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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáUna verdad que llega tarde, pero llega. La Corte Suprema de Justicia de Argentina confirmó hoy la condena a Cristina Fernández de Kirchner: seis años de prisión por corrupción en la causa Vialidad y la inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos. El fallo no sorprendió, pero sacudió. No porque alguien creyera en su inocencia —ni siquiera muchos de sus votantes más leales sostienen eso ya—, sino porque por primera vez en mucho tiempo la Justicia argentina pareció animarse a tocar lo intocable.
Cristina no es cualquier figura. Es la dirigente más poderosa del siglo XXI en la Argentina, protagonista de una época entera. Construyó su poder desde la idea de que todo lo que hacía tenía una legitimidad superior: la del “pueblo”. Durante años tejió un relato épico en el que ella era la encarnación de los humildes, de los marginados, de los desposeídos. Mientras tanto, desde el Estado, se diseñaba una arquitectura de corrupción que benefició a empresarios amigos, funcionarios cómplices y una red que desvió miles de millones de pesos en obra pública. La causa Vialidad es solo una hebra de ese entramado. Pero es una hebra con nombre y firma.
Hoy, con este fallo, la Corte deja firme la sentencia. Cristina es culpable. No hay más instancias locales a las que recurrir. Su defensa podrá apelar a tribunales internacionales, pero la condena ya no es una amenaza, es un hecho. Y el dato político más impactante no es la prisión —que probablemente sea domiciliaria por su edad—, sino la inhabilitación perpetua. Cristina no podrá ser candidata a nada. Su carrera política está terminada no por decisión del electorado ni por el devenir natural del tiempo, sino por la Justicia.
Como era de esperar, su reacción no se hizo esperar. Convocó a los suyos en la sede del Partido Justicialista y habló de un “cepo al voto popular”. Insistió con el libreto del lawfare, acusó a la Corte de ser servil al poder económico y sostuvo que su condena es parte de un operativo político para excluirla de la vida pública. Pero a esta altura ese relato es apenas un eco. La imagen de una Cristina combativa pero solitaria contrasta con la de una sociedad argentina cansada, agobiada por la inflación, la inseguridad y la decadencia institucional. La mística se fue diluyendo. El kirchnerismo, más allá de su ruido, ya no arrastra multitudes. La épica del pueblo se transformó en un discurso para convencidos.
Y, sin embargo, lo que pasó este miércoles no debe mirarse solo con los ojos de la política partidaria argentina. Este es un mensaje que atraviesa fronteras. América Latina, durante demasiado tiempo, toleró que la corrupción se justificara si venía envuelta en banderas progresistas, revolucionarias o nacional-populares. Se robó con consignas. Se dilapidaron recursos públicos con el argumento de una supuesta justicia social. Y se protegió a dirigentes corruptos con el pretexto de que eran “víctimas del sistema”. Pero la verdad es más simple: se robaron la plata. Y se robaron el futuro.
Hoy, la Justicia argentina marca un precedente. Lo hace tarde, es cierto. La corrupción que se le imputa a Cristina ocurrió hace más de una década. Durante mucho tiempo, las causas dormían, los jueces dudaban y el poder político operaba para garantizar impunidad. Pero incluso así, la sentencia llega. Y su valor es simbólico: nadie está por encima de la ley. Ni siquiera quien fue dos veces presidenta de la nación.
Por supuesto, no hay que caer en ingenuidades. El Poder Judicial argentino tiene cuentas pendientes. Hay jueces que aún responden a intereses oscuros, causas que avanzan según los vientos políticos y una enorme tarea por delante en términos de independencia y credibilidad. Pero cada paso en la dirección correcta merece ser reconocido. Porque, si no celebramos la Justicia cuando actúa, no tendremos derecho a reclamar cuando no lo haga.
La sentencia a Cristina Kirchner cierra un ciclo. Marca el final de una etapa en la que se confundió militancia con fanatismo, poder con impunidad, liderazgo con autoritarismo. Y abre, o al menos debería abrir, un nuevo tiempo. Un tiempo de más controles, de menos relatos y más rendición de cuentas. Un tiempo donde el “pueblo” no sea una excusa para delinquir, sino un sujeto de derechos reales, no declamados.
A veces, la verdad llega tarde. Pero, cuando llega, obliga a mirar de frente. Hoy, la Argentina lo hizo. Y con ella, toda la región toma nota.
Matías Guillama Vidal