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La palabra lo es todo; lo hace posible todo. Entendieron esto con claridad poetas-filósofos como Parménides y Heráclito, como Empédocles y noblemente Platón
La palabra no designa el mundo, lo produce. Habitamos en el relato, todo acto es una metáfora, cada contorsión es un encadenamiento de desvíos, todo desengaño es una oración que confunde el verbo o se equivoca de sujeto, la común ilusión de plenitud termina siendo una serie infinita de signos que se agolpan a la espera de ser recogidos en un nuevo sentido. La palabra lo es todo; lo hace posible todo.
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Entendieron esto con claridad poetas-filósofos como Parménides y Heráclito, como Empédocles y noblemente Platón. Y queda a la vista, estalla con toda claridad precisamente en Platón, hasta hacerse esencia en Plotino, un demorado seguidor suyo que dio luz a los años de gloria de Alejandría en torno a los inicios del tercer siglo de nuestra era. Este pensador nos habló del Uno, que vendría a ser el símil funcional y jerárquico del bien, que Platón celebra en el séptimo libro de La República, es lo divino, principio de todas las cosas y anterior a todos los seres a los que da origen —o más bien de los que derivan por “emanación” o “procesión”—. Toda la realidad se descompone así en sucesivos niveles o grados de realidad que disminuyen con su grado de unidad, en el nivel más bajo de la escala, con el mundo sensible, es decir, con la materia y su diversidad. Por el contrario, en la cima están las tres “hipóstasis” fundamentales, que son el Uno, el Intelecto y el Alma. “Podemos comparar el Uno con la luz, el ser que lo sigue (es decir, el Intelecto) con el Sol, y el tercero, el Alma, con la estrella de la Luna que recibe su luz del Sol”, escribe Plotino.
El concepto de este Uno o bien absoluto ya contiene la idea del orden descendente de todo lo que existe. La unidad perfecta no puede ser una limitación; el bien absoluto no puede ser excluyente ni cerrado en sí mismo. Es necesariamente un exceso, abundancia. Si para un ser limitado, para un ser humano, emerger de sí mismo hacia Dios (éxtasis) es una elevación por encima de sus limitaciones dadas, entonces para lo divino, que posee una perfección infinita, como eternamente dada o permanente, el surgimiento de sí mismo al abarcar esto solo puede ser un descenso. Plotino expresa el método mismo de este descenso solo con la ayuda de imágenes, y su pensamiento está realmente interesado en proteger al Uno de cualquier idea de cambiar o disminuir su dignidad absoluta. Así como un manantial llena los ríos sin perder nada, así como el sol ilumina una atmósfera oscura sin oscurecerse, así como una flor emite su fragancia sin quedar sin olor, así el Uno se derrama o irradia fuera de sí desde el exceso o la abundancia de su perfecta plenitud, inmutablemente permanente en sí misma. El primer flujo o efusión (emanación) o radiación (radiación) del Uno es la mente, la dualidad inicial, es decir, la primera distinción en el Uno del pensamiento y el ser o su autodiferencia en el pensador y lo pensable. Al pensar en el Uno, la mente lo define como un pensamiento mayor o como una cosa existente; al distinguirse de él, la mente lo postula como permanente y se postula a sí misma como un movimiento interno o puramente mental; lo presupone como lo mismo o como identidad, y a sí mismo como su otro.
Decía este filósofo que las almas están aprisionadas en el cuerpo como en una tumba; deben hacer un esfuerzo por romperlo, por acercarse a la unidad suprema a través de la virtud y el éxtasis. Plotino demuestra la providencia por la naturaleza de Dios y por la naturaleza de su obra. El mundo, tal como es, solo contiene la imperfección necesaria de un ser creado; es tan perfecto como parece. Explicó Plotino que, “según la interpretación de los misterios y mitos relativos a los dioses, antes de Zeus viene Cronos, el dios muy sabio que siempre retoma en sí los seres que genera, para que la inteligencia esté plena y satisfecha; pero luego, una vez satisfecho, se dice que engendra a Zeus; de la misma manera la inteligencia genera el alma, cuando esta llega a su punto de perfección (…). El producto de la inteligencia es una palabra, y la reflexión discursiva es en realidad subsistente. Es el ser que se mueve alrededor de la inteligencia, la luz de la inteligencia, la huella que permanece adherida a ella”. Esto nos lleva directamente, entonces, al territorio soberano de la poesía, que es la palabra por excelencia.