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    Todo lo que querían era tu voz

    Es menos musical de lo que uno creería. Eso establece, de arranque, un aire desafiante en la película. Primero fue una obra de teatro sobre la cantante de blues Gertrude Ma Rainey. Luego, una adaptación cinematográfica, La madre del blues (Ma Rainey’s Black Bottom), que Netflix adquirió para su distribución y estrenó el viernes 18. En ella se encuentran dos de las actuaciones que ya se nombran como principales contendientes para los próximos Premios Oscar.

    El cielo azul no existe en la película dirigida por el dramaturgo George C. Wolfe y producida por el actor Denzel Washington. El Chicago de 1927 concebido para llevar el texto de August Wilson de las tablas a la pantalla tiene tonos amarillentos, iluminado por un sol radiante y sin descanso. Las calles arden y también la tensión social.

    Ocho años previos al relato de La madre del blues, unas 100.000 personas negras habían emigrado a Chicago desde diferentes puntos del sur de Estados Unidos. El asesinato de un joven de 17 años en el lago Michigan devino en una manifestación por parte de la nueva población de la ciudad y esta, posteriormente, fue atacada por una banda de racistas: 37 afroamericanos fueron asesinados, 536 heridos y un millar de personas quedaron sin hogar.

    ¿Y el blues? El blues no dejó de sonar. Sonó y se trasladó gracias a las primeras grabaciones hechas por mujeres negras como Mamie Smith, Ida Cox, Bessie Smith y Ma Rainey, la madre del blues.

    La Ma Rainey personificada por Viola Davis se come los escenarios. Sus comienzos en el vodevil la hacen una juglar ideal para sus tiempos. Seductora, desfachatada, aguerrida y capaz de llevar en el blues su generosidad, dolor y magnetismo. Su rostro carga con un maquillaje tan denso como colorido, apenas una distracción de sus dientes de oro y atuendos intencionalmente lujosos.

    A Ma la espera, en un estudio de Paramount, su banda. En la sesión de grabación, que tiene como anfitriones a dos hombres blancos —el dueño de la sala y el manager de Ma—, participarán cuatro músicos: un pianista, un contrabajista, un trombonista y un trompetista. De ellos, solo el último, nombrado Levee y personificado por Chadwick Boseman, buscará decir algo más allá de las notas que se le ha encomendado tocar.

    El planteo escénico, de origen teatral, es limitado y de intenciones evidentes. Mientras aguardan la llegada de la estrella, la banda comienza a calentar en el sótano del estudio. La grabación, cuando Ma se digna a arribar, sucede un nivel más arriba, a nivel de la calle. Los encargados del lugar y representantes de la compañía discográfica se mantienen en una cabina en un nivel superior en la sala. Los estatutos se mantienen y se rompen solo en cuestión de conflicto, cuya resolución sea la de una gratificación económica, no equitativa, para los involucrados.

    La madre del blues es una historia sobre la intensidad y la necesidad de sobresalir y atravesar un río en el que la corriente siempre está en contra. El choque, entonces, es entre pasado y presente. Si Ma es la estrella establecida, Levee —la voz incipiente— querrá, para su pesar, ser la fuerza imparable. La propuesta del trompetista para grabar una nueva versión de un blues de Ma bajo sus arreglos (“Es lo que la gente quiere ahora, algo que se pueda bailar”) será el primero de los desacuerdos frente a sus colegas en túrgidas discusiones sobre la raza, la sociedad, la clase, la religión y la música.

    Las limitaciones autoimpuestas de la película funcionan, la mayor parte del tiempo, a su favor. El elenco reducido y la limitación única (con diferentes espacios y contadas escenas en el exterior) le dan al relato la intimidad que necesita, sin caer en los vicios de otras adaptaciones del teatro al cine, ya sea el exceso de monólogos o un montaje poco dinámico.

    La película arremete con la misma velocidad e intensidad con la que Ma entra al estudio, se abanica y mandonea a sus complacientes asistentes. Es una propuesta que prioriza la planificación de la puesta en escena, posicionado a actores en distancias dentro del cuadro que simbolizan sus vínculos personales. Se combinan, a su vez, una cámara fija para los momentos de tensión y una de movimientos súbitos para las interacciones más triviales, un ritmo que la edición también acompaña.

    La música, por su parte, llega en cuotas. Se habla más sobre ella que de lo que se toca. Que el elenco no toque sus instrumentos en la realidad (Viola Davis tampoco canta sus canciones, sino que emula con sus movimientos) puede que haya sido un elemento crucial en esa decisión. No es hasta la segunda mitad de la película que la banda puede desplegar sus talentos, salvando un guion que hasta entonces comienza a perfilarse como una serie de interrupciones más que de ejecuciones.

    Pese a que es Davis la encargada de personificar al personaje del título, Boseman, en la piel de Levee, es la estrella. No hay duda. El actor estadounidense murió el 28 de agosto. La noticia sorprendió a Hollywood debido al secretismo con el que Boseman, conocido por su papel protagónico en Pantera Negra, manejó su cáncer de colon. La madre del blues es su protagónico póstumo y, como tal, es difícil no mirar con otros ojos al actor. Levee es un personaje encantador y avasallante. Llega a la sesión de Ma con anhelos de grandeza. Busca grabar canciones propias y destrabar una puerta de la habitación bloqueada. Allí encontrará, en una de las metáforas visuales menos sutiles de la película, un respiro del edificio en donde el cielo, y por lo tanto, la salvación, se encuentra a una altura inalcanzable para un músico negro. Este año Boseman también se destacó en 5 Sangres, de Spike Lee, como el líder de un pelotón de soldados negros de Vietnam convertido en mártir.

    Davis, en tanto, hace lo que ha demostrado en incontables ocasiones: fabrica una presencia cautivante. Si bien es Ma la que corta el aire de una habitación, es Davis quien le otorga al personaje la humanidad suficiente para no convertirla en una caricatura completa. Hay algo en el papel de Ma que huele a carnada para Oscar. Está el elemento biográfico, la transformación física y, claro, la cuestión racial. La nominación para abril parece, al menos, asegurada. Lo mismo para Boseman, en lo que podría significar una nueva victoria actoral póstuma tras el premio a Heath Ledger por su labor como el Guasón.

    La madre del blues es, entonces, una propuesta triunfante. Algo conservadora en su ejecución de pequeña escala, sí, pero no por eso menos valiosa y emocionante. Tras Fences, dirigida por Denzel Washington en 2016, los textos de August Wilson siguen manteniendo su vigencia cultural al tratar la discriminación racial, así como una veta cinematográfica más que aprovechable.