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    Con los pies en la tierra

    Los hechos suelen ser poco atractivos, casi nunca tienen demasiado glamour; no siempre son llamativos ni consiguen likes ni acumulan prestigio social

    Columnista de Búsqueda

    Ah, los hechos. Qué cosa linda eran los hechos cuando le importaban a alguien. No a todos, es verdad, pero sí a unos cuantos. Los suficientes como para que existiera una prensa que intentaba identificarlos y publicarlos. Qué buenos tiempos, cuando para la mayoría aún era posible distinguir un hecho de una opinión. Que digo posible, cuando aún era relevante hacer esa distinción, porque de esa posibilidad se derivaban diferentes rumbos de acción política y social. Aquellos buenos viejos tiempos en que, si un árbol caía en el medio de un bosque y no había nadie para contarlo, el árbol igual caía. Esa dulce prehistoria en la que aún creíamos en la posibilidad de una verdad que existiera más allá de nuestras voluntades. Ah, qué cosa linda eran los hechos.

    Ahora, en cambio, todo es un poco más relativo. O, mejor dicho, relativo hasta el punto en que los hechos ya no nos interesan. Porque los hechos suelen ser poco atractivos, casi nunca tienen demasiado glamour. No siempre son llamativos ni consiguen likes ni acumulan prestigio social. Los hechos muchas veces nos decepcionan porque tienen algo de aleatorio, algo que escapa a nuestra posibilidad (¿necesidad?) de acomodarlos en cómodas cajitas narrativas. Como si fuéramos Maries Kondo obsesionados por ordenar cada detalle de la realidad, nos incomoda su desprolijidad, su desorden. Entonces, preferimos hacer de cuenta que esta desprolijidad no existe. O que, directamente, la realidad no existe. O que, si existe, es resultado de nuestra pura voluntad. Si no hay nadie allí para verlo caer, el árbol no cayó.

    Más aún, si no le conviene a mi versión de las cosas, puedo afirmar que ni el árbol ni el bosque existen. Que son solo resultado de una narrativa enemiga. De que alguien nos intenta convencer de que existe un bosque en el que los árboles pueden caer. Esa posibilidad es inquietante porque escapa a nuestro control, a lo que dice nuestra narrativa que ocurre. Porque cuando la verdad no existe como una posibilidad exterior y todo es relativo, lo único que queda es un combate entre narrativas que expresan tal o cual voluntad. Y así, los hechos dejan de importar. Esta es la poesía absurda del relativismo cultural. Una poesía que es a la vez una poderosa arma de destrucción masiva de cualquier proyecto serio de cambio.

    ¿Por qué? Porque a pesar de presentarse como un cuestionamiento hacia algunos poderes que existen en el mundo real (el capitalismo, el patriarcado, el etnocentrismo), si se aplica su lógica con rigor, se anula la posibilidad de transformar nada a fondo. Si no existe una verdad por fuera del combate entre narrativas, ¿cuál es el criterio que nos da un camino, que nos marca una dirección? Si todo es relativo, ¿cómo establecer un faro, una guía para la acción, individual o colectiva? Lo reactivo tiene valor cuando hay un malvado enfrente al que pegarle y del cual alejarse. Pero eso por sí mismo no constituye un programa de cambio o una alternativa novedosa. ¿Por qué cambiar si no existe ninguna meta que sea tasable en términos de proyecto?

    Por eso el relativismo funciona cuando se dedica a matizar los excesos de, por ejemplo, el positivismo o la tecnocracia. Pero fracasa estrepitosamente cuando tiene que lidiar con los poderes que no se rinden ante la mera voluntad crítica. Carece de sentido, y eso junto con la dirección y el trayecto son lo único que justifica un cambio de rumbo. Entonces, como nadie quiere liderar un proyecto que carezca de sentido, hacemos de cuenta que sí lo tiene.

    Para eso es necesario eliminar el principio de no contradicción. Es decir, es necesario poder afirmar una cosa (no existe una verdad exterior, todo es intersubjetivo) y al mismo tiempo proclamar su opuesto (lo que yo propongo es la auténtica revolución, la que nos va a liberar de verdad). Construyo una verdad fuerte y absoluta un segundo después de negar la posibilidad de que existan las verdades fuertes y absolutas. Así, prescindo de los hechos y me concentro en la batalla entre narrativas. Y si los hechos se emperran en contradecirme, peor para los hechos, que pasan así a ser calificados de ultraderecha. O de ultraizquierda, que en todos lados se cuecen habas.

    A este proceso de dilución de lo real en lo narrativo no es ajena la prensa. Lo mencionaba algunas columnas atrás: cuando el periodista decidió dejar de ser mero médium entre la realidad y el lector para convertirse al activismo, los hechos pasaron a ser secundarios. Y, si los hechos son secundarios, se hace muy difícil distinguir a un periodista de un militante. No porque los hechos desaparezcan, los hechos siguen ahí. Se hace difícil porque la tarea de exponer esos hechos al lector se sustituye por el activismo y por una didáctica que no considera al lector como un adulto capaz de sacar conclusiones propias, sino como un niño que debe ser guiado en el campo minado de las narrativas enemigas.

    Es válido preguntarse, ¿dónde creen estar parados los periodistas que eligen ese camino? ¿Cómo pueden estar seguros de que su receta no se aplica a ellos mismos? Su respuesta implícita es sencilla: ellos cuentan con una poción mágica que los hace invencibles y que les permite mirar el campo de batalla desde afuera. Esa poción es la ideología. Eso es lo que les permite entender y revelar el engaño en el que caen todos aquellos que no piensan como ellos. Con ese mapa mental tan florido, no es raro que se desdeñen los datos del mundo real y se los considere pura narrativa enemiga.

    En fin, pensaba en todo esto mientras arrancaba 2025 (demasiada sidra y pan dulce, lo admito) y también en que los mapas reales, los que existen más allá de las narrativas y que incluyen conflictos se llevan puestas vidas, siguen existiendo en toda su horrible y brillante contradicción. En lo complejo y demandante que es intentar capturar el mundo que nos rodea cuando este entra en tromba a través de nuestras muchas pantallas, 24 horas los 365 días del año. En cómo esa saturación nos va alejando cada vez más unos de otros, mientras predicamos la hermandad y la fraternidad en las redes. En lo complejo que es encontrar un rincón en el cual intentar pensar sin ser avasallado por la agonística de las narrativas y el desprecio por los hechos.

    Y pensaba en que mi deseo para este 2025 era poder mirar la realidad con calma, sin que las narrativas de uno y otro signo nos tuerzan la mirada. En intentar sostener una perspectiva propia que sirva para caminar al lado de los otros, aceptando su diversidad real y no la que nos venden los distintos proyectos políticos en lidia. En aprender que siempre es más rico el mundo real que la narrativa que proponen esos proyectos. En no olvidar que cualquier proyecto de convivencia pacífica debe incluir de manera necesaria a todos los que no piensan igual que uno. Pensaba, en fin, en el deseo de volar alto sí, pero sin nunca dejar de tener los pies en la tierra.