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    Y entonces, la novela explotó

    A 50 años del boom de la literatura latinoamericana

    Sigue resultando curioso cómo una palabra tan sonora y tan alejada de la literatura fue a la vez tan eficaz para simbolizar lo que sucedió en los años 60. El término boom nació por casualidad a partir de una comparación que se le ocurrió al periodista, crítico y escritor chileno Luis Harss cuando en una reunión en Buenos Aires en 1966 comparó el auge de la novela latinoamericana con el boom económico que había vivido Italia. “No estoy contento con este nombre y muchas veces me arrepiento de él porque me parece un poco superficial”, dijo recientemente Harss a la prensa colombiana. Acertado o no, el término sirvió de “marketing” editorial para ponerle nombre a un fenómeno único e incalificable, porque quienes lo generaron no crearon ninguna escuela ni ningún “ismo”, ni mucho menos se reunieron para proclamar un manifiesto estético.

    A diferencia de otras corrientes literarias latinoamericanas, que tuvieron en la poesía su proyección, el boom se centró en la novela, pero en una “nueva” novela alejada del realismo puramente costumbrista de sus antecesores, que buscaba romper con estructuras, encontrar un estilo propio y liberar la imaginación. Y convirtieron a Latinoamérica en una potencia narrativa que atravesó fronteras, sorprendió e impactó a lectores de varias lenguas.

    Éste ha sido un año de valoración del boom y también de conmemoración, al cumplirse los cincuenta años de aquel estallido editorial y narrativo. La fecha de inicio es arbitraria, pero se toma 1962 como punto de partida porque ese año Mario Vargas Llosa publicó su primera novela, “La ciudad y los perros”, que ganó el premio Biblioteca Breve de la editorial española Seix Barral, mientras también en ese año Carlos Fuentes publicaba “La muerte de Artemio Cruz”. Para algunos críticos, sin embargo, fue “Rayuela” de Julio Cortázar la novela que por su carácter experimental y renovado puso la piedra fundamental de esta nueva narrativa.

    En 2012, como parte de la celebración, la Real Academia Española publicó con la editorial Alfaguara una edición conmemorativa de “La ciudad y los perros”, como antes la habían tenido “Cien años de soledad” de Gabriel García Márquez y “La región más transparente” de Fuentes. Y no es de extrañar que los festejos también se hicieran en España, porque allí se difundieron con mayor fuerza las novelas latinoamericanas que luego invadieron Europa. Sobre todo Barcelona fue la sede para que la editorial Seix Barral lanzara las primeras obras de Vargas Llosa. Y después Carmen Balcells, “la mamá grande del boom”, fue quien gestionó los derechos de autor de la mayoría de los narradores.

    En noviembre se llevó a cabo en Madrid el Congreso Internacional “El canon del boom”, que volvió la mirada sobre los novelistas que hicieron posible aquel fenómeno. Organizado por la Cátedra Vargas Llosa, el encuentro tal vez no tuvo el nombre más acertado porque justamente si algo no tuvo el boom fue un canon que lo convirtiera en un movimiento literario. Incluso las críticas más extremas lo ubican como un fenómeno estrictamente editorial, algo absurdo si se revisa la concentración de talentos literarios que hubo en América Latina en aquella década del sesenta.

    En el congreso de Madrid, Vargas Llosa recordó sus inicios y evaluó lo que significó el boom para quienes lo estaban generando: “España y Europa descubrieron la literatura latinoamericana, pero los latinoamericanos descubrimos a los otros escritores vecinos, que hasta la fecha habíamos vivido completamente marginados”. Señaló también que a partir de entonces, se cambió el estereotipo que se tenía de que América Latina solo producía dictadores o guerrilleros. “De pronto se descubrió que había una literatura novedosa, nada provinciana, con un horizonte internacional y que había experimentado con nuevas formas narrativas y nuevos lenguajes”.

    Quienes le pusieron la impronta a este despegue fueron Vargas Llosa, García Márquez, Fuentes y Cortázar, pero sus antecedentes hay que buscarlos en autores que ya tenían una obra consolidada como Jorge Luis Borges, Alejo Carpentier, Juan Rulfo o Juan Carlos Onetti. Y por supuesto también en las lecturas que estos autores compartían. Allí están los libros de Joyce, Kafka, Proust, Sartre, Camus y, sobre todo, de Faulkner, que alimentaron las creaciones de los latinoamericanos.

    Como muestra de la genialidad literaria de los escritores del boom hay que detenerse en 1967. Ese año, el guatemalteco Miguel Ángel Asturias ganó el Premio Nobel de Literatura, Vargas Llosa el Premio Rómulo Gallegos con “La casa verde” y Fuentes el Premio Biblioteca Breve con “Cambio de piel”. Pero la verdadera explosión de ese año la produjo la publicación de “Cien años de soledad”, de García Márquez, que sería la más vendida, famosa y traducida de todas las escritas en lengua española después del Quijote. Tan legendaria como la propia novela es la travesía que vivió el manuscrito hasta llegar a manos de Paco Porrúa, en ese momento director de la Editorial Sudamericana en Buenos Aires, quien apenas leyó los primeros capítulos se dio cuenta de que estaba frente a una obra maestra.

    El envío en dos tandas del original porque García Márquez no tenía dinero para pagar el correo, la caída al agua de las cuartillas escritas a máquina que Porrúa tuvo que secar a plancha y el asombro del editor por no saber si estaba leyendo la obra de un loco o de un genio forman parte del mito en torno a esta novela. También las palabras de Mercedes Barcha, esposa de García Márquez, cuando, consciente de que se habían gastado todos sus ahorros, vio partir las cuartillas hacia Buenos Aires: “Oye, Gabo, ahora lo único que falta es que esta novela sea mala”.

    Una de las primeras valoraciones del trabajo de García Márquez y la que condensa no solo su naturaleza, sino el espíritu de esa generación de escritores, la hizo Carlos Fuentes en una carta que dirigió a Cortázar: “Te escribo impulsado por la necesidad imperiosa de compartir un entusiasmo. Acabo de leer ‘Cien años de soledad’: una crónica exaltante y triste, una prosa sin desmayo, una imaginación liberadora. Me siento nuevo después de leer este libro, como si les hubiese dado la mano a todos mis amigos. He leído el Quijote americano, un Quijote capturado entre las montañas y la selva, privado de llanuras, un Quijote enclaustrado que por eso debe inventar al mundo a partir de cuatro paredes derrumbadas (...) Un día, querido Julio, me hablaste de la novela como mutación. Eso es ‘Cien años de soledad’: una generación y una regeneración infinita de las figuras que nos propone el autor, mago iniciático de un exorcismo sin fin. Y qué sentimiento de que cada gran novela latinoamericana nos libera un poco, nos permite delimitar en la exaltación nuestro propio territorio...”.

    Los escritores del boom cultivaron una amistad fraterna y compartieron los mismos ideales políticos impulsados por la aparición de los movimientos revolucionarios latinoamericanos. Hasta que esa amistad se resquebrajó, como muchos de los ideales que habían defendido. “Existía una preocupación por la condición humana. Veníamos de dictaduras y todos teníamos ideales políticos. Apoyábamos la revolución cubana, luego el caso Padilla (escritor cubano encarcelado en 1971 por motivos políticos) nos quebró y se produjeron disidencias. Pero había una cierta comunidad de ideales”, señaló Vargas Llosa en su discurso al abrir el congreso en Madrid.

    Hoy el boom suena como un acontecimiento lejano e irrepetible en las letras. De él salieron las mejores novelas de la narrativa latinoamericana y dos Premios Nobel: García Márquez en 1982 y Vargas Llosa en 2011.

    La crítica es unánime en considerar que las mejores novelas de estos autores son las de su primera etapa y que nunca pudieron superar sus obras maestras. Es cierto que “Cien años de soledad” creó un molesto efecto contagioso de “realismo mágico” en otros escritores y que “El sueño del celta” de Vargas Llosa ganó más en historia que en literatura. También es cierto que “Rayuela” quedó estancada como una obra “sesentista”, mientras los cuentos de Cortázar mantienen su total vigencia. Pero los escritores del boom, y que hayan sido todos hombres merecería una nota aparte, crearon la “Edad de Oro” de las letras latinoamericanas, y sus mariposas amarillas, sus prostíbulos con o sin orquesta, sus ciudades agobiantes de belleza, de miseria y de violencia, viajaron por el mundo y comenzaron a contar otra historia. Y eso merece un homenaje.