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    Adiós al gigante de los imposibles

    A los 96 años murió el arquitecto Frank Gehry, un rebelde inconformista que rompió con la tradición de la arquitectura racionalista y funcionalista de la primera mitad del siglo XX, y nos permitió soñar con edificios imposibles

    Columnista de Búsqueda

    El pasado viernes 5 de diciembre falleció a los 96 años en Santa Mónica, Los Ángeles, el gran arquitecto canadienseamericano Frank Gehry.

    Ahora bien, les advierto que hasta aquí llega mi objetividad, porque Gehry fue arquitecto de profesión, pero su alma era la de un artista. Deja tras de sí una obra deslumbrante en originalidad, revolucionaria en el uso de los materiales, disruptiva en corazón y espíritu.

    Si tuviera que definirlo, diría que fue un rebelde inconformista que rompió con la tradición de la arquitectura racionalista y funcionalista de la primera mitad del siglo XX, y nos permitió soñar con edificios imposibles.

    Su legado es monumental y basta con citar tres de sus íconos ya legendarios, como el Museo Guggenheim de Bilbao (1997), el Disney Concert Hall de Los Ángeles (2009) y la Fundación Louis Vuitton de París (2014), para comprobar que Gehry redefinió la forma de concebir el espacio y la materia. Trajo consigo imaginación, experimentación y emoción, alumbrando audaces y expresivas estructuras curvas de fluidos movimientos aéreos. Formas y volúmenes que se deconstruyen geométricamente, que se superponen y se solapan entre sí como si fueran grandes olas que estallan en distintas direcciones. Con ellas, desafió la idea de que un edificio debe tener una fachada definida, un techo que lo limite y unas paredes que lo contengan.

    Forzó todas las reglas y convenciones: llevó al extremo la línea divisoria entre arquitectura y escultura, soñó edificios-objeto y creó edificios-esculturas. Quizá porque, como dijo en varias oportunidades, su referente era Constantin Brancusi, el gran escultor rumano que, a principios del siglo XX, le devolvió a la escultura su vínculo con la naturaleza. Y, como una cosa lleva a la otra, su relación con los materiales fue igual de revolucionaria; descubrió el potencial escondido de metales como el titanio e hizo de él y con él obras de arte. ¿Quién podía imaginar antes del Guggenheim de Bilbao un edificio enteramente revestido de titanio? Obviamente, en los años 90 no había ninguna herramienta arquitectónica que le permitiera modelar y controlar curvas complejas, entonces explotó el potencial de los softwares de la industria aeronáutica y aeroespacial para plegarlo digitalmente y así impulsó una nueva era digital para la arquitectura.

    De todos modos, creo que su mayor logro está en que le devolvió a la arquitectura su perdida capacidad para ser una herramienta de cambio social y cultural. Eso que se dio en llamar “el efecto Bilbao” no es otra cosa que el poder de la arquitectura en acción, su aptitud para transformar la vida de una ciudad y sus habitantes. Conocí Bilbao antes del Guggenheim y doy fe de que era una ciudad triste y violenta, abandonada a la añoranza de su otrora pasado industrial. Una realidad que cambió con un edificio alzado en lo que era un muelle decrépito de cara a un puente oxidado, y que recibió en su primer año 1,3 millones de visitantes, lo que hizo que Bilbao sea hoy un centro turístico, gastronómico y cultural de referencia.

    Frank Gehry nació en Toronto en 1929, en una familia de inmigrantes judíos y pobres, madre polaca y melómana, padre neoyorkino y bebedor. Su nombre era Ephraim Goldberg, el que cambió a instancias de su madre tras algunas duras experiencias. Su familia emigró a finales de los años 40 a Los Ángeles, ciudad en la que creció y vivió toda su vida. Estudió en el liceo nocturno mientras trabajaba de camionero y, a pesar de todo, consiguió estudiar en las universidades más prestigiosas, Harvard incluida. Un trayecto vital que hizo que su carrera fuera difícil en sus inicios, basta pensar que abrió estudio propio recién en los años 60 y que su irrupción en el medio fue con la remodelación de su propia casa: un modesto bungalow que desmontó hasta la estructura para darle nueva vida con una humilde madera contrachapada y una cotidiana malla metálica. Sus grandes logros fueron también tardíos, recibió el Pritzker en 1989, cuando el Guggenheim de Bilbao tenía ya 68 años, pero para ese momento su lenguaje ya estaba maduro, su creatividad a tope, y su audacia lista para hacer realidad lo imposible.

    Su trabajo fue y seguirá siendo polémico, destino lógico del que va a contracorriente, por eso Gehry no es para todos, es un tómalo o déjalo y, aunque sea así, es unánime que sin él todo será más chato y obvio. Su muerte nos deja huérfanos de sorpresa y emoción, pero sus edificios seguirán desafiándonos con su provocativa y voluptuosa belleza.