de otra cosa. Es una reflexión dirigida con maestría sobre la necesidad de un hombre y una mujer de seguir adelante, por más incapaces que sean al inicio en poder hacerlo.
En el teatro, Yusuke (Hidetoshi Nishijima) ha llegado a donde está gracias al éxito de sus producciones multilingües. Los integrantes de sus elencos interpretan obras en idiomas nativos diferentes y los espectadores, fuera y dentro de los múltiples niveles de lectura que Drive My Car comienza a construir poco a poco, se enfrentan ante esa puesta en escena mediante el uso de subtítulos: arriba de las tablas en la ficción y los que ve el espectador de la película abajo, en la pantalla. Yusuke y nosotros, los testigos de su odisea, comenzamos a conformar un mundo de traducciones e interpretaciones, barreras a atravesar, pero sobre las que se construye una historia sobre la soledad, la pérdida y la capacidad del arte de sanar y convertirse en un lenguaje, a fin de cuentas, universal.
Dos años después de la muerte sorpresiva de Oto, Yusuke es invitado a participar de una residencia artística en Hiroshima para montar su nueva obra, una adaptación de Tío Vania, de Antón Chéjov. Contra todos sus deseos, se ve obligado a ceder el volante de su auto a una chofer contratada por el festival debido a su política estricta sobre el traslado de sus invitados. La conductora veinteañera se llama Misaki (Toko Miura) y carga con su propia crisis originada en una tragedia familiar. Condicionados nada más que por la fortuna de su impensado encuentro, los dos extraños se ven obligados a entablar una relación cuyo origen en común reside en la pérdida de un ser cercano. Cada uno debe replantear la visión que tienen de ellos mismos, siempre atados en el pasado; y así, su historia se vuelve la de una dupla construida en intercambios que rara vez son fáciles, silencios cada vez más densos y en sentimientos genuinos que parecen aflorar solo arriba de cuatro ruedas.
Sobran otras analogías de automóviles aplicables al viaje emocional propuesto por Drive My Car, aunque hay una inevitable: es una de esas películas en las que vale la pena arriesgarse a subirse al asiento de copiloto del director y emprender con calma un recorrido sobre cómo la angustia de un duelo es capaz de obligarnos a avanzar, por más que demore en hacerlo.
Durante el primer trayecto de la película, la mayoría de las escenas lo tienen a Yusuke dentro de su auto, repasando lo que no puede olvidar. Más que un traslado, para él el acto de conducir se convierte en un rito de introspección, con una grabación de Oto, que pasa a ser una puerta póstuma a su pasado, y la llegada de Misaki, la llave que necesita para cerrar este capítulo en su vida de una vez por todas. Yusuke se vuelve un prisionero accidental, condenado a ir en el asiento de atrás de su propia vida.
Desde ese lugar, Drive My Car es un drama que se destaca por su capacidad en proponer experiencias contradictorias. Los traslados de estos personajes se perciben como una mezcla de una claustrofobia relajante con un aprecio desolador por lo avasallante que resultan algunos paisajes industriales de Japón. Dentro de ese auto Yusuke y Misaki están siempre en movimiento, encerrados en el interior de su transporte pero también bajo la protección de los cinturones figurados que se han construido en sus vidas. Son retratados dentro de esa jaula móvil mediante un juego dinámico de primeros planos que los irá conectando, sofisticado montaje mediante, en un diálogo de dolores en común que convertirá el acto de compartir un viaje entre extraños en la unión de dos almas que se necesitaban y no lo sabían.
Hamaguchi convierte la vulnerabilidad en crecimiento de sus protagonistas en el combustible de su relato; y si la tragedia funciona como el punto de ignición, la madurez emocional de sus personajes es el residuo inevitable. Mientras se alejan, literalmente, del dolor, el cineasta japonés los lleva de a pasitos a desarrollarse. Restringe la emoción de sus personajes para lentamente permitir una exploración a fondo sobre las verdades y el valor de lo no dicho en comparación con el peso de lo que ya fue alguna vez hablado. Son las conversaciones con Misaki que le permiten a Yusuke apreciar de una nueva forma la vida, donde solo puede aceptar convivir con el enojo y la tristeza si empieza a convertirlos en lo opuesto.
Los paralelismos entre lo que se escucha en los audios de Oto dentro del auto y lo que sucede en la vida de Yusuke, y en alguna medida, en Misaki, comienzan a apilarse en forma de preguntas que sirven para cuestionar las intenciones de los protagonistas. Con la interpretación de Nishijima, a Yusuke siempre parece dominarlo una superficie impenetrable, incluso a la hora de vincularse con sus actores, con quienes se mantiene estricto y distante. Con las palabras de Chéjov adentrando en su cabeza, a medida que el significado de los diálogos cobra otro sentido dentro del periplo de Yusuke, en Drive My Car cada escena favorece la intención de Hamaguchi de alcanzar un clímax emocional inolvidable, al igual que una coda repleta de preguntas y posibles resignificados.
A fin de cuentas, y detrás de la reconocible proeza que hay detrás de todo lo que rodea a esta ficción, hay algo conmovedor en la simpleza de su mensaje, en donde la culpa y el dolor de lo perdido quedan destinados al retrovisor y no al asiento del acompañante. Aunque su auto funciona como un santuario, Yusuke debe aprender que es hora de abrir esas puertas para dejar entrar algo más que sus fantasmas.
Durante la promoción de la película, Hamaguchi ha dicho que Murakami le dio completa libertad en adaptar su obra. El director le escribió una carta detallando sus intenciones y sus ideas para la trama y tras recibir el visto bueno, se sintió honrado, como si el autor le hubiese otorgado lo que el cineasta necesitaba para dar rienda a su proceso de reescritura.
Inclinado a mostrarnos un mundo menos fantástico al del autor, Hamaguchi nos deja un drama imperdible sobre personas que atraviesan circunstancias de un dolor inescapable pero apacible frente a ciertas sorpresas cotidianas: un cigarro compartido en la noche, una mirada sostenida los minutos suficientes y la imperiosa necesidad de saber que, sin importar cuántos pasajeros haya alrededor, nunca se viaja solo.