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    The american way of life

    Probablemente sin haber leído lo que Bernardo Berro había escrito un par de décadas antes a propósito de “la república municipal” como base de la vida nacional, Sarmiento cantó el himno de la aldea estadounidense, a la cual veía como el verdadero centro de la vida en ese país.

    En el mundo latino, sea el europeo como el americano, la aldea era la oveja negra, el patito feo, la mayor fuente de bromas y desprecios por parte de los habitantes de las ciudades. Ser aldeano o provinciano era (y sigue siendo) un lastre social y moral. No así en el mundo anglosajón: “La aldea norteamericana”, anotó Sarmiento, “es todo el Estado, es su gobierno civil, su prensa, sus escuelas, sus bancos, su municipalidad, su censo, su espíritu y su apariencia”.

    Las pocas viviendas de una aldea cualquiera reflejaban el espíritu de los norteamericanos, su anhelo de vivir bien usando los mejores materiales a disposición y teniendo acceso a muchos servicios necesarios. Sarmiento admiraba la calidad de los ladrillos y la prolijidad de las paredes, los techos impecables, las verjas pintadas y los detalles del porche, las flores del jardín y la ausencia de montones de cachivaches y trastos rotos tirados a un paso de la casa.

    Esos detalles caracterizaban al pueblo norteamericano. ¿Pero cuántas eran las viviendas en Hispanoamérica que merecían el nombre de tales? ¿Por qué podía el grueso de los estadounidenses vivir cómoda y dignamente mientras que las casas del Sur parecían pocilgas? El tesoro edilicio norteamericano era el resultado de una industria pujante, alimentada por el deseo del ciudadano de vivir bien. Cómodamente. Confortablemente.

    Personalmente, he hecho las mismas reflexiones cuando he comparado el mundo escandinavo con el latino y estoy profundamente convencido de que estas diferencias no son casuales. Confort es una palabra anglosajona, pues fue el anglosajón quien comenzó a cultivar el gusto por la comodidad en el hábitat cotidiano. Por el contrario, en el mundo latino, el asiático y el africano imperaba el sueño del lujo. La diferencia entre uno y otro es notable: el confort es colectivo, el lujo es individual; el confort es democrático, el lujo es aristocrático; el confort idealiza el anonimato, el lujo pretende la ostentación; el confort caracteriza a las sociedades desarrolladas, el lujo a las atrasadas. El confort y el lujo son dos maneras diametralmente opuestas de ver el mundo.

    El gusto por el confort tenía consecuencias inconmensurables para el crecimiento económico de los Estados Unidos. ¿Cuántos ladrillos eran necesarios para satisfacer la demanda? ¿Cuántas cocinas a leña? ¿Cuántos metros de verjas? ¿Cuántas tejas? ¿Cuántos aleros, puertas, ventanas, escaleras, clavos y herramientas? ¿Cuánta tela para cortinas? ¿Cuántas tablas para muebles? No se trataba del consumismo por el consumismo, como equivocadamente había señalado el aristocrático Alexis de Tocqueville en 1835. Se trataba de un estilo de vida, de un ideal (el confort cotidiano) que impulsaba la producción industrial y favorecía la expansión nacional.

    La visión un poco ramplona del noble francés estaba en las antípodas de las observaciones sarmientenses, que subrayaban el hecho de que el estadounidense no compraba y tiraba sino que, muy por el contrario, cultivaba un extraño celo por el cuidado de sus cosas. Todo estaba en perfectas condiciones, desde las herramientas, que parecían nuevas a pesar de su mucho uso, hasta los jardines, siempre impecables y rodeados de verjas de madera pintada de blanco, pasando por el mobiliario, la vestimenta (modesta pero pulcra), los espacios públicos y privados y los medios de transporte.

    En la aldea, el ambiente confortable de los hogares se completaba con el ofrecimiento de todos los servicios que la civilización estaba en condiciones de prestar. Para un visitante hispanoamericano, las sorpresas estaban a la orden del día: “Dos hoteles han de haber por lo menos en la aldea para alojamiento de los pasajeros; una imprenta para un diario diminuto, un banco y una capilla. La oficina de la posta recibe diariamente los diarios de la vecindad, o de las grandes ciudades, a que están suscritos los aldeanos”.

    Entre los ejemplos con nombres y datos varios que enumera Sarmiento, descubrimos pueblitos como Bennington, con un consistorio, una iglesia, dos academias, un banco y cerca de 300 habitantes. Norwich, sobre el Connecticut, tenía varias iglesias, un banco y 700 habitantes.

    Entusiasmado con el american way of life, el sanjuanino anotó que la aldea típica tenía establecimientos públicos, iglesias, almacenes, uno o dos hoteles, un par de fábricas, una panadería y varios bodegones, “todos con el anuncio en letras de oro, perfectamente ejecutadas por algún fabricante de letras”. Y este último no era un detalle menor: “Los anuncios en Estados Unidos son (…) una obra de arte y la muestra más inequívoca del adelanto del país. Me he divertido en España y en toda la América del Sud, examinando aquellos letreros, donde los hay, hechos con caracteres raquíticos y jorobados y ostentando en errores de ortografía la ignorancia supina del artesano o aficionado que las formó”.

    Colgar o clavar en la puerta del comercio un cartel de esos que caracterizan al mundo latino, lleno de garabatos y faltas de ortografía, era en Estados Unidos la manera más segura de arruinarse, pues el consumidor no entraría jamás a ese local. En este, como en otros terrenos, reinaba la búsqueda de la excelencia: eso que desde el inicio mismo caracterizó a Estados Unidos y que desde siempre ha sido despreciado en América Latina.

    (*) El autor es doctor en Historia y escritor