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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáLas cifras reveladas por Ignacio Zuasnabar en una nota reciente en Búsqueda son, sin duda, alarmantes, pero no sorprendentes. Según ellas, el 44% de los uruguayos estarían dispuestos a apoyar a un líder fuerte “que no se tenga que molestar” por el Parlamento y las elecciones. Esta tendencia, que es observable a nivel global, se origina en el fracaso del Estado en cumplir algunas de sus funciones básicas, lo cual deslegitima el régimen de gobierno ante partes importantes de la población.
Los regímenes políticos modernos derivan su legitimidad de dos fuentes distintas, que, lamentablemente, no pueden ser maximizadas simultáneamente. Una de esas fuentes es el respeto a ciertos derechos individuales y la participación de la población en las decisiones a través de diversos mecanismos, entre los cuales se destaca el sufragio universal. El estatuto sacrosanto de estas fuentes de legitimidad queda en evidencia cuando se las viola de forma flagrante, como ha sido el caso reciente de Venezuela, o cuando se las suprime de cuajo, como ocurrió en nuestro país durante el periodo de la dictadura.
Sin embargo, el respeto de los derechos individuales y la participación en las decisiones no alcanzan para legitimar un sistema político. Se requiere también que ese sistema sea capaz de mantener las condiciones necesarias para que la población pueda llevar adelante sus aspiraciones. Si bien muchas de esas condiciones pueden ser (y son) mantenidas al menos parcialmente por entidades privadas (acceso al empleo, la educación o la salud, entre otras), hay otras condiciones cuyo mantenimiento es privativo del Estado, como lo son la mantención del orden público y el monopolio de la fuerza legítima, como ya lo destacara Max Weber, uno de los fundadores de la sociología.
Los regímenes políticos existentes combinan de varias maneras esas dos fuentes de legitimidad. Algunos regímenes que, desde la óptica de la democracia liberal, se califican normalmente como autoritarios o cuasi autoritarios enfatizan la mantención del orden y la seguridad a expensas de la participación amplia en la toma de decisiones o la defensa de ciertos derechos individuales que son centrales en las democracias liberales. Otros toleran niveles subóptimos en materia de orden y seguridad como un precio a pagar para mantener derechos que se consideran esenciales.
Pero no todas las combinaciones de estas dos fuentes de legitimidad son posibles o estables. En particular, la legitimidad de un régimen democrático se erosiona si no logra mantener las condiciones que permitan a la gente llevar adelante sus proyectos de vida en seguridad y mantener el orden público. Aunque en menor medida que otros países de la región, el Uruguay ha experimentado un creciente deterioro en estas condiciones durante ya varias décadas. Eso se muestra en las estadísticas, pero también en la experiencia cotidiana de la gente, que no siempre coincide con las estadísticas.
Los sucesivos gobiernos han tenido un éxito limitado (cuando no nulo) en contrarrestar ese deterioro. Por ende, nos guste o no, no es sorprendente que una parte creciente de la población esté dispuesta a sacrificar ciertos derechos si percibe que esos derechos permiten a algunos socavar condiciones que considera esenciales para sus vidas, como lo es la seguridad. Una democracia que no logra contener el deterioro de esas condiciones no es una democracia estable, por más que cualquier grupúsculo pueda salir a manifestar libremente por sus derechos preferidos. Los uruguayos experimentamos eso en carne propia en los sesenta. Sería importante que no lo olvidemos.
Prof. Martín Gargiulo
Singapur