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A veces las columnas que comentan la actualidad nacen en los lugares menos esperados. Esta es una de esas. Hace un par de días, leyendo una crítica musical me llamó la atención que el periodista le soltara, a cuenta de nada, un guantazo crítico a la banda No Te Va Gustar (de ahora en más NTVG). Aunque la música que se reseñaba no tenía la menor relación con NTVG, parece que se ha convertido costumbre pegarle piñas al grupo porque sí, porque sale gratis. Por eso, lo que me llamó la atención no fue la trompada en sí, como que se trata de algo que comienza a parecer una especie de mecanismo, un recurso.
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Eso me llevó a escribir estas líneas en redes: “Nunca dejan de asombrarme los giros delirantes que hace la crítica musical (¿rockera?) uruguaya para, en una nota que habla de cualquier otro grupo, tirarle una trompada a NTVG. Tiene algo de infantil y mucho de resentimiento, un gesto al pedo que solo deja como el culo al crítico”. Lo infantil entiendo es atacar a alguien que ni pincha ni corta en el asunto que se viene tratando y el resentimiento se deriva (puedo equivocarme) del éxito masivo de ese grupo. Hay varias otras bandas que hacen una música similar, menos conocidas, que jamás son atacadas de manera gratuita, por lo que quizá no sea delirante pensar que el diferencial que provoca las puteadas sea el éxito.
Charlando con mi amigo Jose Luis Yabar sobre eso que ya es una especie de costumbre en la (escasísima) crítica cultural del país, dejó caer una idea que me pareció muy sugestiva. El ataque a NTVG es una suerte de “bullying cultural” que, a diferencia de otros acosos, no es visto como algo negativo sino con un acto de justicia, una restitución. Y, esto lo agrego yo, ese bullying cultural muchas veces viene de la mano de gente que suele estar de verdad preocupada por el acoso, en todos los niveles. Me recuerda un poco a los que en un grupo antifascista de Facebook llamaban a marcar las casas de los fascistas. Poesía no intencional en estado puro.
Lo interesante entonces no es tanto que la (mermádisima) prensa musical uruguaya gaste su (limitadísimo) espacio en pegarle a una banda que, como su nombre anuncia, no les gusta. Tampoco importan sus razones, aunque uno tiende a especular que lo hacen porque creen que eso les da puntos en la barra de amigos que los leen. Lo interesante es que este mecanismo parece revelar que no es del todo cierto que quienes están en contra del bullying estén realmente contra él sino solo contra aquel bullying que les parece injusto o perjudicial. A los demás, a quienes quedan por fuera de la malla protectora del concepto (que ellos mismos construyen), se les puede pegar sin problemas. Es verdad que la idea de bullying se aplica sobre todo a niños que son acosados en el ámbito escolar. Pero si usamos la palabra acoso en vez de bullying, sí que podemos decir que algunos acosos parecen ser válidos y otros no.
Según la Academia Española de Pediatría, “el bullying o acoso es la agresión para ejercer poder sobre otra persona. Concretamente, los investigadores lo han definido como una serie de amenazas hostiles, físicas o verbales que se repiten, angustiando a la víctima y estableciendo un desequilibrio de poder entre ella y su acosador”. Es difícil hablar de asimetría de poder en el caso de un periodista (o varios, de hecho son varios) pegándole trompadas virtuales a una banda que tiene una carrera exitosa a escala continental. Pero la intención es precisamente esa: usar el pequeño espacio de poder del que se dispone para atacar verbalmente a un tercero que no tiene la menor relación con el tema que ese periodista viene tratando. En ese sentido se puede hablar de un caso de acoso fallido aunque claramente intentado. Por cierto, estoy segurísimo de que la gente de NTVG no ha perdido un segundo de sueño por este asunto.
Lo llamativo, entiendo, es que exista esa dualidad de criterios y que se crea que existe un acoso que resulta aceptable en la vida social. Quizá no sea loco relacionarlo con (nuevamente) la cada vez más profunda parcelación de la vida en común. Los míos pueden y deben tener sus derechos asegurados, los otros, ya veremos. Se dirá que es un exceso concluir esto a partir de un comentario periodístico al pasar sobre una banda. Puede ser. Pero creo que el problema hace mucho que no se limita a eso. Que el ideal ciudadano de la modernidad, aquel en el cual lo éramos por nuestra pertenencia a la unidad política (el país) viene siendo canjeado por una pertenencia de tipo tribal, premoderna (o posmoderna, como se prefiera). Desde esa perspectiva, nadie sería realmente un ciudadano si no, y de manera esencial, parte de unidades como la etnia, el sexo, la afinidad política, una perspectiva moral, un credo, una religión.
Es justo desde ese punto desde donde viene derivando la idea de “derecho de autor”, que no se refiere al derecho de propiedad intelectual de los creadores sino a la idea de que debe existir un derecho específico para cada grupo ad hoc, especialmente para aquellos que tengan la capacidad de estructurar su demanda particular y hacerla pesar en el mercado político. Una idea, esta sí muy posmoderna, que le pega una patada en los dientes a cualquier pretensión universalista derivada de la modernidad. De ahí que hace ya rato nos parezca natural que quienes son percibidos como “poderosos” (en el ejemplo, una banda exitosa) puedan ser depositarios del desprecio de quienes se sienten representantes de los “desposeídos” (en el caso, periodistas autodeclarados defensores de los artistas con menor proyección). Si la ciudadanía deja de ser una aspiración universal, pierde su razón de ser y solo nos quedan las luchas tribales por espacios de poder que son administrados desde el Estado. Suena delirante y un poco lo es, ya que no existe una forma seria de tasar esas posiciones. De hecho, se trata de posiciones que existen solo por la voluntad de creer en ellas, tal como ocurre con las religiones. Algo así como un acto de fe posmoderno.
Se construyen así también microimpunidades basadas en la perspectiva tribal del asunto. Los derechos que se reclaman son particularistas porque, se supone, se agotó el potencial universalista que proponía la modernidad. O mejor dicho, ese universalismo no nos llevó al paraíso en tiempo récord y por lo tanto puede y debe ser desechado. De ahí que los cultores más entusiastas del tribalismo más cerril se sientan empoderados (qué linda palabra) para salir a pegarle a todo lo que les parezca moralmente inferior a la tribu propia. Otra vez, tal y como históricamente hicieron las religiones.
La idea del bullying cultural como un gesto aceptable es coherente entonces con la mirada posmoderna que elimina lo universal y establece, por su cuenta y sin consultar con nadie, un ranking tribal en el que se suman y se restan puntos. A partir de ese ranking, se sabe cuál acoso es aceptable y cuál no. Por supuesto que nada de esto le hace la menor mella a una banda de rock consagrada hace rato. Pero cómo nos jode al resto.