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    Naturalmente, después de todo esto, no me quedó más remedio que visitar Hertogenbosch. En cierta ocasión, siendo yo aún un muchacho, fui con mi liceo en procesión a esta ciudad. Veníamos de Tilburg, que está a 20 kilómetros. En la catedral gótica acudimos a la capilla de Santa María, y eso mismo vuelvo a hacer ahora, solo que ahora las campanas repican todas simultáneamente, como si la ciudad tuviera algo que celebrar. Y así es. Jerónimo el Bosco no se habría sorprendido al ver esto. Quinientos años después los curas tienen el mismo aspecto que en su época. El primero que veo viste un amplio manto dorado. Unas coronas de rosas son bendecidas. El cura sostiene en la mano un hisopo con el que esparce agua bendita sobre las cabezas de unos cuantos colegiales congregados frente a la maravillosa imagen de la Virgen. Que el interior de la iglesia de 1380, después de repetidas restauraciones tras el movimiento iconoclasta calvinista de 1566, resultara gravemente afectado por el estilo neogótico, no es de extrañar. Mucho quedó destruido. Así que prefiero mirar al suelo y mi mirada se detiene en los sepulcros tallados en basalto negro, con sus escudos de armas y elegantes nombres, donde yacen personas que sin duda fueron miembros de la Ilustre Hermandad. Por fuera, la iglesia continúa siendo bella y se alza, flamígera, con sus santos, bostezadores y gárgolas en forma de hombrecillos medievales que, sentados en los arbotantes, ascienden al cielo. La gran torre sigue sobresaliendo en el centro de la ciudad, en lo que en su momento fue el ducado de Brabante. No muy lejos de ahí está el mercado. La casa del pintor, tan elegante en su día, es ahora una zapatería llamada Invito, donde se venden botas con un 50 por ciento de descuento. La casa de la mujer del Bosco está ahora junto al Hotel Central y el propio pintor se encuentra en medio de los puestos del mercado. Nada lo asombra. Sus cuadros han abandonado la ciudad. Él se ha despedido de ellos y está aquí a solas con su estatua. A medida que me alejo de él, se hace más fuerte el olor a comida. En la oficina de turismo pregunto por la ruta Hieronymus, pero los folletos no están listos todavía.

    (Cees Nooteboom, extractado del libro El Bosco, Siruela, 2016)