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    Tabaré Vázquez: en la puerta del Musto un internado, al reconocerme, dijo en voz alta: “si estaré loco que voy a votar a este para intendente”

    Tabaré Vázquez habla de su vida en La Teja, su pasión por el fútbol y su rol en Progreso. Con franqueza, reflexiona sobre su formación y su visión de la política, a la que llegó sin ambiciones. “Soy un trabajador social”, afirma, destacando el arraigo en su barrio

    Reportaje de César di Candia, publicado el jueves 28 de setiembre de 1989

    Hace seis u ocho años ful testigo de un incidente en dos etapas en el Parque Franzini. Era una tarde helada, se jugaba peor aún que lo habitual y solo entraban en calor los cafeteros. De pronto, hizo un gol Defensor que a nadie le importó y de inmediato ocurrió algo insólito que sirvió para templar la tarde y llenarla de comentarios. Un hincha de poncho patrio que estaba al lado mío, caminó un trecho por la tribuna y enfrentándose a un señor de gamulán comenzó a insultarlo como, forma de festejo, mientras bailaba a su alrededor una especie de grotesco malambo. Cuando el agredido quiso reaccionar, el agresor emponchado salió inesperadamente corriendo y regresó con un par de guardias acusando al vilipendiado (y ahora completamente desconcertado) hincha de Progreso de provocador. La cosa se calmó, pero el del gamulán siguió masticando rabia todo el segundo tiempo y cuando terminó el partido esperó al emponchado y lo bajó de un derechazo. En la refriega, un agente restableció el orden argumentando sobre su cabeza con el machete. Ese día escuché por primera vez su nombre: “Ese que sangra por el machetazo es Tabaré Vázquez, el presidente de Progreso”.

    Entre ambos hemos reconstruido este episodio en su despacho del Instituto de Oncología, cuya sala de espera con asientos modernos y paredes forradas en fieltro y cuadros de Iturria y Vicente Martín y esmaltes y tapices y una música suave de Strauss que desciende desde algún lugar, parece más bien la recepción de un hotel de lujo. El doctor Tabaré Vázquez, a quien las encuestas dan —al mes de agosto— como ganando la Intendencia de Montevideo, es un hombre de palabra suave y mirada transparente. Trabajador social por propia autodefinición, ha ingresado a la política como un soplo de aire fresco. Durante el largo rato que conversamos no se preocupó por ocultar hechos, ni siquiera aquellos capaces de perjudicar su imagen. El candor aflora como su mejor arma. Probablemente con el tiempo, pueda llegar a ser también su talón de Aquiles.

    Di Candia Vazquez.jpg

    —Hay una referencia inevitable en su pasado: don Héctor Vázquez. Hábleme de él, por favor.

    —Héctor Vázquez fue mi padre. Era un simple obrero de los frigoríficos, igual que sus hermanos mayores, Previamente habían trabajado todos en los saladero de La Teja, donde se habían instalado mis abuelos paternos, a fines del siglo pasado.

    —Gallegos auténticos.

    —Uno de Orense y otro de Santiago de Compostela. De todos sus descendientes, quien primero pudo conocer Galicia fui yo, hace tres años. Y allí constaté que en la entrada de Orense hay un viejo puente romano y un arroyo con una elevación detrás, que se parecen mucho al Pantaoso y al cerro de Montevideo. Estando allí pensé que quizás mi abuelo se había afincado en La Teja a causa de la similitud con su tierra natal

    —Me estaba contando de su padre.

    —Es cierto. Una vez instalados los viejos, sus hijos comenzaron a trabajar. Mis abuelos habían puesto una especie de pulpería con almacén y bar en una primera instancia y años más tarde atendieron la primera central telefónica de La Teja.

    —Hablamos de principios de siglo. La Teja sería entonces una zona semi rural.

    —O rural del todo. Durante mi infancia, cuarenta años después, la gran mayoría de las calles de La Teja eran de tierra con grandes zanjones y baldíos por todos lados. Le contaba que los hijos varones de mis abuelos salen a trabajar y las mujeres estudian. Dos de ellas llegan a ser maestras.

    —En realidad, de acuerdo a la óptica de la sociedad de la época, era lo único que podían estudiar las mujeres.

    —Lamentablemente era así. Los hijos varones tuvieron educación escolar y después salieron a enfrentar la vida y allá por 1920 todos trabajaban en el Armour. Luego los hermanos mayores se trasladaron a Santa Ana do Livramento donde el Swift y el Armour habían montado grandes frigoríficos y mi padre que recién se había casado también marchó para allá con mi madre. Estuvieron algunos años durante los cuales mi madre tuvo la constancia de regresar al Uruguay cada vez que llegaban sus partos. Mis tres hermanos mayores nacieron uruguayos por esa causa. En la década del treinta volvieron a radicarse en Montevideo y ya se instalaron en La Teja, en una casa muy humilde de lata y techos de zinc que todavía existe en la terminación de la calle Heredia pasando Miguel Romero, que pertenecía a mis abuelos maternos también inmigrantes, pero él italiano y ella francesa. En el año 32 se fundó la Ancap y mi padre comenzó a trabajar allí

    —¿Qué hacía?

    —Era peón de albañil, hombre de pico y pala. Pero mi padre era una persona bastante instruida y muy despierta y cuando se crearon los primeros cargos administrativos en la institución, se presentó al concurso y logró ingresar. Siendo ya Jefe de Sección fue sorprendido por la huelga grande del 52 y ahí fue declarado cesante.

    —Vamos a situar un poco a los lectores. En el año 52 hubo gremiales muy importantes en Salud Pública, en Ancap, en los Frigoríficos del Cerro que convirtieron aquellos barrios en zonas de alta conflictividad. Al puente sobre el Pantanoso se le denominaba “El paralelo treinta y ocho” en referencia a la zona que dividía Corea del Norte y Corea del Sur, entonces en guerra.

    —Fueron momentos muy duros, con graves enfrentamientos y disturbios callejeros permanentes.

    —Si no recuerdo mal, se habían decretado Medidas Prontas de Seguridad.

    —Es verdad. Mi padre como dirigente gremial de Ancap tuvo parte muy activa en el conflicto y como consecuencia fue destituido y estuvo un tiempo en la clandestinidad porque se le quería llevar detenido. Yo tengo presente que en esos días había frente a casa un policía de guardia que entonces se llamaban “de imaginaria” y que papá cuando regresaba a casa para burlar su vigilancia entraba por los terrenos del fondo y siempre de madrugada. Pero esa situación no podía durar. Un día nos allanaron y mi padre terminó preso.

    —¿Mucho tiempo?

    —Bastante. Luego hubo una ley de amnistía promovida por los legisladores socialistas José Pedro Cardoso y Vivián Trías…

    —Puede pasar el aviso nomás…

    —Es que esto fue cierto (se ríe) El hecho real es que lo restituyeron y en pocos años más se jubiló.

    Un liceal revoltoso

    —Usted fue a la escuela “Yugoeslavia”.

    —SÍ señor, en Humboldt y Carlos María Ramírez. Allí corcurría en horas de la tarde.

    —¿Alguna vez fue abanderado?

    —En sexto año, creo. Su pregunta me toma de sorpresa porque ya ni me había acordado más de ese asunto. La verdad es que pasé por la escuela sin ninguna gloria. Era un niño común, tal vez más travieso que los demás.

    —Su pasaje por el liceo tengo entendido que fue bastante más tenebroso.

    —Sí. Me decían “el Indio" y no debía ser por el color de la piel (se ríe) Era medio bravo, medio caudillo. El primer año lo hice en el “Bauzá” y luego se creó el liceo del Cerro, el número once y a los que vivíamos en La Teja nos pasaron para allá. Realmente, mí actuación como liceal no fue para enorgullecer a nadie. Tenía un carácter díscolo. Me echaban de clase, me suspendían, tenía problemas todo el tiempo. De cualquier manera siempre me las arreglé para no perder ningún año y evitar los exámenes.

    —Sus “rabonas” eran famosas.

    —Las de muchos. Nos escapábamos del liceo y nos íbamos al viejo Parque Nelson y allí en la cancha de Rampla hacíamos tremendos partidos. Y si hacía calorcito, nos íbamos a la playa del Cerro. Mi padre fue citado innumerables veces a causa de mi conducta. Recuerdo que el director del liceo era el profesor Laferranderie y su hijo al que le decían “el loco” estaba en mi clase. Los dos éramos de carácter parecido y solían echarnos juntos. En una oportunidad que estábamos en el patio y nos topamos con el director y éste para amansarnos, en vez de castigamos nos llevó al barcito y nos invitó con una Coca Cola mientras conversaba con nosotros. Nos portamos bien una semana y a la siguiente un día de mucho calor decidimos de común acuerdo hacernos echar de nuevo para ver si Laferranderie continuaba con su terapia y nos pagaba otra Coca Cola (se ríe) Pero no tuvimos suerte.

    —La Teja ha permanecido siempre ligado a su vida. ¿Pero cómo era cuando usted jugaba al fútbol en los baldíos?

    —Un barrio de gente muy humilde, mis amigos eran todos hijos de obreros y hacíamos todo lo que es común en los barrios. En la esquina de casa había una bodega y cuando los camiones llegaban con la uva, robábamos los racimos, Ya de mayores, junto con una barra que paraba en la esquina de Benito Riquet y Humboldt fundamos un club que se llamó “El Arbolito”. Con muchos de ellos seguimos siendo amigos, algunos actuaron conmigo en la directiva de Progreso.

    —Y algún otro fue muerto en la guerrilla salvadoreña.

    —Sí, el “Negro” Rosado. Participó en la lucha armada uruguaya, luego estuvo en París, formó una familia, pero su corazón le decía que debía luchar por las reivindicaciones de los pueblos y terminó muerto en El Salvador.

    —Siga contándome cómo era su barrio de la infancia.

    —De gente trabajadora y muy solidaria. Recuerdo perfectamente ver pasar a la gente rumbo a los empleos: las aceiteras, las jabonerías, las velerías, Manzanares, la refinería de Ancap, la fábrica BAO. Los muchachos éramos realmente amigos y compartíamos lo poco que teníamos. Cuando decidíamos ir a alguna matinée los sábados, juntábamos todo el dinero de que disponíamos y lo repartíamos para poder Ir todos. Le voy a contar algo que me vino ahora a la memoria. Los cines no eran muchos; podíamos ir al Cerro, al Cerrense o al Cosmópolis o a los de nuestro lado, que eran los cines Belvedere y Copacabana. Uno de esos domingos vimos que la escalera que conducía a la platea del último, estaba clausurada y tenía un cartel que decía “en reparación”. Nosotros como siempre habíamos juntado la plata, pero nos había alcanzado para una sola entrada y éramos como diez. Entonces decidimos dársela a uno de la barra llamado Juan Carlos Núñez que en el fútbol pateaba fuertísimo, lo que le había valido el apodo de “El Caballo", pero que en cambio no era mentalmente muy rápido. Le dijimos que sacara su entrada porque nosotros pensábamos ir para arriba. Se quedó en la cola y nosotros nos escabullimos en la platea alta. Al rato vinieron los porteros y nos sacaron en el aire. ¿Cómo se habían dado cuenta? Porque “El Caballo” al comprar su entrada pidió para arriba y al decirle que no había, preguntó con toda inocencia: “¿cómo no va a haber si todos mis amigos están allá?” (se rie)

    —A su amigo le decían “El Caballo”, ¿y a usted?

    —“Tabita".

    —No lo repita mucho que parece nombre de perrita. (se ríe) ¿Cuándo se enderezó como estudiante?

    —Por razones de trabajo, dejé un tiempo Preparatorios. Me había ubicado en una carpintería frente a mi casa, donde hacía maderitas para los pisos de parqué: y después ingresé a los almacenes de Carrau y compañía. En el 62 retomé Preparatorios en horrario nocturno, hice los dos años en uno estudiando libre, en el 63 ingresé a Facultad de Medicina y al siguiente me casé. De modo que esos primeros años de matrimonio los pasé entre el estudio, el trabajo, los hijos chicos y diversas enfermedades en el seno familiar que fueron gravitantes en mi vida. Durante 1962 falleció mi madre por un problema neoplásico, luego mi hermana mayor por lo mismo y en el 68 mi padre por otro problema similar. Entre todo eso, mi tiempo para la militancia política o gremial fue casi nulo. En alguna forma siempre algo hacíamos y en la zona de La Teja trabajábamos en brigadas de apoyo a los sindicatos en huelga o tratando de organizar ollas populares.

    —¿Qué fue de aquella camioneta Fordson en la que hacía repartos de bebidas?

    —Bueno (se ríe), eso fue después Estando en tercero de Facultad tenía que hacer hospitales en horas de la mañana. Planteé mi situación en Carrau y ellos tuvieron una contemplación muy especial y me enviaron a trabajar a la licorería, donde podía trabajar medio día aunque obviamente con medio sueldo. Pero ocurrió que entre los trabajadores de la licorería, la empresa hacía repartos de utilidades a fin de año, apretamos esos pesitos y compramos una motoneta Bambi. El primer día que la saqué, me llevé a un pobre viejo por delante y nunca más la quise usar pese a que no lo lastimé mucho. La guardé y casi al recibirme compramos una Fordson doble cabina que me sirvió para ganar unos pesos más porque después de las horas de estudio y trabajo comencé a hacer fletes desde la licorería hasta Carrau.

    —Tengo apuntado algo un poco insólito: su breve pasaje por la Sanidad Policial.

    —Bueno… no había muchas opciones… Se presentó la posibilidad de trabajar allí, mi hermano más chico ya lo hacía en el mismo lugar y no dudé. Pero en esos meses asumió Bordaberry, la situación política y social se hizo cada vez peor, se comenzó a vivir el pregolpe, para peor mi hermano cayó detenido y me vi obligado a renunciar.

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    Un joven dirigente de Progreso, Tabaré Vázquez.

    Un joven dirigente de Progreso, Tabaré Vázquez.

    Progreso viejo y peludo

    —¿Es cierto que el club Progreso fue fundado en la propia casa de sus abuelos paternos?

    —Si. Progreso fue fundado el primero de mayo de 1917 y la camiseta inicial era toda negra con unos vivos rojos.

    —¿Alguna reminiscencia anarquista?

    —Supongo que sí, pero enseguida la cambiaron porque se confundía con el equipo de los árbitros. Cuando lo hicieron, eligieron los colores de la bandera española. Progreso alternó mucho tiempo entre la B, la intermedia y la Extra y siempre se caracterizó por ser un cuadro de hinchada aguerrida. Los veteranos suelen rememorar grandes enfrentamientos con equipos de gran rivalidad, como Mar de Fondo o Miramar o Cerrito o La Luz que generalmente terminaban en batallas campales. Yo recuerdo claramente de niño cuando jugábamos con Mar de Fondo en la cancha nuestra, que invariablemente había corridas, atropelladas de los caballos de la Guardia Republicana, pedreas, trompadas a granel... Y luego los nuestros se pasaban meses esperando la revancha en cancha de ellos para cobrarse las deudas… Esa ha sido casi siempre la historia de Progreso, no toda, claro. En el 45 estuvo en la Primera División y descendió el año. Ha sido un cuadro que nunca tuvo dinero, que ni siquiera tenía sede propia hasta que el esfuerzo de varias personas hizo que se comprara el cine Miramar que pertenecía a la familia Curotto, allegada al club de toda la vida. Ese es mi cuadrito y de él he sido hincha desde que me conozco.

    —Fíjese mi libreta. Entre las cosas que logré saber de usted, la primera de la lista, que está allí seguramente porque pusieron especial énfasis cuando me la dijeron, tiene una sola palabra: energúmeno.

    —Realmente es cierto. (se ríe a carcajadas). Siempre he sido hincha más que dirigente. Me apasiono mucho y me descontrolo. Me pasa ahora con la política y le voy a hacer una confesión. Cuando salgo por los barrios me compenetro tanto de lo que me dicen y de las necesidades de la gente y de las promesas que no les cumplen y de las mentiras que les cuentan, que me olvido que soy candidato a intendente del Frente Amplio y vivo intensamente esos sufrimientos como si fuera uno más del barrio. Me indigno y me exalto con esos problemas. Me siento un perjudicado y no me acuerdo ni me importa que soy candidato a la Intendencia de Montevideo, En el fútbol me sucede lo mismo. Cuando voy a ver a Progreso al Centenario me olvido que soy Presidente del club, a tal punto que nadie puede decir que me haya visto en el Palco Oficial. Voy al talud o al lugar donde está la hinchada de mí cuadro. Si jugamos en la cancha nuestra no voy a la platea, me pongo detrás de un arco con mis amigos. Y como soy pasional le grito al juez, a los contrarios, a los líneas, a la hinchada rival. No me soporta nadie.

    —El que me informó lo de energúmeno no se equivocó. Esas actitudes suyas deben haberle traído muchos problemas personales.

    —Montones. Confieso con vergüenza que me he agarrado muchas veces a golpes de puño. Ahora uno ya está más tranquilo pero no del todo, no vaya a creer (se ríe) El hincha de cuadro chico está sometido a muchas presiones, sobre todo en el estadio.

    —No me dice nada que no sepa. Somos colegas de sufrimiento, aunque yo soy violeta.

    —iLos líos que tuve con ustedes! ¡Hasta me agarré a trompadas en la cancha del Parque Rodó y un milico me deslomó de un machetazo! Todavía estoy con la sangre en el ojo de la vez que en plena dictadura en un partido con Defensor que se jugó en el Pantanoso, el Presidente de Defensor Jorge Franzini hizo venir personal de vigilancia hasta con metralletas. Los nuestros no podían ni gritar. Decían “Pro…” y ya se los llevaban.

    La relación con los hijos

    —Lo pido disculpas en nombre de la hinchada. Dígame ahora cómo se lleva con sus hijos adolescentes.

    —Tenemos una muy buena relación. A veces dicen que soy un pesado.

    — Todos los hijos opinan lo mismo de sus padres.

    —Lo que pasa es que me he pasado la vida metido en un barrio, tengo cierto boliche y cierto mostrador y conozco riesgos y problemas. Por eso, cuando los prevengo sobre algunas cosas me dicen pesado. Pero tenemos una inmejorable relación. También son fervorosos hinchas de Progreso y a veces los he hecho avergonzar porque tengo líos delante de ellos (se ríe) Voy mucho con ellos al fútbol o al boxeo y en ocasiones también al velódromo.

    —Usted ha vivido una experiencia absolutamente inusual al adoptar un cuarto varón y no de bebito sino a los trece años.

    —En realidad, más que yo lo adoptó toda la familia. Mi hijo más chico Nacho, que es extremadamente travieso y tiene la escuela de sus hermanos mayores, tiene una barra de amigos en la zona de Agraciada y Asencio donde vivimos. Dentro de ese grupo había uno que vivía con su abuela en una casa muy modesta. En determinado momento le dieron el desalojo, la señora se fue a vivir con otros familiares y el chico quedó abandonado, habitando un pequeño galponcito. En ese momento mi hijo menor que era muy amigo de él, me planteó la posibilidad de traerlo a casa, yo a su vez hice consultas a nivel familiar y todos estuvieron de acuerdo.

    —¿Ustedes lo adoptaron legalmente?

    —Hicimos el trámite de tenencia ante el juez.

    —Pienso que la integración de un muchacho de quince años a una nueva familia no debe haber sido fácil ni para él ni para el núcleo.

    —Al principio hubo dificultades. Fabián se sintió deslumbrado por sus nuevas posibilidades de vida. Injertarse en una familia extraña con los problemas de la adolescencia y los que él traía consigo desde tiempo atrás provocó los choques previsibles. El primer año se porto muy bien, sacó buenas notas, pero el siguiente ya entró en un aburguesamiento en el que lo acompañó mi hijo más chico. Perdieron el año los dos. Se volvió un poco rebelde, no aceptaba las recriminaciones que se le hacían y eso creó un clima de tensión entre él y nosotros. Fue difícil porque yo me sentía con la obligación de tratarlo y encarrilarlo como a mis otros hijos. Felizmente, luego de largas conversaciones, esa situación incómoda se superó y este año los dos marchan bien. Nacho estudia en la rama de Biología y Fabián en la de Arquitectura. Son muy compinches, tienen el dormitorio común, juegan al fútbol juntos en la Liga Universitaria.

    —¿Le fue fácil aceptar que su hijo mayor estudiara para cura?

    —No, me fue extremadamente difícil. Hasta el día de hoy no he podido asimilar el golpe de lo que esa resolución significo para mi. Pero como es un hecho que nuestros hijos deben seguir su propio camino y hacer su vida y veo que es muy feliz en el que ha tomado, mi obligación es apoyarlo. La elección la hizo él, abandonó Medicina y tomó otro rumbo que le satisface más y hay que respetar su decisión.

    —Debe ser rechinante para su formación socialista.

    —Evidentemente tenemos un enfoque de la vida distinto. El tiene una gran fe, una concepción religiosa de las cosas que yo no tengo. Tal vez estemos luchando por lo mismo utilizando distintas armas.

    —¿Por qué no fue presidente de la Asociación Uruguaya de Fútbol (AUF) si tenía todos los votos asegurados?

    —Por problemas políticos. Cuando se logró la unanimidad de votos alrededor de mi persona, lo que no había ocurrido con los candidatos propuestos anteriormente, empezaron a surgir otros nombres para el cargo, hasta el del prosecretario de la Presidencia señor Walter Nessi.

    —¿A qué atribuye esas trabas?

    —A que ser presidente de la AUF da una notoriedad mayor que la de un político. Es un puesto en el que si se hacen las cosas bien, puede acarrearse un enorme prestigio. De cualquier manera hay que recordar que es un cargo que tradicionalmente fue ocupado por personas pertenecientes al Partido Colorado.

    El patio trasero del fútbol

    —Hábleme de su experiencia como dirigente del fútbol. ¿La trastienda de este deporte es tan sucia como la gente habitualmente cree?

    —En todas las actividades de la vida hay luces y sombras y en todas tiene importancia fundamental aquello que Malraux definía como “la condición humana”. En el fútbol hay gente, creo que la gran mayoría, que está bien intencionada y hay otra que quiere sacar alguna ventajita. Es un mundo muy particular donde se logran amistades muy importantes y en el que no todo es malo o está contaminado.

    —Da la impresión que el fútbol es más propenso a las corrupciones que otro tipo de actividades.

    —Cuando se monta un circo siempre se está expuesto a problemas. Hay aspectos que son negativos, pero no se debe exagerar.

    —¿A usted como dirigente le ofrecieron alguna vez un jugador contrario para que “fuera a menos” en un partido?

    —Jamás. Casos que comente la hinchada, conozco una cantidad, pero que hayan sido comprobados, ninguno. Le voy a decir la verdad: yo como dirigente no sabría ni qué pasos dar para comprar a un jugador de otro equipo.

    —No tendría ni que molestarse, para eso están los intermediarios que llevan su porcentaje.

    —Pero esos intermediarios que se llevan la de ellos ¿cumplen realmente su función o los están “engrupiendo”? ¿Qué garantías se puede tener? También se dice que los dirigentes “arreglan” a sus equipos para que echen para atrás en determinado partido. ¿Pero con qué rostro uno va a ir a pedirle a sus jugadores que pierdan ese partido y que ganen el siguiente? Hay muchos mitos alrededor del fútbol. No quiero decir que todo lo anterior no exista y que el fútbol sea de una pureza cristalina. Lo que afirmo es que yo no he vivido esas circunstancias.

    —¿Tampoco ha tenido constancia de árbitros deshonestos?

    —Mire: los jueces me han hecho rabiar muchísimas veces y he llegado en más de una oportunidad hasta sus camarines para increparlos por alguna actuación que ha perjudicado a mi club. Pero siempre pensé que no lo hacían por deshonestidad sino por falta de capacidad.

    —¿También cree que a nivel americano, en los grandes eventos internacionales algunos árbitros actúan con la misma objetividad?

    —Ahí los entretelones parecerían ser distintos. Yo me refiero a nuestro medio ambiente y las presuntas venalidades que la gente sostiene que imperan. Los grandes circos internacionales se prestan para todo.

    —¿Por eso no ha sido nunca dirigente de fútbol a nivel internacional?

    —Nunca me interesó, como tampoco me interesó nunca ser dirigente político. A la política me han llevado circunstancias coyunturales. No digo que no me sienta a gusto, sino que nunca quise ser nada.

    —¿Se dio cuenta que cuando la presentación de los candidatos de su partido su nombre fue más aclamado que el de otras personas que llevan años de dirigentes e incluso ocupan cargos legislativos?

    —Mi figura ha despertado un cierto afecto a nivel popular. Quizas esto ocurra porque la gente me conoce por el fútbol, por mi profesión o por mi actividad barrial.

    —¿Por qué ante la opción de prestar su atención a compatriotas enfermos de cuidado y dedicarse a una ciudad igualmente enferma usted se decide por esta última?

    —Fue una opción muy pero muy difícil. En ese momento créame, me resultó tan duro decir que sí como decir que no. Soy consciente que soy profesional, que tengo lo que tengo y he logrado lo que he logrado porque tuve la fortuna de tener una enseñanza laica y gratuita desde la escuela a la universidad. ¡Cuántas veces mirando de muchacho a aquellos obreros que caminaban por La Teja pensé que los salarios insuficientes de esa gente, se veían todavía más disminuidos porque pagaban impuestos para que otros uruguayos pudiéramos estudiar sin costo! De eso no podemos olvidarnos. Y si hemos recibido tanto, y en este momento podemos retribuir a la sociedad parte de lo que nos ha dado... bueno, así lo haremos.

    —Eso lo descarta como detentador de ambiciones políticas.

    —No tengo en absoluto ambiciones políticas. ¿Quiere que me defina? Yo soy solamente un trabajador social. Lo que sido siempre y lo seguiré siendo desde la Intendencia o desde la presidencia del club Arbolito.

    —¿Qué gran enseñanza le dejó el mostrador del Arbolito?

    —Que lo más importante es la solidaridad, que no se puede esperar nada de nadie sino de uno mismo, que hay que tener fe en la autogestión.

    Correligionarios en todos lados

    —Hace pocos días le ocurrió un episodio muy gracioso en la puerta del Hospital Musto que merece ser conocido por el público.

    —Sí... (se ríe) Fue el domingo pasado. Estábamos recorriendo con unos compañeros la zona de Colón en apoyo al hospital del norte. Llovía, estaba muy feo y como en la plaza no había nadie, fuimos hasta el Musto para ver si el acto se realizaba allí o se había postergado. Los amigos se bajaron y yo quedé en el auto. De pronto veo venir una persona correctamente vestida pero con todo el aspecto de ser uno de los internados a quienes dan permiso para pasear. Pasó adelante del auto, miró hacia adentro y siguió caminando. Pero algo captó porque se dio vuelta, volvió a mirarme, me examinó bien la pinta y reflexionó en voz alta: “¡Si estaré loco que voy a votar a éste para Intendente!”