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Desde que Donald Trump asumió su segundo término como presidente, sabíamos que nos enfrentábamos a un factor de mercado que cambiaría radicalmente la forma como el comercio internacional se desarrollaría. Todos mirábamos su presidencia anterior como referencia. No nos fue bien en aquel entonces, la soja pagó los platos rotos de la disputa entre China y Estados Unidos, con un Brasil incapaz de lograr satisfacer las demandas del gigante asiático.
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Lo que nunca nos imaginamos fue que esta versión de Trump 2.0 sería mucho más agresiva, impredecible y peligrosa, no solo para el comercio internacional, sino que también cuestiona aspectos de política internacional que han llevado años de construcción.
Estados Unidos deja de ser un socio confiable en varios niveles, al menos esa es la lectura que se hace en varias capitales del mundo que se ponen a trabajar a marchas forzadas para depender menos de un socio cada vez más dudoso.
A los efectos de lo que nos interesa, que son las relaciones comerciales y la conducta de los precios, hay varias puntas a considerar. La primera es que todos los anuncios y noticias agregan volatilidad a un mercado que necesita algunas certezas para moverse, porque los fundamentos terminan por imponerse.
Empecemos por la soja. En 2018, las producciones de soja de Brasil y de Estados Unidos eran más o menos las mismas, de unos 120 millones de toneladas, mientras que China importaba 82 millones de toneladas. En 2024 la producción de Brasil fue de 169 millones de toneladas, mientras que Estados Unidos bajó a 113 millones de toneladas. China, mientras tanto, aumentó sus importaciones a 109 millones de toneladas.
Brasil pasó de exportar 74 millones de toneladas a 105 millones de toneladas, mientras que Estados Unidos se mantuvo exportando en el eje de 47 millones de toneladas.
Brasil es la gran pesadilla de la producción de alimentos, y tiene recursos de sobra para expandir su producción y aumentar su productividad. Esto nos lleva a pensar que, si las cosas se ponen pesadas entre China y Estados Unidos, los chinos tienen donde comprar la soja que necesitan, y ese proveedor es el Mercosur. En la teoría lo pueden hacer, en la práctica es más difícil de implementar.
Lo lógico es esperar que los agricultores estadounidenses busquen otros destinos para su soja ante la imposibilidad de colocarla en China. Una opción es volcarla al mercado local norteamericano, que ha sufrido una enorme expansión de su capacidad de molienda orientada a la producción de biocombustibles, pero la falta de claridad de la administración Trump en este tema ha puesto una pausa en las inversiones en ese campo.
China, por su parte, no pasa por su mejor momento económico. Luego de la caída de su sector inmobiliario, los problemas se acumulan para una economía que depende cada vez más de las exportaciones para mantener su crecimiento, nivel de vida y ambiciones militares.
Tienen problemas de sobrecapacidad en sectores industriales que fueron fuertemente subsidiados y que ahora no logran rentabilidad y amenazan con ajustes de consolidación en cadenas enteras de suministro. Las economías planificadas tienen eso, es difícil ajustar todo a la vez sin caer en excesos. Esto deja a China con menos cartas que jugar contra Estados Unidos en una guerra arancelaria.
Hay mucho más para perder que para ganar. Ambos lo saben, pero Estados Unidos quiere aprovechar la volada para complicarle la vida a China en sus ambiciones de ser una potencia tecnológica. La forma en que Estados Unidos comunica las cosas es sorprendente. Por un lado, Trump habla de su amigo Xi, pero no duda en imponer aranceles de un viernes para un lunes sin que exista una agenda de diálogo para zanjar las diferencias.
En el mundo de los agronegocios, Estados Unidos se está preparando para un ciclo de varios años de precios bajos, lo que es consistente con la experiencia anterior con Trump como presidente. Sin embargo, para aquellos que piensan que los bajos precios llevarán a un ajuste en la producción de los granos y oleaginosos por baja rentabilidad, la respuesta puede no ser tan lineal.
Estados Unidos tiene un sistema de protección de la rentabilidad de sus agricultores a partir de varias medidas de política —mayormente subsidios a seguros— que los puede aislar de los efectos negativos de los bajos precios. Trump argumenta que van a cobrar tanto dinero de los aranceles a los productos importados que con eso será suficiente para sostener a la agricultura norteamericana, que es un pilar central de sus votantes.
En paralelo, la falta de definiciones en temas tan importantes como la política de biocombustibles es una amenaza más considerable para la economía agraria norteamericana que las tarifas que impongan los chinos.
¿Dónde deja este escenario a Uruguay? En primer lugar, todo aquello que impulse a Brasil en términos productivos y comerciales es un problema. No somos complementarios, somos competidores en muchos sectores de los agronegocios, y ellos tienen la capacidad de lograr niveles de productividad y costos que nosotros no logramos. Pensar que Brasil nos va a tirar un cable para ayudarnos porque somos parte del sur global es un tanto ingenuo.
Por otro lado, casi que nuestra capacidad de manejar los precios reposa en un mercado de futuros que queda en Estados Unidos, que cada vez más responde a lo que pasa en ese mercado. No tenemos subsidios a los seguros que le den al agricultor un piso de productividad, mucho menos ayudarlo a cubrir precios.
Si es verdad que vamos a un período relativamente largo de estabilidad y precios agrícolas bajos, tenemos pocas herramientas para sobrevivir en un entorno complicado. Este año nos va a salvar la productividad de los cultivos de verano y hay que aprovechar cada momento posible de buenos precios para intentar lograr el mejor nivel de venta posible.
En Uruguay todo pasa lento. El cambio en el contexto nos exigirá mejores reflejos y nos da la oportunidad de arreglar lo que no anda bien en los agronegocios. No hacerlo es permitir que el mercado lo haga a su forma, y no siempre es la más agradable.
* El autor es doctor en Gestión Agro Industrial, docente de la Universidad de Montevideo, asesor en comercialización de granos y coberturas de precios.