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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáA raíz de la columna de Rafael Porzecanski en su edición del 28 de agosto, quisiera hacer algunos aportes que me parecen pertinentes dada la coyuntura actual en torno al tema de la solución de dos Estados en el territorio que hoy comprende el Estado de Israel, Cisjordania y la Franja de Gaza.
Los objetivos centrales del proyecto sionista pueden ser, básicamente, los que uno elija porque no se agotan en sí mismos, se actualizan con el paso del tiempo. En su origen, el sionismo surge como tantos nacionalismos europeos. Fue, además, una respuesta a una situación insostenible en Europa en la que los judíos eran perseguidos y asesinados tras dos milenios de antisemitismo.
El sionismo prende en las masas empobrecidas y perseguidas de Europa oriental más que en los judíos emancipados de Europa central, aunque el fundador del sionismo político, Herzel, haya sido uno de ellos. Más allá de los ideales que expone Herzel, el sionismo es una respuesta pragmática a una situación insostenible. A tal punto que grandes masas de judíos europeos perseguidos y empobrecidos emigraron a los EE.UU. y las Américas en mayor número que a la entonces llamada Palestina. El odio antisemita llega a su culminación con la solución final nazi.
El objetivo central del proyecto sionista era la supervivencia. Pero como ningún proyecto es exclusivamente un tema de pragmatismo, está claro que detrás y delante del proyecto sionista hay ideales: un Estado judío en la tierra ancestral de los judíos. El vínculo del pueblo judío con la tierra de Israel está sobradamente documentado. No era Uganda; era allí, en la tierra de Israel.
Tanto el carácter judío como el carácter democrático del Estado que se creó formalmente en 1948 no estuvieron ni están libres de complejidades. El problema demográfico en relación con los palestinos es uno; el problema interno judío, demográfico y social (quién es, quién no, qué idioma, qué ejército, qué régimen político-electoral, y tantas otras variables), es otro. Ambos siguen vigentes. Como prueba del segundo, baste referirse a la crisis interna a raíz de la reforma judicial de la actual coalición de gobierno. Como prueba del primero, baste referirse a la invasión y pogromo de Hamás en territorio soberano israelí el 7 de octubre ese mismo año.
Construir un espacio público (léase, un Estado) judío soberano, plural y democrático después de dos mil años de exilio no ha sido una tarea sencilla. La Declaración de Independencia de Israel (su carta magna) hace referencia al espíritu de los profetas de Israel, un concepto muy judío de lo democrático. Nunca cupo duda acerca de la naturaleza democrática del Estado de Israel.
La solución de dos Estados para dos pueblos es de larga data: la comisión Peel ya dibujó un mapa de partición en 1937; la ONU dibujó el suyo en 1947; Oslo ofreció una solución en 1993, el primer ministro Barak ofreció la suya en 2000, y Olmert la suya en 2008. Ninguna fue aceptada por las autoridades palestinas del momento. El resto de la realidad y la geografía son producto de las guerras (1948; 1967), un tratado de paz (Egipto, 1979) y las políticas de sucesivos gobiernos de Israel, a su vez condicionadas por el terrorismo palestino (las intifadas, Hamás en Gaza).
La opción de dos Estados agoniza pero no ha muerto. Porzecanski hace referencia a Smotrich y el sionismo religioso; también menciona la obsesión palestina con el derecho al retorno. Me atrevo a afirmar que esta última tiene mucha mayor incidencia en la agonía de la solución de dos Estados que la agenda de grupos judíos circunstancialmente fuertes pero básicamente minoritarios cuya influencia casi con seguridad será mínima, si no nula, después de las próximas elecciones. Hay mayorías manifestando en las calles que así lo auguran. Ojalá.
El problema demográfico respecto a la naturaleza judía del Estado de Israel no radica únicamente en los palestinos. Israel tiene dos millones de ciudadanos palestinos; en una época se temía que su demografía superara la demografía judía. No fue así por diversas razones, entre ellas la inmigración y la tasa de natalidad judía. Esto último también obedece al crecimiento del factor ultraortodoxo en la sociedad y la política israelí. El Estado sostiene a una parte creciente de su sociedad que no aporta ni a la economía ni a la seguridad. Eso no es una amenaza a la democracia israelí, pero es un desafío. La negativa de los ultraortodoxos a servir en las FDI se volvió un tema relevante a consecuencia del esfuerzo de guerra de estos dos años. No hay brazos suficientes, y los que hay pagan con trauma y con vida. La calidad democrática de Israel, por lo tanto, no depende solo de la solución del problema palestino a través de dos Estados.
Me permito citar a una referente en el tema, Einat Wilf, PhD en Ciencias Políticas de la Universidad de Cambridge y exmiembro de la Kneset. Wilf sostiene ya hace mucho que el derecho al retorno esgrimido por los palestinos es una excusa para no aceptar la existencia de un Estado judío; que la perpetuación del Estado de refugiados por generaciones a través de la UNRWA es una perversión del concepto de refugiado (la mayoría de los judíos que llegaron a Israel después de su creación lo eran y dejaron de serlo inmediatamente), y que la única solución es que primero los palestinos acepten la existencia del Estado judío de Israel, que se inicie un proceso de despalestinización (como el de desnazificación de Alemania), para entonces analizar opciones realistas. Entre las cuales, personalmente, no descarto la solución de dos Estados. Sigue siendo racionalmente la más pragmática y justa, aunque no inmediata.
Einat Wilf encabeza su perfil de X así: “El Sionismo es una causa progresista que tuvo la mala suerte de triunfar. Como tal, se la vilifica por su éxito en transformar víctimas en soberanos, ahora definidos como ‘privilegiados’. Pero, ¿acaso no es el fin mismo del progresismo salirse de la situación de víctima para pasar a un estado de auto-emancipación?” En un tiempo plagado de causas progresistas, sería bueno elaborar más sobre este concepto: la transición de la victimización a la emancipación. Los judíos venimos trabajando en ello hace más de un siglo y, a pesar de muchos, con éxito.
Israel es uno solo. No es un crisol de las diásporas, es la trabajosa convivencia de las diásporas. Es el punto de referencia de la mayoría de los judíos del mundo. Sionistas o no tanto. Es su refugio, y todos en el fondo lo sabemos, incluso quienes (hoy más que nunca) reniegan de él. El judaísmo es por naturaleza plural y democrático. Las mayorías siempre han determinado su destino; las minorías siempre han sido respetadas. Cualesquiera sean unas u otras en el futuro, quiero creer que todo judío encontrará su lugar en Israel. Y muchos que no son judíos también.
Como dijera el escritor Amos Oz en su última conferencia antes de morir: “No lo sabemos, tal vez esa persona no lo sepa, pero tal vez ya camine entre nosotros el hombre o mujer que decida llevar adelante la operación y separar a estos dos pueblos. Porque ninguno se irá de esta tierra”. Si bien la solución de dos Estados está muy malherida, pero no muerta, el sionismo democrático (para mí no hay otro) no se salva por la mera creación de un Estado palestino, sino por la obstinada preservación física, existencial, ética y espiritual del Estado judío por todos nosotros.
Ianai Silberstein