Todo sucedió en menos de 24 horas. Estamos en la mañana del 24 de agosto de 2024. París. La selección femenina de hockey sobre césped de Argentina, Las Leonas, vence 3-1 por penales a Bélgica (2-2 en el tiempo regular) y conquista su sexta medalla en los últimos siete Juegos Olímpicos. Quince horas después, madrugada de Argentina, nos trasladamos a Wellington, Nueva Zelanda. La selección masculina de rugby, Los Pumas, le gana 38-30 a All Blacks. Tercer triunfo en cinco años de Los Pumas contra la selección más poderosa del rugby mundial. Y a la que nadie, en toda su historia, le había anotado 38 puntos en su propia casa (una semana después, segunda fecha del Rugby Championship, llegó la venganza inevitable en Eden Park: All Blacks 42 vs. Los Pumas 10).
En esas 24 horas, el hockey y el rugby confirmaron la buena historia de los deportes de equipo argentinos (siempre a la sombra del fútbol, centro eterno de la escena, más aún tras la conquista del Mundial de Catar y las dos últimas Copa América). El hockey y el rugby crecieron inicialmente en escuelas y clubes de clases acomodadas (“rugby para el varón, hockey para su hermana”, indicaba la tradición). Pero, gracias a la fuerza de sus triunfos y grandes jugadores, ambos deportes se expandieron con los años a territorios lejanos y menos favorecidos. Se masificaron.
En el tiempo de conquista y colonización española (hasta la revolución de 1810) teníamos aquí corridas de toros frente a la misma Casa Rosada, en lo que hoy es la plaza de Mayo. Fueron desterradas. Llegaron entonces las costumbres inglesas. Sus negocios y también su ocio. Un deporte en un inicio amateur y elitista. “Trasmisor de valores”. Pero al que con rapidez se sumaron inmigrantes italianos y españoles para convertirlo finalmente en juego popular. El fútbol quedó al tope. Pero no fue el único.
Una especie de hockey, antes de que llegaran los ingleses, era jugado en rigor por nuestras primeras poblaciones. Le decían “chueca”. Y lo jugaban en la kancha, palabra de origen quechua. La chueca se hizo hockey. En escuelas, clubes y competencias. La explosión popular estalló a partir de los Juegos Olímpicos de Sídney 2000, con la medalla de plata ganada por Las Leonas. El apodo nació meses antes de los Juegos para darle identidad al equipo que dirigía entonces Sergio Cachito Vigil. La camiseta con el logo flamante de la leona ganó tres partidos seguidos y llegó a la final olímpica, que perdió contra Australia. No importó. El boom estaba en marcha.
“Después de esa medalla empezamos a patear las puertas de los clubes diciendo que las mujeres queríamos jugar al hockey. Y los clubes tuvieron que cambiar una de sus canchas de fútbol por una de hockey”, nos cuenta Inés Arrondo, “leona” en aquel momento, secretaria de Deportes de la Argentina entre 2019 y 2023. En 2001, Las Leonas ganaron su primer Champions Trophy (luego sumaron seis más), en 2002 fueron campeonas mundiales (repitieron en 2010) y en 2004 lograron una nueva medalla olímpica (bronce en Atenas). El hockey femenino sumó además otras cuatro medallas olímpicas (dos de plata y dos de bronce). En el único Juego que no subió al podio (Río 2016) ganó medalla dorada la selección masculina (Los Leones). “Y así —dice Arrondo— la gente se fue apropiando del hockey”.
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Valentina Raposo, que sumó en París su segunda medalla olímpica, nació por ejemplo en Salta, noroeste de Argentina, más de 1.200 kilómetros de la omnipresente Buenos Aires, centro de casi todo. “Jugar con una leona en el pecho nos ayuda a que salga ese espíritu argentino que llevamos en la sangre cuando no sale el juego”, dice Raposo. “Recibimos el legado de Las Leonas más grandes y tenemos que trasmitírselo a las más chicas. Es nuestro ADN”, añade Agostina Alonso, que sí nació en Buenos Aires. “Quiero llegar a los próximos Juegos (Los Ángeles 2028) para ganar el oro que nos falta. Esta selección es el lugar donde soy feliz y entrego mi vida”, sigue Alonso. Majo Granatto, también bronce en París, recordó tiempo atrás que su realidad económica no era la misma que la de casi todas sus compañeras. “Ojalá se logre que todos tengan acceso al deporte. La meritocracia es el esfuerzo lógico, pero no hay meritocracia si no hay posibilidades”, añadió.
Por su nivel de élite, Las Leonas están entre las deportistas que más cobran en los programas de becas estatales, un total estimado de poco más de 1 millón de pesos mensuales cada una (algo más de 1.000 dólares). Pero deben entrenarse en canchas que distan de tener la excelencia de, por ejemplo, Países Bajos, dominador mundial del hockey femenino. La leona Agustina Albertario publicó el año pasado fotos que desnudaban la condición de “una cancha que es un peligro”, piso sintético, lleno de materiales contaminantes, en el Centro Nacional de Alto Rendimiento Deportivo (Cenard), en el barrio de Núñez, cerca del Estadio Monumental de River Plate.
“Necesitamos un proyecto de 20 años, como hacen las grandes potencias, pero es muy difícil con la inestabilidad del país”, admite Fernando Ferrara, entrenador de Las Leonas y que dirigió durante ocho años a la selección femenina de Italia. Su asistente Alejandra Gulla, segunda máxima goleadora histórica de Las Leonas, cuenta que ese atraso se reemplaza con “sacrificio y resiliencia, entrenarse todos los días”. Rocío Sánchez Moccia, capitana de 34 años, retirada en París, avisa que la nueva camada de buenas jugadoras asegura “Leonas para rato”, como Sofía Cairo, de 21 años. “Crecí viendo a Las Leonas, quería ser como ellas”, confiesa Cairo.
Marcelo Garrafo, jugador mítico de la selección masculina algunas décadas atrás (en París, Los Leones debieron conformarse con diploma olímpico) y también exsecretario de Deportes nacional, cree que el histórico sistema de clubes formadores en Argentina, “célula básica del desarrollo”, comenzó sin embargo a complicarse con la crisis económica. Y que el voluntarismo amateur puede ser insuficiente para competir en la élite, más aún cuando el Estado decide retirar buena parte de su apoyo, como sucede con la política de ajuste del actual presidente Javier Milei. “Hoy el deporte demanda otra cosa, demanda ser gestionado por directores deportivos, head coaches que sean profesionales”, dice Garrafo.
Después de Sídney 2000, el hockey triplicó su cantidad de jugadores, casi 100.000 hoy, una cifra similar a la del rugby. El primer partido oficial de rugby en Argentina data de 1886 y la gran explosión fue en 1965 (gira histórica por Sudáfrica). En las últimas décadas nuestro rugby llegó a la élite, acompañando el proceso de profesionalismo de un deporte que era extremadamente celoso de su amateurismo. Hoy, profesional solo para la élite, el rugby se juega en todo el país, cárceles incluidas, hombres y mujeres. Pero es un proceso todavía en construcción y que sufre ciertos reflejos de una vieja élite más conservadora, que describe muy bien El rugby, un libro flamante de los historiadores Andrés Reggiani y Alan Costa.
Embed - Las Leonas vencieron a Bélgica y son de bronce
Santiago Gómez Cora, entrenador de Los Pumas 7 (campeones del circuito mundial de Seven de 2024 y diploma en los Juegos de París), cree que una de las claves del fenómeno formativo que ejercen clubes ya con cierto desarrollo es, paradójicamente, no recibir ayudas económicas del Estado. “Es lo peor que se puede hacer con un club, porque se perderían los valores. El esfuerzo y el sacrificio ya no de pagar una cuota, sino de llevar a los hijos un sábado a las siete de la mañana, hacer rifas, vender comida en las canchas, el valor de no faltar, de no fallarles a los compañeros. El deporte también es herramienta educativa”, dice Gómez Cora.
También Gastón Revol, jugador emblema de Gómez Cora (tres Juegos Olímpicos seguidos, ahora retirado), destaca “el compromiso de gente y clubes en un deporte amateur donde nadie recibe un pago”. Y acepta que también ayuda ganar. “El tercer puesto de Los Pumas en el Mundial 2007 volcó un montón de gente al rugby”. En rigor, Los Pumas suelen competir contra las selecciones más poderosas y con un historial adverso que, para los no entendidos, suscita inclusive algunas burlas, como si ganarle a los Springboks sudafricanos o a los All Blacks fuera cosa de todos los días.
Hugo Porta, primer rugbier popular de la Argentina, y también exsecretario de Deportes nacional, advierte a su vez la necesidad de que el profesionalismo logre mantener “valores del amateurismo”. Citó entonces el caso de Pablo Elías, de 21 años, que en su debut en Los Pumas (justamente en el triunfo reciente contra los All Blacks), en medio de la celebración dijo “¡Vamos Jockey!”, en referencia a su club cordobés. Flamante jugador del club francés Toulouse (campeón de Europa), ese grito de Elías, dice Porta, “resume mi pensamiento: amistad, juego limpio y buena fe. Talento nos sobra”.
Vuelvo al minuto 62 de aquella victoria en Wellington. Para detenerme allí. Agustín Creevy, de 39 años, partido número 100 con Los Pumas, desde hace años en Inglaterra, ingresa a la cancha. Reúne a los forwards y habla. Lidera, como lo hizo tantos años. Elías lo mira extasiado. Seis minutos después, Elías se desprende de un scrum y da el pase final para que Creevy apoye el try decisivo que concretó el triunfo histórico de 38-30. Todo estaba allí. Historia, masificación, legado y futuro.
Ezequiel Fernández Moores es periodista, columnista del diario La Nación.