Todavía quedan solitarias o en racimos calles empedradas. Entre las piedras crecen pastos insignificantes, apenas unos hilos verdes, como si la dureza del granito se permitiera un gesto de benevolencia hacia la vida.
El asfalto avanza por barrios, y al mismo tiempo los adoquines desmontados van a parar a espacios públicos con fines decorativos; en la evocación de la piedra, Montevideo encuentra el tesoro perdido de la identidad de esta ciudad
Todavía quedan solitarias o en racimos calles empedradas. Entre las piedras crecen pastos insignificantes, apenas unos hilos verdes, como si la dureza del granito se permitiera un gesto de benevolencia hacia la vida.
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáUnos cuantos montevideanos dicen amar las calles adoquinadas; mientras otros argumentan que no se trata de anclarse en el pasado. Según un informe de El Observador, cerca del 2% de los más de 3.000 kilómetros de calles, caminos y avenidas de Montevideo conservan el empedrado. Ha sido imposible corroborar esa cifra. El asfalto avanza por barrios, y al mismo tiempo los adoquines desmontados van a parar a espacios públicos con fines decorativos. En ese antagonismo nos movemos. Fuera de su función original, en la evocación de la piedra, se pretende dar pistas para que los montevideanos encuentren el tesoro perdido de la identidad de esta ciudad.
Si los barrios tienen alma, la de Jacinto Vera vaga sin descanso por las noches con las uñas negras de betún. Luis Melián Lafinur, Joaquín Requena, Enrique Martínez, Lorenzo Fernández, Ramón del Valle Inclán, Figurita y Antonio Machado son algunas que aún conservan parcialmente el adoquinado. Karina Ruiz, vecina y creadora del portal Aconteceres, se tomó el trabajo de fotografiar y escribir textos poéticos sobre esas callecitas de su barrio natal. Más bien a modo de elegía. “La calle Aureliano Rodríguez Larreta es la que tiene más adoquines”, dice en tono esperanzador. Aleluya. Ella y otros vecinos desde hace años emprendieron una lucha desigual para salvar los adoquines de la destrucción intencional o la desidia. Pero el avance del asfalto se aceleró últimamente, en especial después de la construcción de un centro comercial. Ya sea que se cubran por completo algunos tramos o se emparchen, las manchas negras se expanden sobre la piel del granito.
El asfalto tapa y el tiempo destapa. “Con el paso de los años, para nuestra alegría, esos mismos adoquines resurgieron, porfiados, tratando de recuperar su lugar”, escribió Ruiz. Claro, la alegría dura hasta la aparición de la próxima cuadrilla. “Si los adoquines de Colonia del Sacramento son patrimonio y a todos les parece perfecto, ¿por qué los de un barrio común no merecen la misma consideración? ¿Por qué viajamos a Europa y nos maravillamos con calles empedradas? ¿Por qué nos parecen un atraso y exigimos ese anodino asfalto?”, se pregunta.
En estos días, la remodelación de la plaza Juan Ramón Gómez en Durazno y Magallanes molestó a un grupo de vecinos. En la lista de argumentos para rechazar los cambios se mencionó en un principio la remoción de los adoquines. Virginia Algoa del barrio Palermo lamentó que quedaran apilados por varios días y expuestos a los cazadores de recuerdos. Finalmente, un camión debió llevarlos al depósito de vialidad en La Tablada, en camino Melilla. Muy lejos de los tambores. Las autoridades del Municipio B aseguran que los devolverán a la plaza, pero el destrato ya está consumado.
En la década de 1990 dos calles montevideanas se convirtieron en estandartes del adoquín: Enrique Guarnero en el Prado y Barcelona en el Cerro. Así lo cuenta una nota de la diaria. Caminar por Guarnero es meterse en una isla urbana, silenciosa y verde, que se desliza hacia el arroyo Miguelete. Todo comenzó cuando la comisión de vecinos pidió a la intendencia que resolviera el problema de la calle de tierra. La arquitecta María Celia Abal formaba parte de ese grupo, y aún vive en la misma casa, en la misma calle. Recuerda con claridad la respuesta del director de vialidad de ese entonces: “Plata para esto no hay, pero tengo para ofrecerles los adoquines de camino de las Tropas (en el Cerro)”. Y aceptaron. La callecita juega hoy a ser parte de un paisaje de ensueño y, si hubiera un ranking de las más hermosas, puntearía entre las primeras del certamen. No es casual que varios artistas la hayan elegido. El actor Guarnero, el artista plástico Dumas Oroño y el músico Jaime Roos vivieron allí en distintos momentos. Lamentablemente, la burbuja de los jardines en flor termina en la orilla; al otro lado la pobreza muestra su rostro de ranchos de lata y hacinamiento. Está previsto que algún día ambas márgenes se integren en un parque lineal verde, pero eso todavía no llega.
Otro ejemplo de amor a la piedra está en la cima del Cerro, cerca de la fortaleza. Es el premio para los corazones fuertes que lleguen hasta la empinadísima calle Barcelona. En este caso, los vecinos se encargaron de colocar algo así como 20.000 adoquines. Jorge Martirena fue uno de los protagonistas de la hazaña, y todavía la recuerda. Hubo que cargar piedras hasta tres cuadras, desde donde las dejaba el camión, pero valió la pena y la calle dejó de ser un barrial los días de lluvia. Hoy, al final de la pendiente con vistas a la bahía, un muro bajo contiene los adoquines. De no ser así, saldrían rodando hasta hundirse en las aguas del Río de la Plata.
Al empedrado no le faltan detractores. El que quiera adoquines bien puede irse a París, parece ser la consigna de la gente del volante. La lisura sin sobresaltos tiene sus atractivos. Que lo digan si no los pocos niños de estos tiempos capaces de picar una pelota en la calle. Sin embargo, los defensores son más pasionales y basta un anuncio de desmantelamiento para que resurjan como el musguito en la piedra.
De colores variables, grises y rosados, de aristas irregulares, los adoquines se parecen a esas personas tiernas recubiertas de una apariencia hosca. Karina Ruiz lo dice mejor: “Aprendí a amar a estos adoquines desiguales”. Y se comprende el encanto de lo desparejo; pero, ojo, al primer descuido te hacen tropezar.
Es curiosa esta ciudad portuaria, deja que el viento se lleve lo viejo y luego se lamenta.