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“Pobreza no es una pequeña cantidad de bienes, ni tampoco la relación entre medios y fines; sobre todo es una relación entre personas. La pobreza es un estado social. Ha crecido como una odiosa distinción entre clases” (Marshall Sahlins)
Jardinera la cursé en la ciudad del interior donde había nacido (no era capital departamental). Para comenzar primaria, mis padres con mucho sacrificio decidieron traerme a estudiar a Montevideo, a un colegio privado. Me llevaba y me traía de clase un ómnibus del colegio.
Me asignaron un asiento junto a un compañerito más grande que jamás lo olvidaré. Yo era un “canarito redondo” al que solo le interesaba el fútbol y, como Bolso que soy, por aquellas épocas me preocupaba lo que pasaba con Roberto Sosa, el “meta carolino”, y con Cococho Álvarez. Mi compañerito del ómnibus era mucho más avispado que yo y me hablaba de Fidel, y a mí me confundía, no sabía si me hablaba de una persona o de un nuevo partido político. Lo cierto es que ese era su tema favorito.
Un día en especial le brillaban los ojos, estaba exultante, entonces me dijo: “Te mataron a tu líder”. “¡Qué le habrá pasado a Cococho!”, pensé. Al llegar a casa, encontré a mi mamá llorando…, supe que habían matado a John Kennedy, el presidente norteamericano.
Toda la escuela, el liceo y los preparatorios los cursé en colegios privados, los curas nos hacían participar en actividades solidarias. Estábamos bien informados, más de una vez a la salida de clase nos íbamos hasta el Instituto A. Vázquez Acevedo, que conocíamos por dar ahí los exámenes y por ser donde ocurrían “las cosas”.
El ingreso a facultad fue otro mundo. Aún hoy recuerdo dos frases, una del Che Guevara y otra de Rodney Arismendi, escritas en dos cubos que pendían del techo en el hall central de mi facultad. Luego, formé parte de un movimiento que apoyaba a uno de los partidos tradicionales, sería injusto si dijera que me trataron radicalmente mal, pero algunos me miraban con cierto asco. Más asco por votar en contra de las desgremializaciones que sufrieron otros compañeros, por pensar muy diferente.
Con el líder estudiantil de mi facultad, lastimosamente “desaparecido” a posteriori, yo mantenía una relación educada. Además, era profesor de una materia y, como yo era buen estudiante, no había quejas. No obstante, me hacía “entrar”, sabía que me enojaba y lo lograba. Me decía “fascista”; según él y la definición que usaba, “el fascista es todo aquel que se opone a la izquierda”. Nunca supe si esa definición era correcta, yo luchaba por mis ideas, a favor de la libertad.
Somos una especie que disfruta con la amistad, la cooperación y la confianza, con un fuerte sentido de justicia, equipada con neuronas espejo que nos ayudan a desenvolvernos en la vida identificándonos con los demás, y está claro que hay ideologías que generan relaciones basadas en “clases sociales”, la desigualdad, la inferioridad y la exclusión, que nos causan graves daños. Si comprendemos esto, tal vez podamos entender por qué las sociedades desiguales son tan disfuncionales, tal vez también empecemos a creer que una sociedad más humanizada puede ser infinitivamente más práctica.
En la ciudad que nací, cerca de mi casa vivía el abuelo de uno de mis mejores amigos. Había venido junto con sus tíos desde España. Era el segundo hijo varón del hijo mayor de la familia y en España no había lugar para más hombres, por lo que con sus tíos varones se vino a hacer la América. Con sus tíos fundaron un almacén de ramos generales que llegó a ser el más grande del pueblo. No importa la hora que fuera, siempre estaba en el almacén trabajando, por las cosas que hacía no lo distinguías del resto de los empleados. Tuvo varios hijos, algunos estudiaron y se hicieron profesionales universitarios, otros trabajaron a su lado en el almacén y otros hicieron tareas rurales. Tanto él como sus hijos y nietos se integraban a todas las actividades sociales del pueblo, se fueron casando con gente del pago, no importando su nivel económico. A esa altura, según cálculos de mi amigo, su abuelo rondaba las 20.000 cuadras de campo. Ese abuelo, agradecido por el país que lo había acogido y en el cual se había desarrollado como ser humano, hacía honor a su cultura y se jactaba de ser un uruguayo más, ser uno de los “nosotros los de la clase media”.
“En el ámbito de la cultura posmoderna, el odio es reservado a quien no se arrodilla delante de las verdades reveladas de la religión que se autoproclama progresista” (Michel Onfray).
Rafael Rubio
CI 1.267.677–8