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    Una formación docente de nivel universitario

    Sr. director:

    Desde la década de 1960, el Plan Maggiolo (1962), la Comisión de Inversiones y Desarrollo Económico (1965) y más tarde otros actores y documentos subrayaron la importancia de que las políticas universitarias públicas se ocuparan de la formación docente (lo que finalmente no ocurrió).

    Desde hace 25 años, aproximadamente, se debate en el Uruguay la necesidad de acordar un estatuto universitario para la formación docente (como director nacional de Educación formulé esa propuesta el 15 de marzo del 2000, y la Mesa de la Asamblea Técnico Docente reaccionó positivamente al planteo).

    Al avanzar la década, en contradicción con esa expectativa, se aprobó un pésimo plan de formación docente (el llamado Plan 2008, enciclopédico, sobrecargado y aún más alejado de una formación universitaria que en el pasado).

    Por su parte, la Ley General de Educación de 2008 incluyó en forma declarativa y programática (ya que la ley careció de la mayoría especial que se hubiera requerido para eso) la creación de un instituto universitario de educación.

    Más tarde, el diálogo interpartidario de 2010 acordó la creación de la Universidad Tecnológica. Pero no hubo consenso en cuanto a la forma que debía adoptar la creación de una universidad de la educación.

    Ante la imposibilidad de sancionar su efectiva creación, se convirtió por vía administrativa la antigua Dirección General de Formación y Perfeccionamiento Docente en un Consejo de Formación en Educación.

    Luego, a partir de 2015, se intentó crear en su interior una cierta estructura semejante a la universitaria, pero se reveló burocrática e inadecuada. Los institutos académicos creados en el papel carecieron de vida real y rápidamente se burocratizaron con una lógica ligada a las profesiones, perdiendo su verdadera naturaleza. La idea de convertir toda la estructura profesional existente en una estructura de cargos universitarios tampoco era viable.

    Así las cosas, la pasada administración avanzó en una lógica diversa, con el otorgamiento en la Ley de Urgente Consideración (LUC) de un estatuto legal a dicho consejo, el reconocimiento universitario por parte del Ministerio de Educación y Cultura de las carreras de formación docente y el programa docente acreditado, un examen cuya aprobación otorgaba un grado de “licenciado en Pedagogía”.

    El reconocimiento universitario resultaba curioso, ya que la Administración Nacional de Educación Pública (ANEP) tiene ya suficiente autonomía para extender grados académicos a sus docentes (en grado o posgrado). El programa docente acreditado permite salvar una cierta “deuda histórica” con quienes se formaron antes, pero se trata apenas de una especie de examen de certificación profesional y no puede mágicamente suponer una verdadero proceso de formación universitaria. Sirve como mecanismo hacia el pasado, o remedial, pero no puede hacer mucho más.

    La nueva administración ha desestimado esos mecanismos y ha enviado al Parlamento un proyecto de ley de creación de la universidad de la educación que reitera, prácticamente sin cambios, la propuesta que ya fracasara en el ámbito parlamentario.

    Creo que era el filósofo Lalanne quien indicaba que los fanáticos son aquellos que multiplican los medios después de haber olvidado los fines. Ante la multiplicación de múltiples medios (fallidos), a esta altura deberíamos intentar recordar los fines…

    ¿Por qué sería necesaria una formación docente de carácter universitario? Porque, desde 1992, con el uso civil de internet (además de otras enormes transformaciones políticas, sociales y culturales) estamos en presencia de una sociedad de la información y del conocimiento, una sociedad en red, que permite e induce la reorganización de los procesos cognitivos y de los procesos de aprendizaje y de enseñanza.

    Sobre esa transformación se experimentan aun nuevas “revoluciones industriales” y se ha desarrollado la inteligencia artificial generativa, que nos pone frente a escenarios aún más inciertos y transformadores.

    En las décadas previas la expansión de la educación superior implicó la inclusión en ella de numerosas profesiones, viejas y nuevas. Sin embargo, la profesión docente continúa en nuestro país fuera del nivel superior universitario, al que los uruguayos desde siempre atribuimos el más alto prestigio.

    Los docentes del siglo XXI enfrentan nuevos desafíos: la transformación de la forma que históricamente asumieron las instituciones escolares en la modernidad, pero también un cambio cultural profundo en los sujetos del aprendizaje y en las condiciones en que ese proceso se realiza.

    Requerimos pues un docente profesional autónomo, experto en los procesos de aprendizaje y enseñanza, capaz de superar la ritualidad “homogeneizante” del siglo XX. Un profesional de alto prestigio social y de condiciones técnicas excelentes.

    La Unesco ha llamado a un “nuevo contrato” entre la sociedad y los docentes.

    Esa formación altamente calificada solo se obtiene en procesos de formación de nivel superior, universitarios o equivalentes a universitarios.

    Así como el programa del docente acreditado no da respuesta a esa necesidad, tampoco lo hace un relanzamiento del antiguo proyecto burocrático de una “universidad” solo pedagógica (un modelo ya anacrónico), cuya organización y cuyos frutos no pueden esperarse razonablemente antes de una década.

    Entonces, ¿qué puede hacerse? Al menos tres —o cuatro— cosas.

    Primera: promover de verdad una transformación revolucionaria de la formación inicial y continua de los docentes, asegurando procesos de alta calidad. Sin formación docente de calidad universitaria no habrá docentes universitarios (por más que le pongamos un cartel en la puerta). Ello no significa olvidar las fortalezas de la práctica docente y de los docentes en el Uruguay, por el contrario, significa potenciarlos en un proceso cualificado.

    En segundo lugar, reconocer a la ANEP su carácter de ente autónomo, cuya especialidad es la formación no solo de niños y jóvenes y jóvenes adultos, sino también, y sobre todo, de los docentes. Un ente autónomo que forma ingenieros tecnológicos y docentes en el nivel superior desde luego que puede otorgar diplomas de grado y de posgrado (licenciaturas, especializaciones, maestrías y doctorados) desde que dichos grados se correspondan sustantivamente con su denominación.

    Solo se requiere que reconozcamos esa autonomía que no tiene —ni puede tener— una norma jurídica superior que la impida (salvo la Constitución, que para nada la limita). No hay otro ente autónomo que deba tutelarla.

    (Para ilustrar la autonomía de la ANEP, suelo decir que ella solamente esta inhabilitada para acuñar moneda, levantar ejércitos o conducir las relaciones exteriores: todo lo demás puede hacerlo, ¡en especial en materia de formación de sus propios docentes!)

    Hoy el Consejo de Formación en Educación integra un ente autónomo y posee una dirección cogobernada, sancionada en la LUC. Tiene la potencia jurídica para extender grados en las materias de su competencia. ¿Qué le puede agregar a eso la creación de una universidad que requerirá varios lustros en erigirse?

    Se trata de actuar ahora, en el marco de una nueva Ley de Presupuesto para hacer de la ANEP el espacio de formación superior de excelencia de los docentes.

    En tercer lugar, habilitar (en lo posible en el marco de una ley de educación superior para todo el sistema) que la formación sustantiva, disciplinaria e interdisciplinaria, entre otras, de los docentes (licenciados en historia, física, literatura o tecnología y otras especialidades) pueda cumplirse también, parcialmente, en las universidades e instituciones públicas y privadas ya existentes, mientras que un fuerte énfasis en prácticas pedagógicas supervisadas pueda cumplirse en la ANEP o en otras instituciones, en el marco de un plan de formación personalizado, coherente y orientado a la buena enseñanza.

    Para abundar, y en cuarto lugar, se puede crear una universidad pública abierta y online que permita formaciones internacionales, potentes y de excelencia, asociadas también a la enseñanza en los niveles básicos y medios.

    Ninguno de estos caminos es contradictorio, más bien pueden ser simultáneos y mutuamente potenciadores: una ANEP ente autónomo que puede formar en el nivel superior (artículo 202 de la Constitución) en el marco de una transformación bien diseñada y de alta calidad de la formación docente de grado; planes de carrera personalizados y flexibles, que atraigan a los mejores universitarios a la enseñanza; y una formación a distancia, abierta, internacional y de alta calidad con el mismo propósito.

    Solo se requiere constatar con realismo nuestro actual desempeño educativo, mirar a nuestra mejor tradición y al mundo, dejar de lado las perspectivas hegemónicas partidarias, las visiones corporativas o burocráticas (casi todas ellas reaccionarias) y hacer la revolución educativa que necesitamos.

    Enrique Martínez Larrechea