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En la película Busco mi destino (Easy Rider, 1969), Peter Fonda y Dennis Hopper vagaban con sus motocicletas por las carreteras, los pueblos, los bares y las comunidades hippies, lo que era una excusa para estampar la radiografía de las costumbres en ciertas zonas de Estados Unidos a fines de los años 60.
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En El perezoso viaje de dos aprendices ociosos (Alcalá, 2014, 179 páginas, $ 440), coescrita por Charles Dickens y Wilkie Collins, la radiografía es un siglo antes, sin motos ni drogas y en Gran Bretaña y con ferrocarriles. Lo que importa es el espíritu contemplativo del señor Francis Goodchild y del señor Thomas Idle, dos personajes —Dickens y Collins detrás de ellos— que se disputan el trono de la vagancia (no salir de la cama del hostal, observar dos horas o más el paisaje al otro lado de la ventana en actitud marmórea y otras inacciones por el estilo). Estos señores “gastan” su energía en viajar, caminar y a lo sumo subir alguna colina para disfrutar desde allí la vista del pueblo y sus cercanías. El resto: comer, beber y dormir, es decir, reposar de semejantes calamidades provocadas por la postura bípeda.
Entre viaje y viaje, posada y posada, ponche y ponche, hay lugar también para anécdotas y mucho humor. Y las anécdotas, como por ejemplo la de un viajero que llega a Doncaster a presenciar las carreras de caballos y no consigue habitación en ninguna posada, gracias a la pluma de Dickens y Collins se transforma en una pequeña gesta épica o en un cuento de fantasmas. Al final, el viajero consigue compartir una habitación en la posada Los Dos Petirrojos.
¿Es tranquilo el otro huésped? —pregunta el viajero.
Sumamente —le responde el posadero—. Tiene el rostro muy pálido y no se mueve.
Esta simpática y divertida novela ha sido traducida por primera vez al castellano y se lee de un tirón.