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    El cubo en el triángulo

    Como ocurre cuando a un niño pequeño se le ofrece un juego de encastre e intenta que el cubo pase por el agujero del triángulo, es posible leer en estos días sesudos análisis que intentan que la realpolitik autoritaria pase por el agujero de la defensa principista de la democracia

    Columnista de Búsqueda

    Todo parece cambiar más rápido que antes, las tendencias, la ropa, la moda en general, incluidas las modas ideológicas, las alianzas políticas, los ejes mismos de la política. Como si fuera una suerte de espiral que se acelera, pasamos de una convicción a otra como quien cambia de camisa. Y al mismo tiempo, crece la sensación de ir a remolque: el viejo pantalón apretado que ayer era el colmo de lo cool hoy se ve ligeramente ridículo y empezamos a mirar con buenos ojos los baggy que estaban de moda en los noventa. Lo mismo ocurre con los cortes de pelo: el odioso mullet que hasta hace cinco o seis años solo usaban los jugadores australianos de rugby es hoy el no va más de la moda juvenil. Vamos corriendo detrás de los cambios, aceptándolos como si fueran novedades divinas, algo que baja desde el cielo por designio sagrado, sin que nadie se interese en entender o cuestionar. ¿Para qué? Después de todo, nadie quiere parecer demodé o anticuado. La nuestra es una sociedad del instante, del presente eterno.

    No es muy distinto lo que ocurre en terrenos de lo que conocemos como política. El veloz cambio de las proclamas logra que a veces estas contrasten y hasta contradigan el carácter más rígido de los viejos programas político-partidarios, que siguen funcionando apenas como telón de fondo al que se recurre, precisamente, cuando surgen acusaciones debido a las proclamas. “¿Cómo que somos antidemocráticos por querer controlar lo que se dice en las redes? Nuestro programa dice muy claro que apostamos por la democracia”. Es como si los programas funcionaran a la velocidad del siglo XX, mientras que lo que se dice (y hace) en el día a día político ocurre a la velocidad del siglo XXI. Como muchos de esos cambios de camisa pueden y suelen contradecir lo que fue establecido en el mármol partidario, la maquinaria de marketing político debe convencer al elector de que esa contradicción no es tal. La coherencia parece ser demodé. Lo único que importa es el voto y, después, el poder.

    Claro, los cambios de camisa a veces implican unos giros tremendos, por lo cual no siempre se puede encontrar un hilo que permita coser cierta coherencia. Entonces simplemente se proclama el cambio, que quizá contradiga todo lo que dijimos creer hasta entonces, se lo aplaude con euforia y con solemnidad se pasa a acusar a los demás de ser responsables de todo lo que pueda salir mal por no haberse puesto la misma camisa que ahora llevamos nosotros. Y ojo, en este proceso los partidos políticos muchas veces también van a remolque. Sus cuadros e ideólogos parecen andar pispeando las noticias internacionales, para saber de qué lado de la mecha tienen que estar esta semana.

    El caso de la invasión rusa a Ucrania, por ejemplo, resume bien lo expuesto antes. Podría ser otro, pero este tiene un poco de todo: izquierda, derecha, democracia, imperialismo, condenas a medias y giros de guion que no se ven ni en Hollywood. En un comienzo, buena parte de la izquierda condenó tibiamente la invasión, cuando no le pasó directamente por el costado. Aunque Vladímir Putin sea un autócrata de derecha, homófobo y violento, en el mapa mental de mucha gente sigue siendo el líder heredero de la URSS. O, como mínimo, uno de los líderes que se opone a los Estados Unidos. De ahí que esa gente de izquierda no estuviera demasiado dispuesta a condenar una guerra claramente imperial y eligiera plantear un montón de matices o justificaciones más o menos arbitrarias. En aquel entonces otro montón de gente, esta vez de derecha, cuestionó el posicionamiento de esa gente de izquierda, acusándola de aplaudir a Putin tal como aplaudían a Maduro. Y, al menos en este asunto de la invasión, esa fue la gente que dijo estar defendiendo la democracia.

    Ese fue más o menos el eje durante los últimos tres años. Bastó que llegara la administración Trump y que se alineara de manera bastante evidente con Putin, lo que provocó en Occidente un quiebre que no se había visto desde la Segunda Guerra Mundial, para que mucha de esa gente de derecha pasara a mirar con buenos ojos al hasta entonces malvado Putin y se pusiera a buscar el hilo argumental que permitiera explicar el giro de 180 grados. El Maidán, Crimea, business are business, pragmatismo político y económico. Toda la gloriosa y dedicada defensa de la democracia liberal, que durante tres años sirvió para calificar a cierta izquierda de antidemocrática, despareció bajo el manto de la realpolitik de emergencia. ¿Por qué de emergencia? Porque su existencia y rumbo se van improvisando a medida que Trump dice o hace esto o lo otro. Por cierto, es bastante asombrosa la verticalidad autoritaria que la administración Trump les imprimió a sus máximas jerarquías: ver a Marco Rubio retorcerse en su asiento mientras sus jefes reventaban la negociación con Zelenski y después leerlo en sus sumisos aplausos al líder máximo fue un ejemplo claro de este nuevo “el que se mueve no sale en la foto”, profundamente iliberal.

    Como ocurre cuando a un niño pequeño se le ofrece un juego de encastre e intenta que el cubo pase por el agujero del triángulo, es posible leer en estos días sesudos análisis que intentan que la realpolitik autoritaria pase por el agujero de la defensa principista de la democracia. Tal como le ocurre al niño que juega, es enfrentar una tarea imposible. En este caso, el juego sería usar el mapa ideológico del siglo XX, que privilegia el eje izquierda vs. derecha, para que encaje en el panorama ideológico actual, en el que el eje autoritarios vs. demócratas quizá explique mejor muchos de los procesos que vemos. De alguna manera, la velocidad con la que estos imposibles se vienen sucediendo es resultado de la inmensa disponibilidad de “información”. Entre comillas, porque una de las características de esta época es la casi absoluta imposibilidad de discernir lo real de lo falso, con su proliferación de imágenes creadas usando IA y la intencionalidad política populista, que coloca la construcción de narrativas por encima de los magros hechos. Esta última, hija no deseada (quiero creer) del relativismo posmoderno en su versión para oportunistas políticos.

    Un mapa viejo al que se echa mano como recurso de emergencia no puede servir de mucho ante un presente que, como un trompo que se acelera cada vez más, necesita ser entendido con una calma y un aplomo que están en las antípodas de este “todo al mismo tiempo ahora” que nos propone nuestro mundo de la vida. De ahí que los cambios de camisa proliferen y se extiendan, sin que nadie se tome la molestia de justificarlos o de considerar importante una reflexión serena y desapegada en torno a ellos. Se adoptan de manera tan acrítica como se adopta nuevamente el mullet o los pantalones baggy. Lo novedoso es la velocidad a la que se produce el cambio y la distancia cada vez mayor que hay entre lo que se abandona y lo que asume. O, dicho de otra forma, la ligereza y superficialidad con la que se tratan asuntos complejos que son esenciales para la convivencia. Como si fuéramos, de manera cada vez más acelerada, ese niño pequeño, casi un bebé, que se esfuerza por meter un cubo en donde solo cabe un triángulo.