Región del Biobío en Chile, al sur. Tres ciudades: Lebu, Cañete y Concepción. Un festival itinerante de cortos con varias secciones (Documental, Pueblos originarios, Videoclips, Ficción internacional, Prensa especializada, etc.) al que es invitado el viejo beatnik como jurado.
Llego cerca de medianoche a Santiago y me alojo en un hotel cercano al aeropuerto. Al otro día por la mañana vuelo para Concepción. Mi amigo chileno, que en su momento hizo crítica de cine, algunos cortos y ahora va por su primer largometraje, quiere ir de copas esa noche, mostrarme la capital, “carretear”, como le dicen ellos. Estás loco, le digo. Sería una interminable jornada sin dormir, ni pensarlo. El viejo será beatnik pero debe cuidarse. Al día siguiente, luego de una hora de vuelo, me recoge una camioneta en el aeropuerto de Concepción y rápidamente emprende un viaje serpenteante de algo más de dos horas hacia Lebu. Bordeamos la costa del Pacífico. Playas solitarias sin gente, fábricas, aserraderos, una gigantesca planta de celulosa sobre el océano. Casas de madera con techos de chapa que me recuerdan Estambul o alguna ciudad muy fría de Europa del Este. Claro, nuestra costa es turística, los chilenos tienen más de 4.000 km con vista al océano. Es un país extendido, sísmico, con la brutal cordillera de los Andes. El mar no lo asocian exclusivamente al turismo.
Arribamos a Lebu al mediodía, pequeña para una ciudad, grande para un pueblo, algo más de 20.000 habitantes. Zona de pesca artesanal y también de trabajadores carboníferos. Tiene un río que desemboca en el Pacífico. Me alojan en una cabaña a menos de una cuadra de una hermosa playa enmarcada entre dos morros. Me enamoro inmediatamente del lugar, que, por cierto, lo aclara un cartel, tiene peligro de tsunamis. Y también fue en su momento encuentro de balleneros con Mocha Dick, la enorme ballena blanca que en su defensa hundió un barco e inspiró a Melville para escribir lo que se conoce con toda justicia como la gran novela americana. De hecho, el logo del festival, que vive desde 1999, es esta ballena originaria, mapuche.
Mi amigo chileno está en un hostal pedorro junto a los forestales, que tienen harto trabajo debido a los incendios. Almorzamos en el restaurante oficial de CineLebu con varias cervezas de por medio y comento que la cabaña de tipo valizero es magnífica, veo y escucho el Pacífico, pienso en Mocha Dick y de allí no quiero moverme; los mapuches van a tener que incendiarla para sacarme. Shhhhhh, responde de inmediato y ahora me habla al oído. Estamos en pleno territorio mapuche. Por estos lares a la ministra de Boric la sacaron a los tiros, me dice. Bueno, le respondo, pero si era un chiste. ¿No estamos en un país libre? Sí, sí, huevón, pero esta región está peluda, ¿cachai?
El festival tiene el tono adecuado, pequeño y portátil. Un almacén exhibe un viejo cartel de Pepsicola en su fachada. En realidad todo el almacén acompaña la antigüedad del cartel. En otra puerta que parece cerrada desde hace años se aclara que allí se pueden solicitar los servicios de un abogado. Es encantador, tiene algo de Pedro Páramo. Y además, el corto ganador califica para los Oscar, con lo cual el primer premio de CineLebu es muy preciado. Para la ceremonia inaugural han cortado una calle del pueblo e instalado una alfombra roja por donde pasan los actores y actrices, productores y cineastas, mientras una locutora les da la bienvenida. Los vecinos contemplan con curiosidad desde las ventanas y los umbrales de sus casas. Los perros callejeros, que hay muchos en Lebu, se instalan a sus anchas en la alfombra y se rascan mientras circulan los invitados. Si me los cruzara en el aeropuerto —a los invitados, no a los perros— diría que pueden ser turistas o estudiantes o vendedores de electrodomésticos. Pero todos están vinculados al cine y la televisión. Esa señora que está allá, por ejemplo, es una de las actrices más conocidas de Chile, aclara mi amigo. Me presenta a periodistas y realizadores con los que hablamos animadamente. En realidad hablan ellos y yo escucho esas graciosas frases musicales plagadas de huevón, huevada y huevero, ya sea sobre cine, Boric, el estallido social, los pueblos originarios, los incendios, los migrantes venezolanos o el piscola. Todo gira en torno a las variaciones de un huevo originario, hasta tienen forma de huevo los ovnis que se han avistado por esos días, uno de ellos, me dicen, en Uruguay. Una invasión extraterrestre y yo aquí, lejos de mi familia y en una burbuja festivalera.
Los chilenos tienen sentido del humor, también cierta resignación y un dejo de tristeza. Esperaban mucho de su Mayo del 68 y de una nueva Constitución en la que estamparían sus deseos de justicia, y ahora con el rechazo están algo desanimados. Destrozan las películas de Pablo Larraín. Les digo que me gustó El club, aquella del curita y la pijita… Iá, iá, huevón, esa es la única buena que hizo.
Vemos una tanda de cortos de nuestra sección Prensa especializada, variados y de diversa calidad. Hay de Dinamarca, República Checa, España, Francia, Canadá, Serbia, Egipto, Argentina, Luxemburgo, por supuesto de Chile e incluso uno de terror irlandés. Es interesante. En menos de 20 minutos diseñar una historia, correr ciertos riesgos y rematar. Un buen corto no es moco de pavo. Hay que saber dar en el clavo, tener punch. Me sorprende el checo, Destination Paradise, dirigido por un tal Eshaan Rajadhyaksha. Dios mío, si tengo que pronunciar ese apellido en público estoy liquidado. Mi amigo ha determinado que debo ser yo quien lea el fallo en la ceremonia final. Eso estresa al viejo beatnik, es el único factor desfavorable. Leo el apellido varias veces. Raja… ¿cuánto?
He hablado con pescadores, con trabajadores del carbón, con dependientes en las botillerías (así les llaman a las tiendas de licores), con encargados de los almacenes y los quioscos. Toda gente amable y servicial. Mi amigo, algo perseguido, siempre puntualiza que debo identificarme como uruguayyyo, porque a los argentinos no los quieren demasiado. Me he bañado en el frío, bravo y cristalino Pacífico. He conocido unas enormes grutas donde antaño el festival proyectaba cine, magia que se terminó cuando prendieron fuego la pantalla. La estadía en esta ciudad pesquera llega a su fin. La última noche en Lebu será larga. Caen otros invitados del festival a la cabaña. Se concentra una fiesta improvisada con cervezas, piscolas, tabaco y otras cosillas para animar la conversación. Elijo el combo agrandado, claro. A las cinco de la mañana los echo, el viejo tiene que descansar. Fuera, fuera. Vamos huevón, vamos, la seguimos en otra cabaña. Me dejo llevar y los acompaño. En la cabaña de enfrente, donde se aloja otro de los invitados, aparece un sujeto. Le doy la mano creyendo que es un invitado que se ha sumado al aquelarre, pero resulta que el tipo, duro como una estaca, peligrosamente silencioso y con una mano bastante más áspera que la del resto de los mortales, andaba por ahí esperando una oportunidad para hacerse con algo ajeno. Lo corren del lugar. Cachai, huevón, te lo dije, esta es una zona roja y hay que andarse con cuidado, remarca mi amigo.
Ahora es el turno de Cañete, una ciudad a unos 60 km más adentro de la costa. Me toca en el Albergue Italiano, un hotelito muy simpático al que llegan por la noche los sonidos cercanos de un karaoke. A mi amigo le ha tocado un hospedaje pedorro y se queja. Su habitación, en la que vemos otra tanda de cortos en la computadora, parece la de Henry Chinaski, plagada de latas de cerveza caliente sin abrir, otras desparramadas por el suelo donde también hay medias dispersas y un cenicero improvisado lleno de colillas de porro paraguayo. Vemos 39, una sólida historia sobre el encierro y la muerte que padecieron en la vida real unos refugiados vietnamitas en la parte trasera de un camión en Inglaterra en 2019. Mi amigo insiste en que debemos ver también en la pantalla de la plaza una comedia de enredos muy mala, pero muy popular, en la que trabaja uno de los cómicos más exitosos de Chile, que hace de Viejito Pascuero, Papá Noel para los chilenos. En el baño de un bar siento un ligero temblor, como si un lejano tren subterráneo pasara a unos cien metros de profundidad. Chile no deja de moverse, dice mi amigo. Si Ud. pierde el equilibrio es que el terremoto y el tsunami consecuente serán grandes, dice el conductor de una de las camionetas que trasladan a los invitados del festival. Mierda, digo yo, no estoy acostumbrado a tales sobresaltos.
Me presentan a un realizador chileno de películas de terror y acción sangrienta que ha dirigido a Michael Biehn, William Forsythe y Robert Englund. Se divierte sin complejos contando anécdotas sobre los actores y sus adicciones, las peleas en el set, las copas que se ha tomado con ellos y la velocidad de los rodajes. Y aclara que por su trabajo le pagan en negro, al contado, por lo que tiene que colocarse los euros debajo de la ropa y pasarlos en los aeropuertos como el personaje de Expreso de medianoche.
El cierre del festival es en Concepción, la segunda ciudad chilena en importancia después de Santiago. Ahora estamos todos alojados en un hotel céntrico, frente a la plaza. Echo una siesta reparadora y me despierta uno de los tantos predicadores ambulantes con su megáfono: “Pruebe el aceite santo traído de Jerusalén, que a tanta gente ha curado”. El curita, la pijita, el aceite santo. Mi amigo se queja de que su habitación da a un pozo de aire. Son las consecuencias de haber sido el Harry Callahan de la crítica, remarca enfundado en su remera de Iron Maiden. Nos reunimos con el tercer miembro del jurado de nuestra sección, una chica muy simpática. Mi amigo cree que habrá discusiones acaloradas sobre cine, pero lejos estamos de tal situación. Cervezas de por medio, nos ponemos los tres de acuerdo en considerar a 39 la mejor de nuestra sección Prensa especializada. A la noche, en el Teatro Biobío y después del concierto de los Quilapayún, se leen los fallos del festival. La vestimenta de los invitados da para todos los gustos: hay quien está de gala, quien luce vaqueros y championes y quien eligió disfrazarse de Hombre Araña, como el hijo de 10 años de la directora del festival. Mi amigo aclara que antes de leer el fallo debo esperar a que en la pantalla proyecten la placa con la terna. En la sección principal el premio se lo lleva el corto danés Tonser. Cuando llega el turno de nuestro fallo subimos al escenario, donde dos presentadores nos dan la bienvenida. Me olvido olímpicamente de lo que pasa en la pantalla y leo el fallo. Los presentadores me interrumpen a mitad del texto para esperar la placa con la terna. Perdón, digo ante el auditorio repleto: es mi primera vez en Chile, estoy encantado y no me di cuentita. Cuando volvemos a nuestros asientos mi amigo dice: te advertí lo de la terna, huevón. Bueno, le respondo de mala gana, qué querés que haga un viejo beatnik, ¿que termine prolijamente?
La fiesta final se desata en un increíble y enorme boliche laberíntico llamado atinadamente Casa de Salud, con varios escenarios de música distinta: rock, tecno, pop, jazz. Y además, se puede fumar. El mejor boliche del país, dice mi amigo. Ideal para un viejo beatnik, le contesto. ¡Viva Chile, mierda!