En una entrevista con Búsqueda, el reconocido jurista —que ingresó a la Corte en enero de 2004, fue su vicepresidente (2008-2009), fue electo presidente en 2009 y reelecto hasta diciembre de 2013— advirtió que el hecho de que Estados Unidos y Canadá, dada su “enorme vitalidad democrática”, no sean miembros plenos del sistema interamericano (no han ratificado ni siquiera la Convención) lo hacen vulnerable y, al mismo tiempo, los ciudadanos de esos países quedan privados de una garantía básica para sus libertades y para la proteccion de sus derechos.
—Hasta el momento estamos solo ante una hipótesis y anuncios que se han hecho. Se ha hablado del tema pero el retiro felizmente no se ha producido ni se ha comunicado algo a la OEA. En el caso de que un Estado diera el paso de denunciar la Convención Americana de Derechos Humanos es obvio que, jurídicamente hablando, lo puede hacer. Naturalmente, siguiendo el procedimiento que establece el propio Tratado y las normas internas del país. Lo que dice la Convención es que para apartarse de ella, el Estado tiene que dar un preaviso de un año. Es decir, la denuncia no tiene un efecto inmediato. Además, cualquier hecho anterior a que la denuncia tenga pleno efecto podrá ser conocido por los órganos de protección del sistema. De manera que un país que se retira de la Convención sí podría continuar siendo miembro de la OEA. Lo que se vería afectado, sin embargo, es su membresía en otras instancias multilaterales latinoamericanas para las cuales la Convención Americana es un instrumento de referencia esencial en cuanto a los compromisos con la democracia y los derechos humanos. Pongamos el ejemplo del Mercosur, en el que uno de sus instrumentos esenciales es el “Protocolo de Asunción sobre el Compromiso con la Promoción y Protección de los Derechos Humanos”, que hace de los derechos humanos una pieza central en el proceso de integración “mercosuriano”. El Protocolo, entre otras cosas, reafirmó expresamente el compromiso con la Convención Americana de Derechos Humanos. La condición de miembro del Mercosur y de la Convención Americana, pues, son dos caras de la misma moneda.
—¿Qué fuerza tienen las sentencias de la Corte? ¿Hasta dónde puede imponerlas?
—La Corte dicta sentencias o resoluciones de obligatorio cumplimiento para los países que han reconocido la competencia contenciosa de la Corte Interamericana. Todos los países latinoamericanos, sin excepción, lo han hecho. Un país que no ha reconocido la competencia contenciosa de la Corte no está sujeto, como es natural, a su jurisdicción. El hecho es que —y esto es muy lamentable— países de enorme vitalidad democrática como Estados Unidos y Canadá, junto con algunos países del Caribe anglófono, no son miembros plenos del “sistema interamericano” y, en consecuencia, no están sujetos a la jurisdicción del sistema interamericano. La jurisdicción, por definición, solo la ejerce un tribunal que resuelve contenciosos con decisiones finales y vinculantes. Para eso se creó la Corte Interamericana.
—Por ejemplo, ¿la Corte podría denunciar ante la OEA que uno de sus miembros viola la Carta Democrática, por lo cual se le debería observar y eventualmente suspenderlo como miembro o expulsarlo?
—Para la puesta en acción de la Carta Democrática la Corte Interamericana no tiene competencia. La Carta es otorgada a los propios Estados miembros de la OEA y al secretario general. La Corte, como tribunal de derechos humanos, analiza la responsabilidad de los Estados en la violación de tratados interamericanos de derechos humanos, dicta medidas provisionales ante casos de extrema gravedad y urgencia y emite opiniones consultivas. Nada más... pero nada menos.
—Ha habido otros intentos, además del de Fujimori, para salirse del sistema interamericano de Justicia...
—El de Fujimori, como se sabe, fue un intento frustrado. No solo porque estuvo jurídicamente mal hecho sino porque, políticamente hablando, podría decirse que fue la gota que colmó el vaso de la paciencia y pasividad de la comunidad internacional. En una situación y contexto muy distintos, un país del Caribe, Trinidad y Tobago, denunció la Convención y se desvinculó del sistema en 1998.
—La conducta de que al que no le gusta se va —y más si se generaliza—, ¿no le resta fuerza al sistema?
—Cualquier sistema que está basado en la libre adhesión de sus participantes tiene, formalmente, esa vulnerabilidad. Los que voluntaria y soberanamente se incorporaron, voluntaria y soberanamente se pueden retirar. Sin embargo, en los hechos, el sistema es sólido, goza de buena salud y su supervivencia no está en cuestión. Los de ahora son tiempos en los que emerge un nuevo derecho y una nueva cultura jurídica. En ello América Latina viene situándose a la vanguardia junto con Europa. Los tratados internacionales de derechos humanos se han convertido en piezas jurídicas fundamentales que no solo son de obligatorio cumplimiento sino, lo que es más importante, se están constituyendo en el marco al que se adecua la conducta de las autoridades nacionales. Jueces incluidos, por cierto, que están obligados, por el “control de convencionalidad”, a que sus decisiones sean compatibles no solo con la Constitución de su país sino con los tratados de derechos humanos y las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Acaso, el principal factor de debilidad, insisto, es que el sistema interamericano de derechos humanos no sea “interamericano” strictu sensu, sino esencialmente “latinoamericano”. Todos los países latinoamericanos son miembros plenos del sistema. No lo son, en cambio, otros diez países miembros de la OEA, como Estados Unidos y Canadá. Mientras no lo sean, hay allí un factor objetivo de debilidad y debilitamiento.
—¿No se corre el riesgo, además, de que la Corte sea utilizada? Esto es: cuando conviene se recurre a ella para que le resuelva problemas que un gobierno no puede resolver porque se lo impide la oposición o los propios ciudadanos o, simplemente, porque por razones demagógicas no lo quiera resolver. Entonces se va a la Corte y, si la decisión “conviene”, se aplica, “respetuosos de los organismos supranacionales”, pero sintiéndose libres de no cumplirlos cuando a algunos gobiernos no les sirve la sentencia.
—A la Corte no puede acceder directamente un particular ni tampoco lo puede hacer un gobierno sino luego de agotar ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos el procedimiento establecido en la Convención. De manera que el acceso a la Corte queda, creo, librado de los intentos de un uso coyuntural o contingente de la misma. Además, la dinámica de la Corte opera como “vacuna” frente a cualquier intento de instrumentalización política. La transparencia de los procedimientos es enorme. Las audiencias se transmiten en vivo y los expedientes de casos sobre los que se ha dictado sentencia son todos públicos y libremente accesibles. Finalmente, el cumplimiento de las sentencias. El panorama en este terreno, felizmente, es muy saludable. Más del 80% de las reparaciones económicas dispuestas por la Corte han sido totalmente pagadas. Se avanza notablemente en el cumplimiento de todos los demás aspectos de las sentencias. En los últimos tiempos las audiencias entre las partes para supervisar los aspectos pendientes de cumplimiento han sido muchas y muy productivas.
—Hay gobiernos a los que no les gusta que metan las narices en sus manejos internos y por algo ha de ser. Pero aparte de esos países y esos gobiernos, muy críticos de esos organismos de la OEA, han comenzado a aparecer críticas no tan interesadas desde otros gobiernos, dirigentes o expertos. Da la sensación de que la presión de aquellos países militantemente críticos se ha hecho sentir y que eso está incidiendo en la conducta y afectando la credibilidad y la imagen de los órganos jurisdiccionales y de derechos humanos. ¿Usted qué opina?
—No creo que toda crítica o propuesta de reforma sea sinónimo de “amenaza” o de “debilitamiento”. Eso es un error. Hay que estar abiertos a la crítica y al debate. Y asumir como dato indiscutible de la realidad que el sistema que se diseñó hace más de 40 años responde a una realidad presente que es muy distinta a la que soñaron quienes escribieron y adoptaron la Convención en 1969. Pocos podían sospechar, por ejemplo, que la Corte Interamericana iba a funcionar en serio y que sus sentencias guiarían e inspirarían las decisiones cotidianas de miles de jueces y tribunales nacionales. Tampoco sospechaban el frenazo a la impunidad de los violadores de derechos humanos que han significado las sentencias de la Corte Interamericana frente a las llamadas “autoamnistías” o las decisiones trascendentales que se vienen dictando sobre derechos de los pueblos indígenas. Lo importante de cualquier reforma o ajuste es que no distorsione la razón de ser del sistema de derechos humanos y que se haga con la debida participación de los órganos concernidos.
—Usted se refirió a la situación de Estados Unidos, que gozaría de una especie de posición de privilegio: poder actuar como juez para juzgar a otros pero no estar sometido a esa jurisdicción como todos los demás miembros. Por ese motivo, se le han hecho críticas a la Comisión, particularmente en su país, por esa ambivalencia. ¿Cómo se enfrenta esa situación?
—El sistema interamericano se mueve a varios ritmos y velocidades y en tres círculos concéntricos. El núcleo central son los 21 países que son parte de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y que, simultáneamente, han reconocido la competencia contenciosa de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Garantizan esos países, así, no solo el conjunto de derechos estipulados en ese tratado (y otros complementarios) sino, lo que es trascendental, el acceso a la Justicia interamericana. Todos los países latinoamericanos se encuentran en este núcleo del sistema. El segundo círculo es el de los tres países que, siendo Estados partes de la Convención, no han reconocido aún la competencia contenciosa de la Corte Interamericana. Allí los pueblos aguardan aún que se dé ese paso esencial para completar el compromiso con el conjunto de obligaciones establecidas en este importante instrumento interamericano. El tercer y más tenue de los círculos es, obviamente, el de aquellos diez países que, siendo miembros de la OEA, no son parte de la Convención, con lo que, por cierto, no pueden haber reconocido la competencia contenciosa de la Corte. En este círculo se encuentra Estados Unidos. Como lo acabo de decir, este es, objetivamente hablando, un factor de debilidad del sistema. Y, por qué no decirlo, de desprotección de los habitantes de aquellos países a los que les es aún negado el acceso a la jurisdicción interamericana. Cierto que la Comisión Interamericana puede analizar casos y situaciones. Pero, a lo más, podrá dictar recomendaciones. No decisiones jurisdiccionales con fuerza vinculante. Sería fundamental para el sistema y para los derechos de los pueblos que se complete la tarea en los diez países que aún no lo han hecho de ratificar la “nave estrella” del sistema interamericano de derechos humanos, que es la Convención Americana, y de reconocer la competencia contenciosa de la Corte Interamericana. Así el sistema “interamericano” podrá merecer, en plenitud, ese nombre.