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Tiene todo. Una limpieza para la escritura como la de pocos. Se lee como quien se mece en una hamaca, con la amabilidad que el propio lector le quiera otorgar al balanceo, contemplativo y suave o algo más movidito y, llegado el caso, brutal. Y ese balanceo está graficado incluso en el brevísimo cuento Una bromita, en el que un señor se tira en trineo una y otra vez desde una leve pendiente abrazado a una señorita y en cada bajada le dice con un tono de voz difuso, que se mixtura con el viento y la emoción, “la amo, Nadia”, de modo que la señorita nunca llega a precisar si es una declaración real o imaginada por ella. Entonces, Antón Chéjov es naturalista, sí, realista, sí, pero hasta que su literatura se convierte en otra cosa muy diferente si escarbamos un poco. De eso va el cuento: un nuevo desliz del trineo, una idéntica declaración de amor en ese desliz y la excitación posterior: ¿de verdad dijo que amaba a Nadia? El amor como un hechizo, cuya duración es… nadie lo sabe. Y todo en tres paginitas.
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Sus personajes son comunes y corrientes, ya sean comerciantes, estudiantes de filosofía, madres, padres, campesinos, soldados o terratenientes. Y en todos encajamos nosotros. No importa la distancia a más de 120 años de su muerte. Existe un trayecto del personaje que en cierto momento ya se convierte en el trayecto actual del lector. Por eso es uno de los grandes clásicos de la literatura y una vez que te metés en la lectura de sus cuentos no lo soltás más. El obispo, por ejemplo. ¿Qué tengo yo que ver, que soy ateo, con la agonía de un cura que en el medio de una misa cree distinguir el rostro de su anciana madre, a quien hace años no frecuenta? Pues bien, dejemos que el hombre religioso vaya a su cuarto en el monasterio, se acueste en la cama, no pueda dormir y escuche las voces al otro lado de la pared. Ocurre la magia, no de la literatura, sino del gran Chéjov, menos oscuro que Dostoievski, mucho menos extenso pero igual de profundo y certero.
Dije Dostoievski, temible escritor si los hay, heavy. No los quiero comparar, aunque eran rusos los dos. Chéjov es más amable, claro. ¿Más amable? Vayamos a Enemigos, un cuento de poco más de diez páginas. En la casa del doctor Kirilov, la noche no puede ser más oscura: su único hijo acaba de morir de difteria. Mientras su esposa llora ante el cadáver del hijo, suena el timbre. Atiende el doctor (recordemos que Chéjov también fue médico). En la puerta hay un desesperado hombre que clama por sus servicios diciendo que su mujer agoniza, que es cuestión de vida o muerte y que, por favor, suba al coche para acudir en su ayuda. Coche con caballos, aclaro por las dudas. Noche rusa, por las dudas, viento y nieve a tope, hora y pico de trayecto. Hasta la mitad del cuento es un tire y afloje entre la urgencia del hombre desesperado y la razón también desesperada del médico por hacerle entender que su hijo ha muerto y debe permanecer en el hogar. Al final decide ir. No voy a hacer espóiler sobre qué sucede cuando llegan a la casa del hombre desesperado y por qué se justifica el título de la historia.
La gran literatura son imágenes, movimiento, pero también aromas y sonidos. Todo eso hay en los cuentos de Chéjov. El vapor de pinos y hojas descompuestas, abedules, álamos y tilos, la niebla y la lluvia que protagonizan la travesía. Así, la idea de ir por una venganza, como en Vecinos, puede virar hacia la comprensión gracias a dobleces y capas de emociones que se van superponiendo en los personajes, dobleces y capas que la mayoría de las veces nos enseña Chéjov, porque en nuestra vida diaria no tenemos tiempo y debemos actuar de modo inmediato, digamos mejor, digital.
Sorpresa, que también es necesaria. Y vaya si la tiene este cuentista, que, además, hizo obras de teatro y algún libro de crónicas, pero nunca una novela, como si fuese necesaria… En uno de sus cuentos más largos, El pabellón número 6, se apunta hacia la enfermedad mental, temita interesante si los hay. En un pabellón casi derruido, casi abandonado y mugriento por todos lados, que “hiede a col agria y a mecha quemada”, enfrente al hospital de los pacientes “normales”, se hacinan los locos. Chéjov nos describe algunos casos, en especial uno de ellos que tiene manía persecutoria. Viajamos hacia allí, pero luego vamos hacia un médico que, al estar desencantado de su tarea en el hospital, decide hacer una visita al pabellón. Cuando tenemos al médico y al loco, que entablan una relación fructífera de ideas y sensibilidades, aparece un pelmazo amigo del médico que le recomienda hacer un viaje para airearse de tanta enfermedad circundante y hastío por el mundo. En definitiva, se nos abre un friso sobre la complejidad de la vida, la supuesta locura, la supuesta normalidad y la maldita normatividad o policía del pensamiento, que destila tanto ribetes dramáticos como graciosos.
¿Fantástico? Por qué no. El monje negro podría figurar entre los mejores cuentos apocalípticos y sobrenaturales sin apartarse nunca de los parámetros de la razón.
Escribió más de 500 relatos, de los cuales leí un diez por ciento, pero me animo a decir que casi todos merecen la pena. Cortázar, aficionado al boxeo, solía decir que la novela gana por puntos mientras que el cuento por KO. Así Chéjov, que con un directo al mentón te manda al mejor mundo de los sueños.