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La idea de que una orquesta debe ser un catálogo Pantone de colores de piel o de sensibilidades sexuales es una asunción bastante particular, por no decir delirante
¿Cómo se vincula el método de selección de músicos de las orquestas en Estados Unidos con la realidad uruguaya más inmediata? La pregunta puede parecer absurda, pero es la misma clase de asunto que late detrás de nuestra preocupación por, pongamos, la guerra de Ucrania o el fraude electoral ocurrido en Venezuela. Son cosas que ocurren a mucha distancia de nosotros, que vivimos en la esquina de abajo de Brasil, pero que de distintas formas nos conciernen porque en estos tiempos globalizados nunca se sabe cuándo va a pegar el chicotazo de lo ocurrido allá lejos, aunque sabemos que, antes o después, el chicotazo va a pegar.
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Se dirá que una guerra o una dictadura son asuntos más graves que el método de elección de miembros de una orquesta y, pensando en lo visible, lo inmediato y lo urgente, efectivamente es así. Sin embargo, el asunto de la orquesta puede ser un buen resumen de las modas intelectuales que se van instalando en las sociedades exportadoras de ideas y que, tiempo después, llegan a las sociedades importadoras de ideas como la nuestra. Y el problema es que cuando esas ideas son efectivamente compradas acá: a) son percibidas como algo evidente (“en Estados Unidos hace tiempo que lo hacen así” o “los españoles tienen esa ley desde comienzos del milenio”) y eso se usa como argumento de autoridad; y b) suelen ser versiones menos sutiles de lo que alguna vez, años atrás, quizá fuera una fineza intelectual. Al ser aplicadas en el presente resultan un molde tosco que se vende como un gesto político indispensable cuando suelen ser solo eso, un molde tosco.
Un artículo publicado hace unos años en el diario estadounidense The New York Times afirmaba en su titular: “Para hacer las orquestas más diversas hay que terminar con las audiciones a ciegas”. Y agregaba: “Si las orquestas tienen que reflejar las comunidades que sirven, el proceso de audición debe tomar en cuenta la raza, el género y otros factores”. La nota fue publicada en julio de 2020 y la firmaba Anthony Tommasini, principal critico cultural de ese periódico. Tommasini señalaba que “las audiciones ciegas están basadas en la atractiva premisa de la meritocracia pura: una orquesta debe estar integrada por los mejores y punto. Pero si uno le pregunta a cualquiera en el campo sabrá que durante el siglo pasado el incremento del entrenamiento profesional ha logrado que la diferencia entre los mejores instrumentistas sea apenas perceptible”.
Antes de entrar en esta última afirmación, que es correcta aunque irrelevante, me gustaría detenerme un poco en la idea de que “las orquestas deben representar las comunidades que sirven” porque es justamente el centro del problema que el crítico detecta y que le lleva a cuestionar el método ciego, en el que se elige al músico sin verlo. La idea de que una orquesta debe ser un catálogo Pantone de colores de piel o de sensibilidades sexuales es una asunción bastante particular, por no decir delirante. Es perfectamente coherente, sí, con la idea de que los individuos no son tales, sino meros contenedores o recipientes de las ideas o afectos de los grupos a los que pertenecen. Ojo, no de todos los grupos a los que pertenecen, solo de aquellos que actualmente cotizan bien en el mercado de pertenencias. Por ejemplo, pertenecer al grupo de los que calzan más de 45 no es relevante, por más que a veces cueste encontrar calzado adecuado. O al grupo de los que tienen mala dentadura y, entonces, soplar los bronces en una orquesta podría hacerles visitar al dentista con más frecuencia que el resto. Eso no ranquea alto, así que no es tomado en cuenta. De manera razonable, agrego.
Aunque no siempre nos demos cuenta, el ranking de pertenencias que supuestamente nos definen siempre es escrito desde afuera, nunca por nosotros. En esencia es escrito y definido por los cultores de dichas teorías sociales. Teorías que lentamente se derraman sobre la sociedad y que, como se dijo, después se hacen pasar por una suerte de sentido común que sirve para orientar políticas públicas. Las políticas de selección de personal en el ámbito público, por ejemplo. De hecho, que la nota citada se haya publicado en Estados Unidos hace ya cuatro años es interesante porque ese es más o menos el tiempo que tarda la academia local en regurgitar las ideas que recibe de los centros productores de ideas y filtrarlas a la política local, bajo la forma de leyes, reglamentos y cursos obligatorios para el funcionariado. Dicho esto, a menos que se cambie la definición de lo que es una orquesta pública, el fin de estas no es resumir y representar la diversidad selectiva que se promueve desde la academia y los gobiernos, esto es, desde el poder.
Más allá del absurdo de creer que la música, la cultura y los recursos públicos deben estar siempre y en toda circunstancia subordinados a las teorías sociales de moda (sin saber aún si estas mejoran lo previo), es interesante que en nombre de esa supuesta diversidad se ataque el método ciego, que fue instalado hace ya unos cuantos años precisamente para asegurar la diversidad y evitar el sesgo de género. Según “Orquestando la imparcialidad, el impacto de las audiciones ‘a ciegas’ en las mujeres músicas”, un trabajo académico publicado por la American Economic Review en el año 2000, “el peso de la evidencia sugiere que el procedimiento de audición a ciegas fomentó la imparcialidad en la contratación y aumentó la proporción de mujeres en las orquestas sinfónicas”. El texto admite que algunas de sus estimaciones “tienen grandes errores estándar y hay un efecto persistente en la dirección opuesta”, pero concluye que ese método está en el camino correcto. Mirando los números del estudio (lo hice), el crecimiento de la presencia femenina es escaso, pero igual demos por buenas sus conclusiones.
Ahora, que el cambio que logra el método ciego no sea tan impactante como preveían sus promotores, puede deberse a que existen unas diferencias entre hombres y mujeres que llevan a que la presencia femenina no se vea incrementada de manera radical. Y ahí está otro núcleo de problema: ¿una presencia femenina o étnica X es lo que da sentido a una orquesta, lo que le permite ser lo que realmente debería ser? Los constructivistas enloquecidos, entre los que podemos contar al señor Tommasini, están convencidos de que la imparcialidad del método ya no es relevante y que la realidad debe ser forzada por encima de las preferencias de los individuos, hasta que las cosas salgan como ellos quieren. Incluso si eso implica llevarse por delante una herramienta de selección que ha demostrado mejorar lo previo, al eliminar buena parte del eventual sesgo.
Si los músicos de las orquestas resultan indistinguibles entre sí, quizá se deba al criterio que se usa para definir qué es un buen músico o no, con independencia de los genitales que tenga o del color de su piel. Lo que no es lógico es romper con las herramientas de selección más o menos contrastadas, en nombre de una diversidad que resulta cada vez más globalmente uniforme y diseñada prêt-à-porter desde el poder. Y es que el mundo y sus asuntos están muy lejos hasta que se convierten en una política pública en la esquina de tu casa.