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“Este país me dio todo. Me dio amor. Me dio a mis hijos”. Aplausos. Gritos de locura. Emoción. La ovación a Ruben Rada en el Luna Park se extiende durante dos horas y media. Es el comienzo de una noche soñada. Por él y por muchos de los presentes. Hace 45 años que Rada forma parte de la cultura argentina, pero extrañamente nunca había tocado en el mítico Palacio de los Deportes —así se lo denomina popularmente— enclavado justo donde nace la avenida Corrientes. Eso fue lo que sucedió el viernes 10. A los 80 años, Rada congregó a 8.000 personas en el que desde hace más de 90 años es el mayor templo de la música popular argentina.
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En las horas previas al concierto se notaba la presencia de uruguayos residentes en Buenos Aires dentro de un público mayoritariamente argentino. Predominaban los adultos, pero también se apreciaba un buen contingente joven. Había muchos motivos para estar ahí. Porque la vivieron o porque la conocen de oídas. La ansiedad se traducía en las palmas en clave de candombe. Aplausos que, no caben dudas, eran iniciados y sostenidos por los uruguayos, a los que se plegaban los argentinos.
Había mucha historia en esas palmas. Antes de instalarse en Buenos Aires, Rada ya había firmado allí una de sus mejores páginas, Rada y S.O.S., con el conjunto Sonido Original del Sur, un verdadero supergrupo cuyo único disco, publicado en 1976, es una maravilla y una expresión temprana de lo que después alguien bautizó como world music. En su larga temporada porteña, siempre se rodeó de notables de ambas orillas y llegó a ser uno de los músicos más reconocidos de la escena. El cañón central de su obra es, esencialmente, made in Argentina. La friolera de 10 discos en 12 años. El primero fue La banda (1979), con su portada que parodia el Band On The Run, de Paul McCartney. Después fueron La Rada (1981), En familia (1982) y La cosa se pone negra (en vivo en Obras, 1983). Le siguieron Adar Nebur (1984), La yapla mata (1985) y Siete vidas (1987). Y la tríada final: Pa’ los uruguayos (1989), Las aventuras de Ruben Rada y Lito Nebbia (1991) y Terapia de murga (1991). En esa década larga, Rada estampó exitazos como Rock de la calle, Blumana (la que dice tocá, che, negro Rada), Candombe para Gardel, Flecha verde, Mandanga dance, El levante (Amanece) y Terapia de murga. La mayor parte no fueron reeditados y son un tesoro para los coleccionistas. Con esta frondosa producción y sus cientos de conciertos en vivo, fue asimilado como un artista local. Comenzó casi desde cero, lo iban a ver solo los uruguayos exiliados y se ganó el cariño argento a puro talento.
Toda esta historia estaba en el aire cuando Rada salió al escenario, rodeado de la que sin dudas es una de las mejores bandas que ha tenido en su historia, con su familia entera integrada a su proyecto musical. Como es habitual, cantó flanqueado por sus hijos, los tres nacidos en Buenos Aires en los años 80: Lucila y Julieta en los coros, a su derecha, y Matías, en guitarra eléctrica, a su izquierda. Además, su esposa, Patricia Jodara, es su mánager y productora general. Cada vez que los nombró, el Luna devolvió un cerrado aplauso. La banda contó además con su sólida sección rítmica habitual, con Nacho Mateu al bajo, Nelson Cedrez en la batería y la cuerda de tambores liderada por Fernando Lobo Núñez. Y cerró esta alineación estelar el gran Gustavo Montemurro en los teclados, quien además es el arreglador y productor de todos los discos de Rada de los últimos tiempos y es miembro, en simultáneo, de la banda de Jaime Roos.
Como en Parte de la historia, su show predecesor, esta versión porteña del concierto 80 años comenzó con Las manzanas, piedra fundamental de su carrera solista. De inmediato llegaron Don Pascual, Biafra y Heloísa, piezas patrimoniales de El Kinto y Totem, y Montevideo, que compuso para Opa y que para quien escribe es su obra cumbre en el plano instrumental: la alquimia perfecta de este rincón del planeta.
Hay que ser claros. Desde el punto de vista estrictamente interpretativo no fue la mejor noche de Rada ni de la banda ni del sonidista. Hubo desprolijidades varias en todos los rubros. Se apreció cómo en algunos momentos en que su afinación flaqueó sus tres hijos lo ayudaron a retomar el tono y seguir adelante. A los 80 años es realmente prodigioso cómo el hombre, que ha tenido sus nanas, mantiene el ritmo, la energía y la intensidad para llevar adelante un show de gran porte como este. Agita, aplaude, bromea, cuenta historias, pide un grito de locura, desafía al público a que lo haga más fuerte, se para, baila, va y viene. Ah, y toca las congas en casi todos los temas. Dos horas y media. Rada lo da todo.
Hay que ser claros. Lo que sobró en este concierto fue emoción. Y eso es más poderoso que cualquier imperfección. La sorpresa y alegría de los argentinos al inicio de cada canción fue elocuente. El primer aplauso duró tres minutos. Sí, el público argentino también lo da todo. Le cantaron el que los cumplas y se mantuvieron de pie durante todo el concierto. En la cancha y también en las tribunas.
Como en los conciertos 80 años del año pasado en el Sodre, algunos ilustres saludaron al protagonista en la pantalla. Pasaron Fito Páez, Hugo Fattoruso, Natalia Oreiro, Carlos Vives, Daniela Mercury y un Andrés Calamaro abucheado por parte del público porteño por su postura política pro-Milei. Fue la primera irrupción de la grieta. Luego vendría otra más elocuente.
Julia Zenco salió al escenario para cantar una versión tanguera de Mejor me voy, la hermosa balada de Mateo con El Kinto. Fue la primera de un verdadero dream team de la música argentina. Con Adriana Varela, Rada saludó a la tradición ciudadana porteña y cantaron juntos el tango Patotero sentimental, de Roberto Rufino. Uno de los más aplaudidos fue David Lebón, quien demostró en esa tremenda power ballad llamada Malísimo que sus limitaciones físicas no alcanzan a sus prodigiosas manos, que siguen logrando hermosos solos de su guitarra. Otra gran ovación fue para Nahuel Pennisi, el cantautor ciego que cantó —y tocó en su guitarra— Adiós a la rama. El bajista y cantautor Javier Malosetti, con quien Rada compartió el notable disco Varsovia en 2007, subió para cantar una deliciosa versión bien funky de Dedos, otra de las joyas de Totem.
De las mayores emociones de la noche fue Matías, el nuevo embajador, tema dedicado por Rada a su hijo, que primero fue proyectado en la pantalla, en un registro televisivo de 1988, con el pequeño Matías en brazos de su madre en la platea. De inmediato salieron a escena el pianista uruguayo Ricardo Nolé y el guitarrista argentino Ricardo Lew, dos de los virtuosos que integraban la banda de Rada en aquel tiempo y tocaron la canción, ahora con Matías sacando chispas de su viola. El abrazo de Lew, otro viejo que no pierde sus mañas, a Matías y a su papá fue una belleza.
Entre lo menos recordable, Juanse (Ratones Paranoicos) intentó cantar y tocar Spinetta es lo más grande que hay (no estuvo a la altura) y cuatro de Los Auténticos Decadentes se pasearon por el escenario sin pena ni gloria.
Otras dos protagonistas fueron Lucila, que cantó El mundo entero, y Julieta, a la que su papá invitó a cantar un tema propio. El que sí estuvo a la altura fue León Gieco, quien hizo su clásico La cultura es la sonrisa (solo a guitarra, armónica y voz) y despertó el cántico la patria no se vende, coreado por gran parte del público (grieta parte dos), como protesta por el cierre de instituciones culturales por parte del gobierno de Milei. Gieco se quedó para compartir con Rada una celebradísima versión de Rock de la calle.
El tramo final, con Cha cha, muchacha, Muriendo de plena y Mandanga dance, fue una fiesta total. Los pasillos se llenaron de gente bailando, mientras Ruben dejaba ahí arriba lo que le quedaba de voz, de temple y de fuerza para entregárselo a su público, al que le agradeció de todas las formas posibles por ser su segunda patria y por ser también parte esencial de su historia.