Frecuento por motivos laborales la biblioteca del Centro Cultural de España (CCE). He descubierto que esta biblioteca es una suerte de hogar de acogida.
Frecuento por motivos laborales la biblioteca del Centro Cultural de España (CCE). He descubierto que esta biblioteca es una suerte de hogar de acogida.
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáMi barrio permanece casi vacío fuera de los horarios de oficina: las fantasías del antiguo intendente Arana no se hicieron realidad. La Ciudad Vieja sigue siendo un barrio despoblado: casonas tapiadas, horrendos estacionamientos al aire libre (espacios que se ganaron a machetazos derrumbando palacios), una peatonal repleta de vendedores ambulantes sin un pelo de artesano o anticuario, inmensos edificios con misteriosas oficinas de lujo y muchos restaurantes que cierran de noche y los fines de semana.
Los poquitos que vivimos por ahí sabemos que hay un lugar que nos espera acogedor. La biblioteca del CCE.
Entra uno allí y se siente en el primer mundo. Hay personas que no sólo van a consultar libros sino también a instalarse cómodos, calentitos, con un baño impecable a pocos metros.
La cuestión de los derechos de autor se ha puesto dura en España y ya no se prestan películas. Años atrás, las personas se instalaban en unos modernos pufs y, auriculares mediante, veían cine de calidad español o latinoamericano. Un niño afrodescendiente, muy miope, siempre estaba allí, con su túnica escolar maltrecha. Conocía todas las películas, los libros, allí aprendió a usar las computadoras, a googlear, etc. De noche vendía rosas por la calle. Ahora creció y lo perdí de vista.
El otro día unos adolescentes llegaron hablando fuerte. Era imposible no oírlos. Por su jerga y su modalidad al vestir y cortarse el pelo —muy parecida— era notorio que pertenecían a la tribu urbana denominada “plancha”.
Uno de ellos conocía al dedillo el lugar; para el otro era su primera vez. Enseguida preguntó: “¿Y acá qué se hace, vo?”. El iniciado le contestó con naturalidad: “Se lee”. Y le indicó las distintas secciones temáticas en que se agrupan los libros. El otro se mataba de risa. No podía creer que a su amigo le gustara leer libros.
El lector entonces le dio otra solución: “Ahí te podés meter en féibu”, señalándole las computadoras. Y luego se puso a buscar libros para leer.
La imagen me emociona, pero también me llena de tristeza por la pérdida de la cultura de biblioteca que se ha producido implacablemente.
La Biblioteca Nacional, donde pasé tantas horas de mi vida, el templo de mi mundo de estudiante, es hoy un lugar casi desierto. He sabido de donaciones de libros que se han realizado (libros de honorables difuntos) que fueron a dar a Tristán Narvaja.
La viuda de un gran profesor me pide consejo, averiguo en varios centros, no quieren donaciones, no hay lugar.
Las fotocopias se han fagocitado a los libros pedidos en biblioteca. ¿O será que las bibliotecas son arcaicas y deprimentes?
La inclusión de “aulas comunitarias” en liceos comunes ha impelido a suprimir la sala de lectura para ser convertida en salón. No hay espacio.
Pero yo aún sueño con una biblioteca como la del CCE en cada liceo.
Sueño con un país que no existe.