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    Cuentos de verano

    Algunos veranos, a medida que el pasado se extiende y el futuro se acorta, salgo con la esperanza de cazar ese Sueño de una noche de verano

    Detrás de los árboles del parque se ocultaban los actores hasta que empezó el espectáculo. Mi padre me tomaba de la mano para que no me asustara, aunque no habría sido necesario porque el calor suave de la noche veraniega me protegía. Cuando los actores aparecieron entre el follaje con sus ropas de colores brillantes, el bosque replicó las risas. Eran como duendes saltarines, dueños de graciosos sombreros, que por una vez nos permitían ver sus juegos nocturnos mientras la ciudad les daba la espalda. Con el paso de los años, la única imagen de esa noche de teatro al aire libre en el parque Rivera se hizo más escurridiza, aunque muy esporádicamente la reencontré en la brisa nocturna de enero o en el aroma macerado de arena y pinos. Para mantener el recuerdo vivo, mi padre me volvía a contar cada tanto la historia de aquella vez que habíamos ido al teatro bajo las estrellas. Quizás porque a él le reconfortaba darme certezas sobre unas horas pasadas juntos y felices.

    Según mi padre, habíamos visto la obra Sueño de una noche de verano, de Shakespeare, representada por la Comedia Nacional, bajo la dirección de Margarita Xirgú y en la víspera de Reyes. Por esos mismos días el escritor catalán Josep Pla anduvo de paseo por Montevideo y terminó siendo un testigo inesperado de mi memoria. “En los porches del Teatro Solís de Montevideo leí un cartel que anunciaba la representación en el parque Rivera, que es un gran parque de pinos altos y derechos, de Sueño de una noche de verano de Shakespeare. (…) Quedé deslumbrado por la naturaleza, por los actores y, naturalmente, por la obra (…). La representación tuvo una movilidad que se llevaba el espíritu. En la perspectiva del escenario ilimitado, bajo el verdor oscuro de los pinos, con una luminotecnia ultramoderna, el sueño fue permanente”, escribiría en su libro Retratos de pasaporte. La crónica también habla maravillas de la orquesta del Sodre que acompañó la función con la música de Mendelssohn, y deja claro el asombro de este hombre por encontrar en un país “perdido” tanta demostración de lo que conocemos con el nombre impreciso de cultura.

    La descripción de Pla la descubrí hace un tiempo. Para entonces había muerto mi padre, y más allá de ser un contundente testimonio de la existencia de esa noche, también me reveló algo que ya intuía: nunca estuve en la función de Sueño de una noche de verano sencillamente porque las fechas no coinciden. Ocurrió antes de que yo naciera y no se hizo en la víspera de Reyes. Las fotos de la época muestran un escenario majestuoso en la isla del lago, la cortina de árboles está lejos y una multitud ordenada, sentada en sillas plegables, contempla la escena. La imagen en blanco y negro hace sospechar el contraste de los colores sobre el fondo estrellado y la armonía de la noche que no viví.

    Hoy, para darles una explicación racional a los vericuetos de la mente, deduzco que mi padre me llevó a ver Noche de Reyes —que también interpretó la Comedia Nacional en el parque Rivera tiempo después, con menos éxito—. Yo tendría entonces cuatro años, es decir, lo suficiente para guardar algún recuerdo. Imagino que mi padre fue espectador de las dos obras y en su memoria se fundieron las emociones. La realidad con la que trató de teñir mi difuso recuerdo terminó siendo su fantasía más perfecta o el secreto deseo de haberme tomado de la mano en la primera representación cuando la orquesta tocaba a Mendelssohn.

    Algunos veranos, a medida que el pasado se extiende y el futuro se acorta, salgo con la esperanza de cazar ese Sueño de una noche de verano. Me alegra la variedad de propuestas. He escuchado conciertos en jardines, me he sentado en el pasto para ver algunas obras de teatro al aire libre y, en los últimos tiempos, con o sin silla, he visto unas cuantas películas en pantallas inflables junto al mar o en parques urbanos. Ver una película entre el murmullo de las hojas me cambia el ánimo, pero, claro, no es lo mismo. En unas pocas oportunidades he sentido cómo los perfumes artificiales, los cócteles y las conversaciones superfluas opacan cualquier sentimiento auténtico hacia la naturaleza y el arte que se muestra. El escenario solo no alcanza. No se trata del océano ni del bosque. Todo el lujo del mundo no es suficiente para hacerte flotar un segundo en la fantasía de un cuento de verano. Pero soy cauta con las críticas y cuando salgo de una de esas funciones que ni de cerca me colmaron, me voy mascullando mi fracaso en soledad. El problema es mío, pienso, por añorar un recuerdo de lo que nunca existió.