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Tenía amplísimos conocimientos culturales y gastronómicos, porque era un convencido de que la buena mesa, con sus costumbres y preparados, es una manifestación de lo más profundo de una civilización y, a veces, también un arte. Con su barba blanca y su generosa humanidad, era común verlo sentado a la mesa de un restaurante, conversando con los mozos y los chefs, que lo veneraban. Parecía Orson Welles. Y si uno se sentaba a su lado, también destilaba una sabiduría como la del cineasta norteamericano. Recuerdo el revuelo generado en los ambientes gastronómicos que frecuentaba. Le tenían miedo. Hoy a la noche llega García Robles; por favor, que todo esté perfecto, los cubiertos, las copas. Podía explicar la belleza de un concierto de Mozart, el ritmo alocado del trazo de Jackson Pollock o los secretos de la cocina vasca, y lo que es mejor, combinar todos esos conocimientos en una mixtura única, personal.
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Fue un lúcido ensayista y poeta, estudió música con Lauro Ayestarán y también se desempeñó como periodista en distintos medios uruguayos, entre ellos “El País”, “El Espectador” y Búsqueda, donde escribió sobre artes plásticas. En realidad, podía escribir casi de cualquier cosa, y bien. Estuvo radicado muchos años en Caracas, Venezuela, donde incorporó el seudónimo Sebastián Elcano, en honor al marino, pionero y aventurero español, el hombre que viajó por tantos y tantos lados en una cáscara de nuez, contra viento y marea, cuando el mundo todavía era un plato o algo medianamente curvo.
Uno no podía aburrirse nunca con un tipo así. Me tocó compartir con él un viaje a Miami. Las horas de vuelo son siempre un desafío por la incomodidad de los asientos, el encierro y la monotonía. Pero “el Gordo” García Robles relataba una anécdota con elegancia, esgrimía un punto de vista desusado y también se echaba una cabezada. De pronto se despertaba, se tomaba otra copa de champán y volvía a entrar en la conversación, en el punto que fuese; la música cubana, el método de Stanislavski y siempre como un gran improvisador. También era tozudo, peleador, como todo hombre de vasta trayectoria y puntos de vista convincentes, seguros. No le gustaba que le llevaran la contra, pero si aceptaba el desafío, lo tomaba como un caballero. Murió el martes 31, a los 82 años, y con él se fue otro representante de ese Uruguay culto, docto y muy informado, hoy tan escaso. Puedo decir con propiedad que volé junto con Sebastián Elcano.